**LA CASA DEL ÁRBOL**
El viejo nogal se alzaba torcido pero firme en el patio de la escuela rural de San Bartolo. Nadie recordaba cuándo lo habían plantado, pero todos decían que era “más viejo que el cura del pueblo”.
Miguel, el conserje, lo cuidaba como si fuera un abuelo de corteza y hojas. Cada otoño, recogía las hojas con esmero, y en primavera, revisaba que no quedaran clavos oxidados de viejos columpios o tablones abandonados.
—Este árbol ha visto más juegos que años tiene el director —solía murmurar.
En la primera semana de clases, llegó Valeria, una niña de nueve años recién llegada al pueblo. Callada como un susurro, se quedaba en un rincón del patio, dibujando en su cuaderno. Miguel la observó.
—¿No juegas con los otros? —preguntó.
—No me conocen —respondió ella, sin alzar la vista—. Y no sé si quiero que me conozcan.
Miguel no dijo más, pero esa misma tarde empezó a trabajar en secreto. Con tablones viejos, cuerdas y herramientas prestadas, subía al nogal cada día después de clases, añadiendo poco a poco una baranda, una ventana, un banquito.
En una semana, entre las ramas más bajas, había surgido una pequeña casa del árbol.
Al llegar Valeria una mañana, Miguel la llamó:
—Ven, tengo algo que enseñarte.
Ella lo siguió con recelo. Al ver la puerta de madera escondida entre las hojas, se le escapó un suspiro.
—Es para ti… si quieres —dijo él—. Aquí puedes dibujar, leer o soñar. Nadie subirá sin tu permiso.
Valeria entró, dejó su cuaderno sobre el banco y miró por la ventanita redonda. Desde ahí, el mundo parecía más pequeño, más tranquilo.
Poco a poco, empezó a invitar a otros. Primero a una compañera que le prestó unos lápices. Luego a un niño que le enseñó a hacer barquitos de papel. La casa del árbol se convirtió en un refugio de risas y amistad.
Una tarde, una tormenta azotó el pueblo con furia. Las ramas del nogal se sacudían como si quisieran escapar. Miguel, con el corazón en vilo, corrió al patio para asegurarse de que la casa aguantara.
Valeria apareció empapada bajo la lluvia.
—¿Está bien? —gritó contra el viento.
—Creo que sí, pero mejor no subas —respondió él.
Cuando la tormenta pasó, la casa seguía en pie, aunque el techo estaba dañado. Miguel respiró aliviado, pero antes de que pudiera repararla, los niños se organizaron. Trajeron cartones, telas, pintura y, entre todos, reconstruyeron el refugio.
En una pared, Valeria pintó con letra clara:
*”Aquí siempre cabe uno más.”*
Con los años, la casa del árbol vio pasar generaciones. Miguel envejeció, y Valeria creció, se fue a la ciudad y se hizo arquitecta.
Diez años después, regresó al pueblo para visitar a su abuela. Pasó por la escuela y vio el nogal, aún firme, con la casa algo desgastada pero entera.
Encontró a Miguel sentado en un banco.
—Sabía que volverías —dijo él, con una sonrisa cansada.
—Vine a agradecerte —respondió ella—. Aquí fue la primera vez que sentí que pertenecía a algún lugar.
Miguel la miró con orgullo.
—No era la casa, Valeria. Eras tú. Solo necesitabas un lugar para descubrirlo.
Ese día, Valeria prometió que, dondequiera que fuera, construiría espacios donde la gente se sintiera segura.
Porque la casa del árbol no era solo madera y clavos. Era la prueba de que un gesto pequeño puede cambiar una vida entera.