La cena culminó en un divorcio

La cena terminó en divorcio.
—¿Pero tú te has vuelto loco? —Ana Isabel arrojó la servilleta sobre la mesa, haciendo tambalear la copa de vino y casi derramándola—. ¿Invitar a ella aquí, a nuestra casa?

—Teresa, cálmate —Carlos se ajustó nervioso la corbata—. No ha pasado nada grave. Una simple reunión de trabajo.

—¿Reunión de trabajo? —la voz de Ana Isabel subió una octava—. ¿A las diez de la noche? ¿Con champán y velas?

—Discutíamos un nuevo proyecto…

—¿Qué proyecto, Carlos? ¿Con esa… con esa Andrea?

Carlos desvió la mirada. En la mesa aún estaban los platos del cocido que preparó con esmero para agradar a su mujer. Todo se arruinó por una llamada imprudente.

Ana se levantó y comenzó a pasear por la cocina. A sus cuarenta y tres años parecía más joven. Delgada, cuidada, siempre pendiente de sí misma. Carlos solía decir a los amigos que tuvo suerte con su esposa.

—Escúchame con atención —se plantó frente a él con las manos en las caderas—. No soy tonta, aunque tú me tomes por una. Esa chica te llama cada día, llegas tarde del trabajo y hueles a su perfume.

—Teresa, exageras…

—¿Exagero? —sacó su móvil—. ¿Y esto qué es? ¡Quince llamadas perdidas solo hoy!

Carlos palideció. Olvidó que Ana ve sus notificaciones por la cuenta familiar compartida.

—Llamaba por trabajo…

—¡Por trabajo! —soltó una risa amarga—. ¿Los sábados, domingos, a medianoche? ¿Qué trabajo es tan urgente?

Él callaba, jugueteando con el tenedor. Veintidós años de matrimonio y nunca la vio así. Incluso con apuros económicos o cuando enfermó su madre, Ana mantuvo la dignidad. Ahora rozaba el descontrol.

—Carlos —su voz bajó, pero el dolor era audible—. Veo lo que ocurre. Estás enamorado de ella.

—No —negó, pero sonó falso hasta para él.

—¡No me mientas! ¡Ni a ti mismo! Te conozco desde hace veintidós años. Te iluminas cuando llama. Tus ojos brillan al ir al trabajo. Pero al volver a casa…

Ana no terminó, pero él comprendió: llegaba taciturno, irritable. La casa le parecía aburrida comparada con la oficina habitada por Andrea.

—Hablemos con calma —rogó él.

—¿De qué? —se sentó frente a él—. ¿De cómo has cambiado? ¿De que ya no me ves? ¿De que no conversamos de verdad desde hace un mes?

Carlos la observó detenidamente. ¿Cuándo preguntó por su día? Todos sus pensamientos eran para Andrea.

—¿Es joven? —susurró Ana.

—¿Qué importa eso?

—¿Cuántos años tiene?

—Veintiocho.

Ana asintió, confirmando su peor temor.

—Entiendo. Yo tengo cuarenta y tres. Te parezco vieja.

—Dices tonterías.

—¿Tonterías? —se acercó al espejo del recibidor—. Mírame. Estas arrugas junto a los ojos. Estas canas que tiño cada mes. Ella es joven, hermosa, sin hijos ni problemas.

—Nosotros no los tuvimos —recordó él.

—No —aceptó ella—. Es mi culpa. No te los di.

—Teresa, no empieces…

—¡Es necesario! ¡Por fin! Me siento culpable hace quince años. Cada vez que veo niños pienso: ¿me culpa Carlos? ¿Querrá irse con una que sí le dé hijos?

Él intentó abrazarla, pero ella retrocedió.

—No me toques. Responde con sinceridad: ¿la amas?

El silencio se extendió. Carlos miraba el suelo. Ana aguardaba. En la cocina tictaqueaban las viejas manillas compradas en su tercer aniversario.

—No lo sé —dijo al fin.

—¿No lo sabes o no te atreves?

—Teresa, es complicado…

—Para mí no —apoyó las manos en la mesa—. O me amas a mí o a ella. No hay término medio.

Carlos se desplomó en la silla contigua. Su mente era un caos. Por un lado, su esposa, con quien vivió sus mejores años. Quien le apoyó al montar su negocio; creyó en él. Por otro, Andrea, que entró en su vida hace seis meses y lo trastornó.

—¿Qué sientes cuando está cerca? —continuó Ana—. ¿Qué te ocurre?

—Me… siento joven —confesó—. Como si volviera a tener veinticinco.

—¿Y conmigo?

—Como un esposo.

—¿Eso es malo?

—No, pero… me aburro.

Ana asintió, como si resolviera su mayor incógnita.

—Así que soy una carga.

—No. Eres una buena esposa. La mejor.

—Pero no la amada.

Carlos calló. ¿Qué decir? ¿Que la amaba de otro modo? ¿Que la respetaba, aunque su corazón acelerara con Andrea?

—Sabes —Ana comenzó a recoger la mesa—, te comprendo. Vivimos muchos años juntos. La rutina consume; falta romanticismo. Y aparece una j
La cena que debía ser una noche familiar normal terminó en divorcio, y Nicolás nunca supo quién de los dos había tomado la decisión correcta. El destino los llevaría por caminos separados donde ambos aprenderían que las segundas oportunidades rara vez sanan las heridas del orgullo y la desconfianza.

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La cena culminó en un divorcio