La historia de la abuela sobre Carmen y Elena
Ay, mis nietos, acercaos, que os voy a contar una historia que me contó mi compañera de habitación aquí en la residencia. A mí, pobre vieja, me trajeron aquí mi propia familia, así que ahora solo escucho relatos y os los cuento. Esta es la historia de Carmen, su marido Esteban y su hermana Elena. Ay, qué dolorosa es, escuchad.
Estaban cenando una noche, Carmen, Esteban y Elena, su hermana. Asaban carne y el aroma llenaba toda la casa. Esteban alzó su copa:
—¡Por la familia! ¡Que siga creciendo!
Pero sus ojos no miraban a Carmen, sino a Elena. Ella jugueteaba con la servilleta, apenas sonreía, como si algo la atormentara. Carmen lo veía todo: cómo Esteban le tendía el abrigo a Elena, cómo reía con sus bromas, cómo callaban cuando ella entraba en la habitación. Pero callaba, era su costumbre: no notar nada.
—Por la familia —respondió Carmen, dando un sorbo a su mosto.
Elena levantó la mirada, y en sus ojos había tal tristeza que a Carmen le dio escalofríos.
—¿Estás bien, Elena? —preguntó.
—Solo estoy cansada, mucho trabajo —se excusó Elena.
Carmen sabía que su hermana no tenía tanto trabajo, pero calló. El silencio era su escudo.
Esteban tosió de repente:
—Hablando de trabajo… me aprobaron un proyecto en otra ciudad. Me voy dentro de un mes, por medio año, quizá más.
Carmen se quedó helada.
—¿Medio año? —repitió—. ¿Y las vacaciones de verano?
—¡Carmen, es una oportunidad única! —exclamó él con entusiasmo—. ¡Esto no pasa dos veces en la vida!
Le hablaba a ella, pero miraba a Elena. Esta clavó la vista en el plato, como si allí estuviera la respuesta a todo. Carmen notó cómo, bajo la mesa, la mano de Esteban cubrió la de Elena. Solo un instante. Elena retiró la mano como si le hubiera quemado. Carmen se quedó sentada, observando a su marido, radiante, y a su hermana, a punto de desmoronarse.
La cena terminó incómoda. Elena se quejó de dolor de cabeza y se marchó.
—Te acompaño —dijo Esteban al instante.
—Vives en dirección contraria —observó Carmen.
—Por mi cuñada no es molestia —replicó él.
En la puerta, se volvió, con determinación en la mirada:
—Tenemos que hablar, Carmen. En serio. Cuando vuelva.
La dejó sola, con el aroma de una cena interrumpida y un nudo en el corazón.
Dos semanas vivió Carmen como en una niebla. Esteban llamaba cada noche, hablaba del «proyecto», de la nueva ciudad, del piso. Pero su voz era fría, mecánica. Preguntaba cómo estaba, pero no escuchaba las respuestas. Carmen intentaba acercarse a Elena:
—¿Vamos al cine o de compras?
Pero ella siempre esquivaba:
—Estoy agotada, Carmen, otro día.
Elena parecía débil, había perdido peso, ojeras bajo los ojos. Carmen notaba cómo su hermana se llevaba la mano al vientre, como si ocultara algo.
La sospecha creció lentamente, como veneno. Primero, la caja de un test de embarazo en la basura de Elena. Luego, sus jerséis holgados, cuando siempre presumía de cintura. El corazón de Carmen se encogía, pero esperó.
La verdad llegó un miércoles por la noche. Carmen estaba en el sofá cuando sonó el teléfono. Era Esteban.
—Hola —dijo ella.
Él guardó silencio, solo se escuchaba su respiración.
—No puedo seguir mintiendo, Carmen —confesó al fin—. No voy a volver. No es por el proyecto. Es por Elena. Nos queremos.
Carmen cerró los ojos. El dolor en su pecho se solidificó, se volvió piedra.
—¡Elena y yo vamos a tener un hijo! —soltó él.
Entonces Carmen se rió. Primero en voz baja, luego más fuerte, hasta que las lágrimas rodaron. Su risa no era de alegría, sino amarga, como de telenovela barata.
—¿Carmen? ¿Estás llorando? —preguntó él, alarmado.
—No —suspiró—. Solo he entendido lo tonto que eres.
Colgó. La histeria se desvaneció, dejando claridad. La piedra en su pecho se convirtió en apoyo. Se vistió, llamó a un taxi y fue a casa de Elena.
Su hermana abrió la puerta, despeinada, en bata, los ojos rojos. Al ver a Carmen, retrocedió.
—¿Te lo ha dicho? Perdóname… —comenzó Elena.
—¿Dónde está? —la interrumpió Carmen, con una calma aterradora.
Elena se calló. Carmen miró alrededor: la chaqueta de Esteban, sus zapatillas, dos copas en la mesa.
—Deja de mentir, Elena. Por una vez.
—¡Nos queremos, Carmen! —gritó—. ¡Sé que es horrible, pero así ha sido!
Carmen esperó a que terminara.
—Estás embarazada —dijo, sin preguntar.
—Sí —murmuró Elena, cubriéndose el vientre—. Vamos a tener un bebé.
Carmen se acercó. Elena tembló, esperando gritos.
—¿Por qué no me preguntaste, Elena? —dijo Carmen en voz baja—. Te habría dicho. Esteban y yo llevábamos tres años intentando tener un hijo. Pruebas, médicos. Él es estéril. Completamente.
El rostro de Elena cambió: sorpresa, negación, horror.
—No… Él dijo que el problema eras tú…
—Claro —sonrió Carmen con tristeza—. Mentir es más fácil. Robar una vida ajena es más fácil que aceptar la verdad.
Se dirigió a la puerta.
—Felicidades, hermanita. Vas a tener un hijo. Pero mi marido no tiene nada que ver con esto.
La puerta se cerró de golpe. El aire de la noche era fresco, y Carmen respiró hondo.
Pasaron cinco años. Las heridas sanaron. Carmen aprendió otro idioma, cambió de trabajo, se mudó a una ciudad cerca del mar. Estaba en un café, removiendo su café, esperando a Andrés, con quien planeaban adoptar un cachorro.
De pronto, la puerta se abrió: entró Elena con un niño. Demacrada, cansada, con un jersey gris. Al ver a Carmen, se detuvo, quiso irse, pero su hijo la arrastró hacia los pasteles.
—¡Mamá, quiero uno de frutas!
Elena se sentó lejos, pero Carmen sentía su mirada. La piedra en su pecho ya se había deshecho, solo quedaba una leve tristeza. El niño, rubio y hermoso, no se parecía ni a Esteban ni a Elena.
Elena se acercó de repente.
—Hola —susurró.
—Hola, Elena.
—No sabía que estabas aquí… ¿Cómo estás?
—Bien —encogió Carmen los hombros.
Elena dudaba.
—Carmen, perdóname. Fui una tonta.
Esperaba perdón, lágrimas, algo. Pero Carmen solo dijo:
—Todo quedó atrás, Elena. Vive tu vida.
Elena lloró, comprendiendo que para Carmen era solo una sombra. La puerta tintineó: entró Andrés con un ramo de margaritas.
—Perdón, me retrasé —dijo, tendiéndole las flores. Al ver a Elena, preguntó—: ¿Todo bien?
—Sí —sonrió Carmen—. Esta señora ya se va.
Elena volvió con su hijo, y Carmen inhaló el aroma de las margaritas. Todo había encontrado su lugar. Su camino la llev