La chica estaba al otro lado de la barandilla. No había duda de su intención de saltar desde el puente…
Al comienzo del turno nocturno, una ambulancia trajo a un hombre joven. Su coche había chocado contra un todoterreno en un cruce. Tras horas de operación, lo llevaron a la UCI, mientras la cirujana Leonor Martínez anotaba los detalles en su informe.
—Un café, Leonor —dijo María Gutiérrez, una enfermera experimentada, dejando la taza al borde de la mesa.
—Gracias. Avísame cuando el paciente despierte —respondió Leonor sin levantar la vista.
—Descansa mientras puedas. Parece que está tranquilo todo.
—Un comienzo así nunca trae nada bueno —replicó Leonor.
Y acertó. No terminó el café cuando llegó otro paciente. Al amanecer, Leonor caía de sueño y se quedó dormida sobre los papeles. Hasta que María la despertó: el paciente del accidente había recobrado el conocimiento.
Podría haber dicho que su turno acababa, que otro médico lo atendería, pero no era su estilo irse sin saber cómo evolucionaba un paciente suyo. Se levantó y fue a la UCI.
Bajo las luces del pasillo, el linóleo brillaba como la superficie de un estanque. Leonor entró en silencio. Ayer no lo había visto bien, pero ahora distinguía a un hombre atractivo, aunque enredado en cables y sensores. Revisó los monitores y, al volverse, notó que él la observaba.
Incluso en la cama del hospital, irradiaba seguridad y la miraba con cierta superioridad. Ojalá tuviera una pizca de esa confianza. Aguantó su mirada sin apartar los ojos.
—¿Cómo se encuentra, Javier Alonso? Tuvimos que extirparle el bazo. Perdió mucha sangre. Dos costillas fracturadas, pero los pulmones están bien. No hay peligro. Tuvo suerte. La policía quiere hablar con usted, pero les pedí que esperaran.
—Gracias —respondió él con voz ronca.
—Mi turno terminó. Nos vemos mañana —dijo Leonor, saliendo de la habitación.
La ambulancia que traía a otro paciente la llevó a casa. En la entrada, la esperaba su gato pelirrojo, que se frotó contra sus piernas antes de dirigirse a la cocina. Estaba exhausta, pero si no alimentaba a Duque, no la dejaría dormir. Cayó rendida antes de tocar la almohada.
Al día siguiente, Javier lucía mejor e incluso sonrió al verla entrar.
—Buenos días. Veo que se recupera bien. Hoy lo trasladarán a una habitación normal y le devolverán el teléfono.
—No tengo a nadie en esta ciudad. ¿Le causé muchos problemas ayer? —Su tono seguía siendo arrogante. ¿Cómo lo hacía?
—¿Cuándo me darán el alta? —preguntó.
—Lo operaron ayer, tiene costillas rotas… Estará aquí una semana, al menos. Disculpe, tengo otros pacientes —dijo Leonor, yéndose.
Antes de marcharse, volvió a revisar los monitores y el suero. Al mirarlo, encontró su mirada burlona. Una sonrisa que le heló la espalda. Esa sonrisa le resultaba familiar. Pasó la noche tratando de recordar dónde la había visto antes, pero no dio con la respuesta.
A la mañana siguiente, Javier la esperaba sentado en la cama, con una camiseta limpia.
—Me la trajo la enfermera. Mi ropa estaba ensangrentada —explicó al ver su sorpresa—. Tengo la impresión… —miró su identificación— de que quiere preguntarme algo, Leonor.
—No, bueno… sí. ¿Nos hemos visto antes?
—No lo recuerdo. Tengo buena memoria para los rostros, y no olvidaría a una mujer tan hermosa. Pero esa mirada suya… solo la he visto una vez, hace años, en otra ciudad.
Volvió a sonreír, pero hizo una mueca de dolor por las costillas.
—Puede levantarse, pero con cuidado —dijo Leonor.
—¿Volverá a verme? —preguntó él de pronto.
