La cirugía fallida

**Operación Fallida**

Javier no salió del coche, sino que se desplomó fuera de él. Solo había realizado tres operaciones rutinarias, pero sentía como si hubiera cargado sacos toda la guardia. La espalda le ardía, la cabeza le zumbaba y los ojos le escocían como si tuviera astillas.

En casa, cayó sobre el sofá sin ni siquiera desvestirse, cerró los ojos y se hundió en el sueño al instante. Lo despertó una melodía estridente que taladraba su cerebro: el teléfono. El cuello le dolía por la mala postura, y no tenía fuerzas para levantarse. «Maldita sea. Creo que estoy enfermo», pensó Javier, forzándose a abrir los párpados.

El teléfono callaba unos segundos, solo para volver a estallar con su tono insoportable. «Debería haberlo cambiado hace tiempo». Con reticencia, sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta.

—¿Sí? —respondió con voz ronca por el sueño. Aclaró la garganta—. ¿Sí? —repitió con más firmeza.

—Javi, estoy en el aeropuerto. El avión sale en una hora. Mi padre está en el hospital, con un infarto. Hazme el favor, cúbreme, ¿vale? No tengo a nadie más —la voz de su colega y amigo, Gabriel Esteban, resonó al otro lado.

—No… me encuentro bien. Estoy enfermo. Llama a Jorge.

—Venga ya. Tómate un café, algún antiviral. Ya conoces a la mujer de Jorge, cualquier guardia extra la tomaría como una infidelidad. Iván aún no tiene experiencia. El viejo Martínez no aguanta dos turnos seguidos, ya no está para eso. Solo serán un par de días. ¿Me cubres? Te lo devolveré.

«Vamos, que muera, pero salva a tu amigo. Justo ahora», pensó Javier.

—Sí —respondió, resignado.

—¿Qué dijiste? —preguntó Gabriel.

—Que sí, que te cubro. Buen viaje.

—Eres un verdadero amigo. Yo por ti… —Gabriel empezó a hablar con entusiasmo, pero Javier colgó sin escuchar más.

Aún quedaba tiempo antes del turno nocturno. Se duchó, se afeitó y se tomó un café cargado. Se sintió un poco mejor. No tenía ganas de volver al hospital del que acababa de salir unas horas antes. «Podré con esto. Quizá no pase nada», pensó mientras se vestía.

Durante unas horas, la planta estuvo en calma. El sueño lo vencía, la cabeza pesada buscaba apoyo en la mesa. Sacudió la cabeza para espabilarse. Otro café lo mantuvo despierto un rato más.

—Javier Martín —oyó una voz lejana. Alguien le zarandeaba el hombro.

Se había dormido. Levantó la cabeza y vio a la enfermera Lucía frente a él.

—Javier Martín, han traído a un niño…

—Ahora bajo —dijo, sacudiéndose los restos del sueño.

Se echó agua fría en la cara mientras hervía la tetera, echó dos cucharadas de café en la taza y, tras dudarlo, añadió una más. Se quemó al beberlo, se ajustó la cofia y bajó a urgencias.

Un niño de unos once años yacía encogido en la camilla. Javier lo examinó con cuidado.

—¿Es usted la madre? —preguntó a una mujer delgada y pálida.

—¿Qué le pasa, doctor? —ella lo miró con ojos enormes, llenos de miedo.

—¿Por qué no llamaron antes a urgencias? —preguntó con brusquedad, casi acusador.

—Yo… volví del trabajo, mi hijo hacía los deberes. Luego vomitó y le subió la fiebre. Había ocultado que le dolía el vientre desde hacía días. ¿Qué tiene? —preguntó, agarrando el brazo de Javier con fuerza.

—¡Lucía, una camilla! —gritó, sin apartar la vista del rostro demacrado de la mujer—. Firme el consentimiento para la operación. Le tendió un papel.

—¿Operación? ¿Es apendicitis? —preguntó ella.

—Peritonitis —Javier la miró con pesar.

El terror se apoderó de sus ojos.

—Firme. No hay tiempo que perder —repitió.

Ella firmó sin leer y volvió a agarrarle el brazo.

—¡Doctor, salve a mi hijo!

—Haré todo lo posible. No estorbe.

Lucía ya había traído la camilla. Entre los dos trasladaron al niño y lo llevaron al ascensor. Sus pasos apresurados y el chirriar de las ruedas resonaban en el pasillo vacío.

La mujer no se separaba, hablaba sin parar, pero Javier no la escuchaba. Su mente estaba en la operación.

Cuando entró en quirófano, el niño ya estaba anestesiado. Todo lo demás pasó a segundo plano. Sus manos actuaban por rutina, su mente trabajaba con precisión. Llevaban casi dos horas. Por un instante, cerró los ojos, exhausto, hasta que el grito de Lucía lo devolvió a la realidad.

La sangre brotaba a borbotones, inundando el campo operatorio.

—¡La presión baja! —gritó el anestesista.

Javier salió despacio de quirófano. La ropa empapada le pegaba a la espalda. Las piernas le temblaban de cansancio y tensión. Se apoyó contra la pared fría. Una mujer se acercaba corriendo. «La madre», lo adivinó.

Se detuvo a un paso de él, como si chocara contra un muro invisible. Pálida, con ojos enormes, devorados por el miedo y la espera.

Javier apartó la mirada. La mujer suspiró o sollozó, se tapó la boca y se tambaleó. La sujetó antes de que cayera, la sentó en una silla junto a la puerta.

—¡Lucía, amoníaco! —gritó al vacío del pasillo.

Lucía apareció con un frasco, acercó un algodón empapado a la nariz de la mujer. Ella apartó la cabeza del olor penetrante, empujó la mano de la enfermera y abrió los ojos.

—¿Se encuentra bien? —Javier estudiaba su rostro demacrado.

No respondió. Se levantó lentamente y se alejó por el pasillo. Javier la vio marcharse. «Solo una mujer puede aguantar así», pensó.

En la sala de guardia, se sentó mucho tiempo, con la cabeza entre las manos. Luego empezó a escribir en el informe. Con honestidad.

—Javier… Martín… —Lucía entró en la sala.

—¿Qué más? —preguntó con irritación, sin levantar la vista.

—Usted no tuvo la culpa de la muerte del niño —susurró.

—Hazme café. Fuerte —dijo él, sin mirarla.

Oyó el hervir de la tetera, luego el aroma del café. Le supo amargo y repugnante. Lo tiró al fregadero sin terminarlo.

Mientras lavaba la taza, un dolor agudo le atravesó el pecho. Sintió que su corazón se expandía, como si fuera a reventar. Le faltó el aire, la visión se nubló…

—¿Estás despierto? —una voz conocida lo sacó de la oscuridad.

Abrió los ojos con esfuerzo. La pediatra María del Carmen, una mujer mayor de rostro bondadoso, lo observaba con preocupación.

—Quédate quieto —ordenó cuando intentó levantarse—. Estás enfermo. ¿Cómo se te ocurre operar así? Necesitamos un electro…

—Estoy bien —Javier trató de incorporarse, pero un dolor intenso lo obligó a retroceder.

—¿Cuántos cafés te has tomado? —preguntó ella, seria.

—No los conté —gruñó.

—Deberías. No eres un crío. ElJavier miró por la ventana del hospital, donde caía una lluvia suave, y supo que, aunque no podía salvar todas las vidas, aún tenía una por delante junto a Esperanza, la madre del niño, y eso, al menos, era un consuelo que iluminaba su oscuridad.

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La cirugía fallida