**El Relato de la Abuela sobre Catalina y Elena**
Ay, hijos míos, acercaos, que os contaré una historia que escuché aquí, en la residencia de ancianos, de boca de mi compañera de habitación. A mí, pobre vieja, me trajeron aquí mis familiares, así que ahora solo me dedico a escuchar vivencias y contároslas. Esta en concreto trata de Catalina, su marido Esteban y su hermana Elena. ¡Ay, qué dolor más grande! Escuchad con atención.
Una noche, estaban cenando juntos: Catalina, Esteban y Elena, su hermana. Habían preparado un asado y el aroma llenaba toda la casa. De pronto, Esteban alzó su copa:
—¡Por la familia! ¡Que siga creciendo!
Pero sus ojos no miraban a Catalina, sino a Elena. Ella, nerviosa, jugueteaba con la servilleta, sonriendo apenas, como si algo la atormentara. Catalina lo notaba todo: cómo Esteban le abría el abrigo a Elena, cómo reía con sus bromas, cómo se callaban cuando ella entraba en la habitación. Pero callaba, porque esa era su costumbre: no hacer preguntas.
—Por la familia —respondió Catalina, dando un sorbo a su mosto.
Elena levantó la mirada, y en sus ojos había una tristeza tan profunda que a Catalina se le heló el alma.
—¿Estás bien, Elena? —preguntó.
—Sí, solo estoy cansada. Mucho trabajo —se excusó.
Pero Catalina sabía que en el trabajo de su hermana reinaba la calma. Aun así, guardó silencio. El silencio era su escudo.
Esteban tosió de repente:
—Hablando de trabajo… Me han asignado un proyecto en otra ciudad. Me marcho dentro de un mes, por seis meses, quizás más.
Catalina se quedó helada.
—¿Seis meses? —repitió—. ¿Y las vacaciones de verano?
—Catalina, ¡es una oportunidad única! —exclamó él con entusiasmo—. ¡No se presenta dos veces!
Le hablaba a ella, pero sus ojos seguían clavados en Elena. Ella, por su parte, miraba fijamente su plato, como si allí encontrara todas las respuestas. Catalina notó, bajo la mesa, cómo la mano de Esteban rozó la de Elena. Solo un instante. Elena retiró la suya como si le hubiera quemado. Y Catalina, sentada allí, observaba: a su marido, radiante, y a su hermana, al borde del colapso.
La cena terminó con un ambiente tenso. Elena se quejó de un dolor de cabeza y se despidió para irse.
—Te acompaño —se ofreció Esteban al instante.
—Vives en dirección contraria —observó Catalina.
—Por mi cuñada, cualquier esfuerzo —dijo él, quitándole importancia.
En la puerta, se giró con determinación:
—Tenemos que hablar, Catalina. En serio. Cuando vuelva.
La dejó sola, con el aroma de una cena interrumpida y un nudo en el corazón.
Durante dos semanas, Catalina vivió como en una niebla. Esteban llamaba cada noche, hablando del “proyecto”, de la nueva ciudad, del piso. Pero su voz sonaba fría, mecánica. Preguntaba cómo estaba ella, pero no escuchaba las respuestas. Catalina intentó acercarse a Elena:
—¿Vamos al cine o de compras?
Pero ella siempre se esquivaba:
—Estoy agotada, Catalina, otro día.
Elena, además, tenía mala cara: había adelgazado, con ojeras marcadas. Catalina notaba cómo su hermana llevaba la mano al vientre, como ocultando algo.
La sospecha crecía lenta, como un veneno. Primero, la caja de un test de embarazo en la basura de Elena. Luego, los jerséis holgados, cuando siempre presumía de su cintura. El corazón de Catalina se encogía, pero esperó.
El desenlace llegó un miércoles por la noche. Catalina estaba en el sofá cuando sonó el teléfono. Era Esteban.
—Hola —dijo ella.
Él guardó silencio, solo se oía su respiración.
—No puedo seguir mintiendo, Catalina —confesó al fin—. No voy a volver. El proyecto es una excusa. Se trata de Elena. Nos amamos.
Catalina cerró los ojos. El dolor en su pecho se volvió piedra.
—¡Elena y yo vamos a tener un hijo! —soltó él.
Entonces, Catalina se echó a reír. Primero en voz baja, luego más fuerte, hasta que las lágrimas brotaron. Su risa no era de alegría, sino amarga, como de telenovela barata.
—¿Catalina? ¿Estás llorando? —preguntó él, alarmado.
—No —susurró ella—. Solo me doy cuenta de lo imbécil que eres.
Colgó. La histeria desapareció, dejando claridad. La piedra en su pecho se convirtió en fuerza. Se vistió, llamó un taxi y fue a casa de Elena.
Su hermana abrió la puerta: despeinada, en bata, los ojos rojos. Al ver a Catalina, retrocedió.
—¿Te lo ha dicho? Perdóname… —balbuceó.
—¿Dónde está él? —interrumpió Catalina, tranquila, casi aterradoramente.
Elena se calló. Catalina miró alrededor: la chaqueta de Esteban, sus zapatillas, dos copas en la mesa.
—Deja de mentir, Elena. Ahora mismo.
—¡Nos queremos! —gritó Elena—. Sé que es horrible, ¡pero ha pasado!
Catalina esperó a que terminara.
—Estás embarazada —afirmó, sin preguntar.
—Sí —susurró Elena, cubriéndose el vientre—. Vamos a ser padres.
Catalina se acercó. Elena se estremeció, esperando gritos.
—¿Por qué no me preguntaste, Elena? —dijo Catalina en voz baja—. Te habría contado. Esteban y yo llevábamos tres años intentando tener un hijo. Pruebas, médicos. Él es estéril. Totalmente.
El rostro de Elena cambió: sorpresa, negación, horror.
—No… Él me dijo que el problema lo tenías tú…
—Claro —sonrió Catalina con tristeza—. Mentir es más fácil. Robar la vida de otro es más sencillo que aceptar la verdad.
Se dirigió a la puerta.
—Enhorabuena, hermana. Tendrás un hijo. Pero mi marido no tiene nada que ver.
La puerta se cerró de golpe. El aire nocturno era fresco, y Catalina respiró hondo.
Pasaron cinco años. Las heridas cicatrizaron. Catalina aprendió un nuevo idioma, cambió de trabajo, se mudó a una ciudad junto al mar. Estaba en una cafetería, removiendo el café, esperando a Andrés. Iban a adoptar un cachorro de un refugio.
De pronto, la puerta se abrió: entró Elena con un niño. Demacrada, cansada, con un jersey gris. Al ver a Catalina, se detuvo, quiso marcharse, pero el niño tiró de ella hacia los pasteles.
—¡Mamá, quiero ese de fresa!
Elena se sentó lejos, pero Catalina notaba su mirada. La piedra en su pecho se había deshecho hacía tiempo, solo quedaba una leve nostalgia. El niño, rubio y de facciones dulces, no se parecía ni a Esteban ni a Elena.
De repente, Elena se acercó.
—Hola —susurró.
—Hola, Elena.
—No sabía que vivías aquí… ¿Cómo estás?
—Bien —encogió Catalina los hombros.
Elena titubeó.
—Perdóname. Fui una tonta.
Esperaba perdón, lágrimas, algo. Pero Catalina solo dijo:
—Todo quedó atrás, Elena. Vive tu vida.
Elena lloró, comprendiendo que, para Catalina, ya solo era una sombra. La puerta sonó de nuevo: era Andrés, con un ramo de margaritas.
—