La Continuación: El Siguiente Capítulo de Tu Historia

**Diario de Adrián**

Las palabras del anciano Esteban resonaban en mi mente: «Necesitas una mujer en casa». Sí, sabía que tenía razón. Por las noches, al volver a mi piso vacío, el silencio me aplastaba. Las paredes frías y el olor de la ropa de Sofía, aún colgada en el armario, me recordaban la pérdida más que el cementerio mismo.

Pasaron meses. Los vecinos comenzaron a hacer comentarios sutiles. «Adrián, en el mercado hay una viuda joven, quizá la conozcas». «En la iglesia viene una chica callada, puedo hablar por ti». Pero nada me conmovía. Hasta que un día, Esteban me tomó del brazo y me llevó a casa de una prima lejana, Juana.

Juana no era hermosa según los cánones del pueblo. Tenía el rostro redondo, la nariz grande y los ojos de un color desvaído. Su andar era pesado. Las mujeres murmuraban: «Pobre Adrián, después de Sofía, mira con quién acaba». Y así le quedó el cruel apodo: *la esposa fea*.

Pero lo que nadie veía era su dulzura. Juana cocinaba con paciencia, traía agua del pozo sin quejarse y, sobre todo, sabía escuchar. Yo, que llevaba meses sin poder compartir mis penas, descubrí en ella una calma inesperada.

Nuestra boda fue sencilla, sin lujos. Dos testigos, un cura y unas velas. No sentí la chispa de la pasión, pero sí algo distinto: un ancla. Y tras años de tormentas, un ancla vale más que cualquier belleza.

Al principio, la gente me miraba con lástima. «La eligió solo para no estar solo». «No tuvo suerte con las mujeres». Pero poco a poco, los rumores cesaron. Mi casa, que antes resonaba en el vacío, ahora olía a pan recién hecho y a hierbas secas. En las largas noches de invierno, Juana me leía en voz baja fragmentos de los viejos libros de Sofía, y yo cerraba los ojos, sintiendo cómo el dolor perdía su filo.

Una tarde, Esteban pasó a visitarnos. Se quedó en el umbral, viendo a Juana coser junto a la ventana mientras yo traía leña para el fuego. Sonrió bajo su bigote blanco y susurró:
Hermosa o fea, no importa. Lo que importa es que se han encontrado el uno al otro.

Me volví hacia él y, por primera vez desde el entierro, sonreí de verdad. Quizá el pueblo seguiría llamándola *la esposa fea*, pero para mí, Juana era el regalo inesperado de la vida: la prueba de que la belleza no está en el rostro, sino en la paz que trae al alma.

Y en esa paz, por fin, sentí que volvía a vivir.

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