La cena que llevó al divorcio

La cena terminó en divorcio
–¿Te has vuelto loco? –Teresa lanzó la servilleta. La copa de Rioja tembló–. ¿Invitar a esa aquí? ¿A nuestro piso?

–Cariño, cálmate –Antonio se arregló la corbata nervioso–. Era una reunión de trabajo. Nada grave.

–¿Trabajo? –su voz subió una octava–. ¿A las diez? ¿Con champán y velas?

–Discutíamos el nuevo proyecto…

–¿Proyecto, Antón? ¿Con… esa Laura?

Antonio apartó la mirada. Los platos del arroz con bogavante que preparó con tanto cariño seguían en la mesa. Todo arruinado por una llamada imprudente.

Teresa se levantó, recorriendo la cocina nerviosa. A cuarenta y tres años parecía más joven. Esbelta, cuidada. “Tengo suerte”, solía decir él a los amigos.

–Escúchame bien –plantó las manos en las caderas frente a él–. No soy tonta, aunque tú lo pienses. Te llama cada día, llegas tarde oliendo a su perfume…

–Estás exagerando…

–¿Exagero? –sacó su móvil–. ¿Quince llamadas perdidas solo hoy?

Antonio palideció. Olvidó que Teresa veía las notificaciones.

–Eran laborales…

–¡Laborales! –rió con amargura–. ¿Sábados? ¿Domingos? ¿A medianoche?

Guardó silencio, girando un tenedor. Veintidós años de matrimonio y nunca la había visto así. Ni en crisis económicas ni cuando enfermó su madre.

–Antón –su voz tembló–, lo noto. Te has enamorado.

–No. –Negó sin convencimiento.

–¡No mientas! ¡Te conozco! Tus ojos brillan con sus llamadas. Cuando llegas a casa…

No terminó. Él sabía: llegaba hosco, irritable. La casa le parecía gris frente a la oficina donde estaba Laura.

–Hablemos tranquilos –rogó.

–¿De qué? ¿De cómo has cambiado? ¿De que hace un mes que no conversamos?

Observó a Teresa. ¿Cuándo fue la última vez que le preguntó por su día? Su mente era Laura.

–¿Es joven? –susurró Teresa.

–¿Eso qué importa?

–¿Cuántos años tiene?

–Veintiocho.

Ella asintió, confirmando sus peores temores.

–Claro. Yo tengo cuarenta y tres. Ya soy vieja para ti.

–Tonterías.

–¿Tonterías? –Se miró al espejo del recibidor–. Estas arrugas, estas canas que tinteo cada mes… Ella es joven. Guapa. Sin hijos. Sin problemas.

–Tampoco los tuvimos nosotros –recordó él.

–No –reconoció Teresa–. Fue culpa mía. No pude darte hijos.

–No empieces…

–¡Sí! ¡Quince años sintiéndome culpable! Cada vez que veo niños pienso: “¿Me reprochará Antón? ¿Querrá irse con alguien que sí pueda?”

Intentó abrazarla. Ella retrocedió.

–No me toques. Responde: ¿la quieres?

Silencio. El tictac del reloj de la cocina, comprado en su tercer aniversario, marcaba el tiempo.

–No lo sé –confesó él al fin.

–¿No lo sabes o tienes miedo?

–Es complicado, Terri…

–Para mí no –apoyó las manos en la mesa–. O me quieres a mí o a ella. No hay término medio.

Antonio se sentó. Confusión. Por un lado, su mujer. Los mejores años. Su apoyo al montar su empresa. Por otro, Laura. Media año revolucionando su mundo.

–¿Qué sientes con ella? –insistió Teresa.

–Me… siento joven. Como si tuviera veinticinco.

–¿Y conmigo?

–Marido.

–¿Es malo?

–No. Solo… rutina.

Teresa asintió, con la respuesta que temía.

–Te he resultado una carga.

–No. Eres la mejor esposa.

–Pero ya no la amada.

Calló. ¿Qué decir? ¿Que la amaba diferente? ¿Que la respetaba, pero Laura aceleraba su pulso?

–Sabes –empezó a recoger–, te entiendo. La rutina nos ahogó. Aparece alguien joven, guapa…

–No hables así de ti.

–¿Cómo entonces? –se giró–. Te vistes diferente, vas al gimnasio… Todo por ella.

Era cierto. Cambió desde que conoció a Laura. Camisas nuevas. Hasta colonia.

–Dime… ¿Sabe que estás casado?

–Sí.

–¿Y qué dice?

–”No quiero romper tu familia”.

–Claro –sonrió con sarcasmo–. Pero llama. Y concertáis citas.

–¡Basta, Antón! –golpeó la mesa–. ¡He visto cómo brillabas tras ese viaje! ¡Cómo sonreías al leerle sus mensajes!

Bajó la cabeza. Era inútil. Sí, estaba enamorado. Aquel vértigo olvidado en veintidós años.

–¿Y ahora? –preguntó ella.

–No sé.

–Yo sí –lo miró fijo–. Debes elegir.

–Terri…

–Escucha. No me aferraré a ti. No habrá dramas ni revisaré tu teléfono. Pero así no viviré.

Lavaba platos con movimientos bruscos.

–Te doy una semana –dijo sin volverse–. Luego me dirás con quién quieres estar.

–¿Y si elijo a ella?

Se paralizó con un plato en mano:

–Entonces divorcio.

–¿Tal vez debemos intentar…?

–¿Qué? ¿Fingir?
Pasaron los meses y Nicolás finalmente entendió, con una claridad que le dolía como un puñal, que aquella pasión fugaz no valía la soledad eterna que ahora cargaba sobre sus hombros.

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MagistrUm
La cena que llevó al divorcio