La casa donde habita el otoño

**La casa donde flota el otoño**

Cuando Marta supo que su madre había muerto, no lloró. Simplemente apagó el móvil, se puso los guantes y se sentó en la escalera, entre el tercero y el cuarto piso, donde la bombilla parpadeaba como un corazón exhausto y las paredes estaban marcadas con números ajenos y fragmentos de palabras. Nadie subía, nadie bajaba. Solo su respiración, entrecortada y pesada, y el leve rumor de las tuberías rompían el silencio. El aire se volvió espeso, casi pegajoso, como si el mundo se hubiera detenido por un instante, presionándola contra el frío hormigón mientras le susurraba: «Recuerda este momento — es más importante que todo».

No habían hablado en cinco años. Desde aquella noche de invierno en que su madre, con la tercera copa de vino en la mano, la miró con una mirada desvaída y le dijo: «Siempre eliges mal». No era un reproche, sino un cansancio, como un suspiro después de mucho callar. Marta, por primera vez, se eligió a sí misma. Se fue. Alquiló una habitación en otra ciudad. Empezó de nuevo. No hubo gritos ni peleas, simplemente la conexión se rompió. El silencio se convirtió en su compañero, pesado como una manta vieja que no se tira pero tampoco abriga. Lo impregnó todo: las navidades, las enfermedades, los cumpleaños olvidados.

Fue una vecina quien llamó a la funeraria. Su voz sonaba cansada, casi ajena: «Ella decía que, pasara lo que pasara, tú vendrías». En su tono había compasión mezclada con un suave reproche, como una mirada imposible de evitar. Como si supiera más de lo que decía y hubiera visto todo lo que ocurría tras esas paredes.

La casa la recibió con un frío silencio en el que parecía esconderse alguna sombra. La puerta crujió al abrirse, como si su madre aún la sostuviera desde el otro lado, no con rabia, sino con una esperanza callada o un reproche. En el recibidor olía a otoño: a manzanas, a hierba seca, a algo vagamente familiar. Un aroma vivo pero atravesado por el vacío, como el eco de un calor perdido. Todo seguía en su sitio: su taza de la infancia con el borde astillado, la pila ordenada de revistas, la manta del sofá doblada con la misma meticulosidad de hacía veinte años. Solo el polvo lo cubría todo con un manto uniforme, como nieve, testigo de días en los que nadie vivía, pero que seguían esperando.

En el dormitorio, Marta encontró una caja con la palabra «Guardar» escrita arriba. Simple, de cartón, un poco deformada por la humedad. Dentro, había cartas. No de ella, sino para ella. Nunca enviadas. Atadas con un cordel, escritas con la letra pulcra y temblorosa de su madre. Cada mes, su madre escribía. En trozos de papel, en postales viejas, en formularios con sellos descoloridos. Hablaba de sí misma. De la casa. De cómo la echaba de menos. De cómo le dolían las rodillas. De cómo florecía el cerezo junto a la valla. A veces, de cómo se enfadaba, no entendía, no podía perdonar. Otras, de cómo temía que Marta no regresara nunca, que solo quedara aquella caja. Las cartas eran un diálogo con el vacío, una conversación que su madre sostenía sola. Marta las leyó, y con cada línea, sus manos temblaban más. En aquellas palabras estaba todo lo que nunca se dijeron. Todo lo que quizás ya no podía arreglarse. Pero existía.

Se quedó en la casa cuatro días. No por necesidad, sino por una urgencia interna de terminar lo inacabado. Reorganizó la leña en el cobertizo, vieja y húmeda pero aún útil. Selló las grietas de las ventanas, cuyos marcos crujían pero resistían. Encontró en la despensa la receta de su madre para la mermelada de manzana con un puñado de menta, y la coció en una olla vieja con margaritas descascaradas en el borde. La mermelada burbujeó, llenando la cocina de un aroma denso y cálido que era más que un simple olor: era memoria.

Revisó las pertenencias. Era extraño cómo las telas guardaban el calor de quienes ya no estaban. Manteles planchados, toallas ordenadas, servilletas con bordados. Cada contacto era un paso atrás, hacia la infancia. Los vecinos trajeron llaves, algunos papeles, cartas viejas. Se mantuvieron en silencio, sin palabras de más, como si entendieran que el silencio era ahora el único idioma. Como si supieran que en la casa aún resonaba una voz que ya no existía.

Al quinto día, Marta volvió a guardar las cartas en la caja. Se abrochó el abrigo. Se anudó la bufanda, evitando mirarse en el espejo, temerosa de no ver su reflejo, sino el de ella. En el recibidor hacía frío, y el silencio se alargaba como un hilo, absorbiendo cada uno de sus pasos. Antes de salir, se detuvo junto a la ventana. Permaneció allí. Memorizó. No con los ojos, sino con el corazón, con el olor, con la luz. El crujir del suelo bajo sus pies. El golpeteo del radiador. La cortina que temblaba con la corriente.

Cuando cerró la puerta, le pareció que la casa exhalaba. Como si la tensión acumulada durante años por fin cediera. No desapareció, solo se disolvió, dejando espacio a un vacío en el que se podía respirar.

Y por primera vez en muchos años, Marta no sintió culpa. Solo un calor. Callado, profundo, sin palabras. Como si su madre la hubiera escuchado. Y la hubiera perdonado, incluso antes de que volviera.

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La casa donde habita el otoño