**La Compañera de Viaje**
Ya habían anunciado la llegada del tren, y Víctor salió al andén. Regresaba a casa después de una semana de trabajo. Al entrar al vagón de literas, encontró su cama abajo. Mientras se acomodaba, escuchó a alguien caminar pesadamente por el pasillo. Se giró y vio a una mujer mayor con un bolso con ruedas —más parecido a una mochila—, un abrigo de otoño y un pañuelo de colores, que se detuvo frente a él, intentando recuperar el aliento.
«Vaya —pensó Víctor—, seguro es mi vecina de litera y va a pedirme que le ceda el sitio de abajo».
—Mira, hijo, creo que mi asiento es este de abajo —dijo la pasajera, ya más tranquila.
Efectivamente, era su lugar. La mujer empezó a mover sus cosas con prisa. Víctor notó que tendría unos setenta años. «Qué curioso —pensó—, a su edad y todavía viajando, ¿por qué no se queda en casa?».
La señora se sentó al fin, con sus manos arrugadas sobre las rodillas. Pasajeros seguían subiendo, pero nadie ocupaba las literas superiores de su compartimento. Víctor asumió que el viaje sería en silencio, sin mucho que hablar con su compañera.
El tren arrancó. Pronto llegó la revisor con la ropa de cama. La mujer se puso a tenderla con cuidado antes de volver a sentarse. Fue ella quien rompió el hielo:
—No estoy acostumbrada a estas camas, en casa tengo un colchón blando. Hace décadas que no viajaba así, ni pensé que lo haría otra vez.
Víctor asintió en silencio.
—Me llamo Valentina Esteban. ¿Y usted?
—Víctor.
—¿Y el segundo nombre?
—Mateo, pero con Víctor basta.
—Sí, claro, eres joven. ¿Vas de visita?
—¿Por qué de visita? Vuelvo a casa, del trabajo.
—¡Ah! Eso es bueno. Yo, en cambio, salgo de casa ya vieja. —La mujer calló de pronto, mirando por la ventana. A Víctor le pareció ver lágrimas en sus ojos, aunque no lloraba. Sintió vergüenza por su actitud fría.
—¿Y usted… va hacia su casa o se aleja de ella? —preguntó, intentando compensar.
—Me alejo, hijo. Solo son unas horas de viaje, pero es difícil.
—¿A quién va a ver?
—A mi hija. —Valentina sacó un pañuelo y se secó una lágrima.
—Debería alegrarse, no entristecerse.
—Y me alegro, pero llevamos cinco años sin vernos. Hasta dudé si volvería a hacerlo.
—¿Se distanciaron?
—Por voluntad propia, hijo. El orgullo nos separó. Crié a mi Natacha sola, y nunca nos llevamos bien. Se casó la primera vez para fastidiarme, pero ese matrimonio fracasó. En vez de apoyarla, la regañé. Así pasamos la vida peleando. Hasta alejó a mi nieta de mí. Hace cinco años vendió su piso y se fue sin decir adónde. Fui a la policía, desesperada…
Luego me escribió: estaba bien, se había vuelto a casar, pero que no la buscara ni fuera a verla nunca. Esa carga llevé todos estos años. Con el tiempo entendí mi culpa. Aunque ella no me escuchara, era mi sangre.
Hace un año recibí otra carta. Me contó dónde vivía, que se había divorciado, que ya era abuela y preguntaba por mi salud. Lloré toda la noche. Le escribí que sin ellas no tenía vida. Hablamos, y ambas reconocimos nuestros errores.
Mi nieta tuvo un bebé, mi bisnieto. Natacha la ayuda y no puede viajar, así que me invitó. Vine antes de que el tiempo se me acabe; la salud ya no es la misma. Quiero verlas.
Víctor calló, conmovido. Pensó en su madre, a quien apenas visitaba. Ella vivía en un pueblo con su hermana mayor, y siempre creyó que su hermana la cuidaría. Pero ahora, tras escuchar a Valentina, le pesó el corazón. Era su hijo, y su madre lo extrañaba.
El resto del viaje pasó rápido. Al llegar, ayudó a Valentina a bajar. Una mujer de mirada ansiosa se acercó hacia ellas. Víctor se apartó. Las dos se encontraron, se abrazaron y lloraron sin soltarse. La escena fue tan emotiva que supo que todo estaría bien entre ellas.
Se alejó, necesitaba un cigarrillo. Con la emoción, sacó el móvil y marcó el número de su madre. Solo quería decirle:
—Mamá, ya llegué. Este fin de semana voy a verte.
A veces, un encuentro fortuito nos hace reflexionar sobre cómo tratamos a quienes nos dieron la vida, mostrándonos en el espejo ajeno lo que no queremos ver en el nuestro.