¡Ay, Carmen Ruiz! ¿Pero qué estás haciendo? —gritaba Dolores García, agitando un papel arrugado en el aire—. ¿Cómo que no se puede vivir aquí? ¡La casa está construida! ¡Ahí está!
—Pero no tiene los documentos —respondió tranquilamente la funcionaria tras el cristal, sin levantar la vista del papeleo—. Sin papeles, aunque construyas un palacio de oro, no puedes habitarlo.
—¡Pero qué documentos ni qué nada! ¡El terreno es nuestro, usamos el dinero de la ayuda familiar, pedimos un crédito! ¡Todo legal! —Dolores golpeó el mostrador con el puño, haciendo temblar los cristales.
—Cariño —dijo Ana López, apartando por fin los documentos y mirándola por encima de las gafas—. El terreno es tuyo, eso sí. Pero, ¿dónde está el permiso de construcción? ¿El proyecto aprobado? ¿El acta de finalización?
Dolores sintió que las piernas le flaqueaban. Se dejó caer en una incómoda silla de plástico.
—Nos dijeron que para una casa particular no hacía falta trámites… Los vecinos construyeron sin tantos proyectos…
—¿Y cuándo fue eso? —resopló la funcionaria—. Las leyes cambian, cielo. Ahora sin papeles no hay nada que hacer.
Dolores salió del ayuntamiento como aturdida. Afuera, una llovizna fina y molesta se colaba hasta el alma. Subió a su viejo coche y sacó el móvil.
—¿Javi? Javi, hijo… —su voz temblaba—. Ven, por favor. Hay un problema…
Javier llegó una hora después y encontró a su madre sentada en las escaleras de su nueva casa. La casa, la verdad, era preciosa: dos plantas, ventanales grandes, tejado impecable. Dolores había ahorrado toda su vida para ella, vendió su piso en la ciudad, usó la ayuda familiar y pidió un préstamo.
—Mamá, ¿qué pasa? —su hijo se sentó a su lado—. ¿Por qué no estás dentro?
—Porque no puedo —respondió Dolores con amargura—. Resulta que no se puede vivir aquí. La casa no está legalizada.
Javier frunció el ceño.
—¿Cómo que no está legalizada? La hiciste con una constructora. Ellos debían…
—¡Debían, pero no lo hicieron! —estalló Dolores—. ¡Nos engañaron, Javi! Dijeron que ellos se encargarían de todo, pero solo se llevaron el dinero y desaparecieron. Ahora no contestan al teléfono.
Javier sacó un cigarrillo y lo encendió. Su madre lo miró con desaprobación.
—Javi, deja ya esa porquería. Te vas a fastidiar la salud.
—Ahora no es momento, mamá. Cuéntame bien, ¿qué te dijeron en el ayuntamiento?
Dolores suspiró y se ajustó el pañuelo en la cabeza.
—Dijeron que había que pedir el permiso de construcción antes. Y aprobar el proyecto. Y mil papeles más. Pero esos albañiles, los de Construcciones Roca, me juraron que lo harían todo. Y yo, tonta de mí, les creí…
—¿Tienes contrato con ellos?
—Sí. Pero no dice nada de los trámites, solo de construir la casa.
Javier inhaló el humo y lo soltó lentamente.
—Mira, mañana vamos al abogado. A ver qué se puede hacer. Quizá no esté todo perdido.
Al día siguiente, estaban en el despacho de una abogada, una mujer joven con ojos cansados que revisaba los documentos.
—Verán —dijo, apartando los papeles—, la situación es complicada, pero no imposible. La casa está construida, eso es un hecho. El terreno es suyo, también. Pero ahora hay que legalizarla a posteriori.
—¿Eso se puede? —preguntó Dolores con esperanza.
—Sí, pero lleva tiempo y dinero. Primero hay que encargar un plano técnico. Luego presentar los papeles para legalizar la construcción ilegal. Puede tardar un año o más.
—¿Y cuánto cuesta? —Javier se inclinó hacia adelante.
—Pues… —la abogada dudó—, unos quince mil euros. Quizá más si hay complicaciones.
Dolores se llevó las manos a la cabeza.
—¡No tengo ese dinero! ¡Lo gasté todo en la casa!
—Entonces solo queda esperar a que les obliguen a derribarla —dijo la abogada secamente—. Tarde o temprano les tocará.
Esa noche, Dolores estaba en la cocina de su vieja casa, la que iba a derribar al mudarse. Bebía té de una vajilla heredada de su abuela.
—Mamá, no te angusties —Javier le acarició el hombro—. Encontraremos el dinero. Saldremos de esta.
—¿De dónde, hijo? Tú tienes tu familia, la hipoteca. Y yo con mi pensión miserable…
Llamaron a la puerta. Era la vecina, doña Rosario.
—Dolores, ¿estás? —entró sin esperar respuesta—. Oí lo de tu casa.
Dolores asintió sin mirarla.
—Sí. Resulta que la hicimos sin papeles. Ahora o pagamos un dineral o la tiran.
Doña Rosario se sentó y se sirvió té.
—¿Sabes que a los Martínez les pasó lo mismo? Y a los Gutiérrez. También usaron esa constructora.
—¿En serio? —Javier se sorprendió—. ¿O sea que los estafaron a propósito?
—Quién sabe —encogió los hombros—. Quizá ni ellos sabían lo de los trámites. O no quisieron molestarse. Solo querían cobrar.
—¿Y qué harán los Martínez? —preguntó Dolores.
—Lo que pueden. Pagan un crédito por una casa que no pueden habitar. Don Antonio, con sesenta años, trabaja de repartidor. Y Lola llora cada día. Dice que mejor haberse quedado en su pisito viejo.
Dolores no pudo dormir. Pensaba en todo lo que había soñado: un huerto, flores, que sus nietos vinieran en verano… ¿Y ahora qué?
Al día siguiente, Lola Martínez fue a verla.
—Dolores —dijo nada más entrar—, luchemos juntas. Entre varias es más fácil.
—¿Cómo?
—Si nos estafaron a todos, pues denunciamos juntos. Contratamos un abogado común. Sale más barato.
Para la noche, Lola ya tenía noticias:
—¡Dolores, hay más! Esa empresa hizo veinte casas ilegales. ¡Todos en el mismo barco!
Algunos querían pelear, otros se rendían. Pero Lola descubrió algo:
—Hay un programa de la junta para ayudar a víctimas de estafas inmobiliarias. Podrían pagarnos la mitad de los trámites.
Dolores no lo dudó:
—Vamos a luchar.
Pasaron meses de papeleo, viajes y nervios. Hasta que, al fin, la comisión dio el visto bueno: el estado pagaría la mitad.
—¡Lo conseguimos! —gritó Dolores a sus vecinos.
Seis meses después, por fin tuvo el papel que legalizaba su casa. Esa misma noche, se mudó. Javier la ayudó.
—Mamá, ¿cómo te sientes? —preguntó al terminar.
Dolores sonreía en medio del salón.
—Hijo, lo importante no es que la casa sea bonita, sino que aprendí que, si no te rindes, siempre hay salida.
Su nieto Lucas corría por las habitaciones, emocionado.
—Abuela, ¿puedo invitar a mis amigos? ¡Para enseñarles mi cuarto!
—Claro, cariño. Ahora esto es nuestro hogar.
Esa noche, Dolores tomó té en el porche, mirando el atardecer. Poco a poco, las luces se encendían en las casas de sus vecinos, que también iban solucionando sus problemas.
La casa estaba