La cena culminó en divorcio.
—¿Te has vuelto loco? —Carmen lanzó la servilleta contra la mesa, haciendo oscilar el vaso de vino que estuvo a punto de caer—. ¡Traerla aquí, a nuestra casa!
—Cariño, tranquilízate —Luis ajustó la corbata con nerviosismo—. No pasó nada grave. Solo una reunión de trabajo.
—¿Reunión? —su voz ascendió una octava—. ¿A las diez de la noche? ¿Con champán y su flamante Lucía?
—Discutíamos un nuevo proyecto…
—¿Qué proyecto, Luis? ¿Qué proyecto con esa…?
Luis evitó su mirada. En la mesa aún reposaban los platos de cena: le había esmerado paella, queriendo agradarla. Todo arruinado por una llamada imprudente.
Carmen se levantó y recorrió la cocina frenéticamente. A sus cuarenta y tres años, parecía eternamente joven: esbelta, cuidada. Luis solía alardear ante sus amigos sobre su suerte.
—Escúchame bien —plantó las manos en sus caderas frente a él—. No soy tonta, aunque tú lo creas. Esa chica te llama a diario, llegas tarde con aroma de sus perfumes…
—Exageras…
—¿Exagero? —sacó su móvil—. ¿Y esto? ¡Quince llamadas perdidas de ella solo hoy!
Luis palideció. Olvidó que ella veía las notificaciones de su teléfono mediante la cuenta familiar.
—Eran laborales…
—¡Laborales! —su risa sonó amarga—. ¿Sábados, domingos, medianoche? ¿Qué urgencia tiene su trabajo?
Luis calló, jugueteando con el tenedor. Veintidós años de matrimonio, y jamás la había visto así. Ni en penurias económicas ni durante la enfermedad de su madre. Ahora estaba al borde del colapso.
—Luis —su voz se suavizó, pero la pena resonaba—, sé lo que ocurre. Te has enamorado de ella.
—No —negó con voz débil, sin convencerse.
—¡No mientas! ¡Te conozco hace veintidós años! Brillas cuando llama. Tus ojos centellean al ir al trabajo. Y al volver…
No terminó, pero Luis comprendió: en casa se tornaba hosco, irritable. Todo le sabía a tedio frente a la oficina, donde Lucía danzaba.
—Carmen, hablemos serenos —rogó él.
—¿De qué? ¿De cómo cambiaste? ¿De que ya no me ves? ¿De que hace un mes no conversamos de verdad?
Luis la observó detenidamente. ¿Cuándo fue la última vez que preguntó por su día? Todo su mente estaba ocupada por Lucía.
—¿Es joven? —preguntó Carmen en voz baja.
—¿Qué importa?
—¿Qué edad tiene, Luis?
—Veintiocho.
Carmen asintió, confirmando sus peores temores.
—Entiendo. Yo tengo cuarenta y tres. Te parezco vieja.
—Son tonterías.
—¿Tonterías? —se acercó al espejo del recibidor—. Mírame. Arrugas junto a los ojos, estas canas que disimulo cada mes. Ella es joven, hermosa, sin niños ni problemas.
—Nosotros no los tuvimos —recordó él.
—No —aceptó ella—. Culpa, mía. No pude engendrarlos.
—Carmen, no…
—¡Sí! ¡Necesito decirlo! Llevo quince años arrastrando culpas. Cada niño veo, pienso: ¿me culpará Luis? ¿Buscará otra que sí pueda?
Él intentó abrazarla, pero ella retrocedió.
—No me toques. Responde honestamente: ¿la amas?
Silencio espeso. Luis miraba al suelo; Carmen, aguardaba. En la cocina, el viejo reloj de pared comprado tres años después de casarse tictaqueaba.
—No lo sé —confesó él al fin.
—¿No lo sabes o temes admitirlo?
—Es complicado…
—Para mí no —apoyó las manos sobre la mesa—. O me amas a mí, o a ella. No hay punto medio.
Luis se desplomó junto a ella. Su cerebro era un caos: Carmen, compañera de sus mejores años, su sostén cuando inició su negocio; Lucía, la tempestad que
Y mientras arrancaba el coche bajo la llovizna otoñal de Madrid, las luces del balcón familiar se apagaron para siempre, dejándolo a solas con el eco de su libertad convertida en prisión.