—Sí, si el turno lo permite.
¿Qué clase de hechizo era este? ¿Por qué actuaba como si le debiera algo?
—¿Ya recordó dónde nos vimos, doctora? —preguntó al día siguiente.
—Debí confundirme —contestó ella.
—Yo creo que sí nos conocemos. Sus ojos no los olvido.
—¿Qué tienen mis ojos? —No quería seguir el tema, pero la curiosidad pudo más.
—El primer día pensé que estaba cansada, pero al siguiente lucía descansada… aunque la mirada era la misma. Mira con recelo, como esperando que algo malo suceda.
—No diga tonterías. No pienso huir de nada. Se recupera bien; en tres días le daré el alta.
—Gracias por eso —empezó él, pero ella ya salía del cuarto.
Tres días después, la enfermera le entregó el alta y las radiografías.
—¿Y Leonor? —preguntó, decepcionado.
—Está en cirugía.
Javier no se fue. Esperó en el pasillo hasta verla salir.
—Tanto correr por irse, y ahora se queda —dijo Leonor, arqueando una ceja.
—¿Me evita? —preguntó sin rodeos—. No podía irme sin agradecerle. Me salvó la vida.
—Exagera.
—Sin su operación, podría haber muerto, ¿no? Entonces es cierto. Quiero invitarla a cenar. Quizá así recuerde dónde me vio. Solo una hora. Prometo no ser pesado.
—Es muy seguro de sí mismo. De acuerdo, cenaremos. Dame tiempo para arreglarme.
—En el restaurante El Rincón de Cervantes. Cerca de su casa. Reservaré para las siete.
—¿Sabe dónde vivo? —preguntó, sorprendida.
—¿Es un secreto?
—Qué tipo más tenaz. Es más fácil aceptar que discutir.
—Y usted es la doctora a quien debo la vida. No me gustan las deudas.
Después del turno, Leonor se duchó, se peinó y se maquilló. Dudó entre varios vestidos. Solía usar negro, pero esta vez eligió uno verde oscuro que resaltaba sus ojos.
A las siete en punto, entró en el restaurante. Javier, ahora afeitado y elegante, se levantó para recibirla.
—Temí que no vendría —confesó, admirándola—. Escogí una mesa lejos de la música para poder hablar.
No habían terminado de sentarse cuando el camarero les entregó las cartas. Leonor la hojeó, sintiendo su mirada.
—Pensé que estaría harto de la comida del hospital.
—Un secreto: ya había revisado el menú —sonrió con picardía.
Ella también cerró la carta. Pidieron una ensalada César y café.
—¿Y para beber? —preguntó el camarero.
—Yo conduzco, y la señorita…
—Nada, gracias.
—¿Su nombre? ¿Le inspiró algún libro?
—Sí, *El mago de Oz*.
—Yo tengo un nombre largo que irrita a la gente.
Leonor rio.
—Por fin la veo reír.
Mientras servían, guardaron silencio.
—Ese vestido le queda perfecto. ¿Siempre usa colores oscuros para verse más delgada?
Ella lo miró, pero no contestó.
—Hace años, cuando era estudiante, volvía una noche al dormitorio. Lloviznaba, hacía frío. Casi corría por el puente cuando vi a una chica al otro lado de la baranda. Iba a saltar. Le dije que el agua estaría helada, que no tenía sentido saltar si nadie la veía. Que a su edad, ningún problema era irreparable.
La chica escuchó. No sabía si lloraba o si era la lluvia. Pero mis palabras la disuadieron. La ayudé a cruzar y le compré un café en una cafetería. Solo pude pagar uno para ella…
Leonor jugueteaba con su ensalada.
—Le pregunté qué le ocurría, y ella…
—Contó por quéNo recordaba que ese encuentro fugaz en el puente, bajo la lluvia, sería el comienzo de una historia que la enseñaría a dejar atrás los fantasmas del pasado y a confiar en que, a veces, la vida da segundas oportunidades cuando menos se esperan.