**LA CASA DEL ROBLE**
El viejo roble estaba torcido, pero seguía en pie en medio del patio de la escuela rural de Villarreal. Nadie recordaba cuándo lo habían plantado, pero todos decían que era “más viejo que el cura del pueblo”.
Luis, el conserje, lo cuidaba como si fuera un abuelo de corteza. Cada otoño recogía sus hojas con esmero y, en primavera, revisaba que las ramas no tuvieran clavos oxidados de viejos columpios o tablas abandonadas.
Este árbol ha visto más recreos que años tengo yo solía comentar.
Un día, en la primera semana de clases, llegó Lucía, una niña de nueve años recién llegada al pueblo. No hablaba mucho y siempre se quedaba en un rincón del patio, dibujando sola en su cuaderno. Luis se fijó en ella.
¿No juegas con los otros? le preguntó.
No me conocen respondió sin levantar la mirada. Y no sé si quiero que me conozcan.
Luis no insistió, pero esa misma tarde empezó a trabajar en algo. Usó maderas viejas, cuerdas y herramientas prestadas. Cada día, después de que los niños se marchaban, trepaba al roble y añadía un nuevo detalle: una barandilla, una ventanita, un pequeño banco.
Al cabo de una semana, había construido una casita en el árbol, escondida entre las ramas más bajas.
Cuando Lucía llegó una mañana, Luis la llamó:
Ven, quiero enseñarte algo.
Ella lo siguió con recelo. Al ver la puerta de madera entre las ramas, se quedó sin palabras.
Es para ti si quieres dijo él. Aquí puedes dibujar, leer o simplemente estar. Nadie subirá sin tu permiso.
Lucía entró, dejó su cuaderno sobre el banco y miró por la ventana redonda. Desde allí, el mundo parecía distinto: más pequeño, más tranquilo.
Poco a poco, empezó a invitar a otros niños. Primero a una compañera que le prestó unas ceras. Luego a un niño que le enseñó a hacer barcos de papel. La casita del roble se convirtió en un refugio de amistad.
Un día, una tormenta azotó el pueblo con fuerza. Las ramas del roble se sacudían como si quisieran arrancarse. Luis, preocupado, corrió al patio para asegurarse de que la casita aguantara.
Lucía apareció empapada.
¿Está bien? preguntó, casi gritando por el viento.
Creo que sí, pero mejor no subas ahora.
Cuando la tormenta pasó, la casita seguía allí, aunque una parte del tejado se había roto. Luis suspiró aliviado, pero antes de que pudiera repararla, los niños de la escuela se organizaron. Cada uno trajo algo: cartones, telas, pintura, cuerdas. Entre todos, reconstruyeron el refugio.
En la pared pintaron una frase que Lucía escribió con letra clara:
Aquí siempre cabe uno más.
Con los años, la casita del roble vio pasar muchas generaciones. Luis envejeció, y Lucía creció, se fue a la ciudad y se hizo arquitecta.
Diez años después, volvió al pueblo para visitar a su abuela. Pasó por la escuela y vio que el roble seguía allí, con la casita intacta, aunque algo más gastada.
Encontró a Luis sentado en un banco.
Sabía que volverías dijo él, sonriendo.
Vine a darte las gracias respondió ella. Creo que aquí fue la primera vez que me sentí en casa.
Luis la miró con orgullo.
No era la casita, Lucía. Eras tú. Solo necesitabas un sitio donde recordarlo.
Ese día, Lucía prometió que, sin importar dónde estuviera, siempre construiría espacios donde la gente pudiera sentirse segura.
Porque la casita del roble no era solo madera y clavos: era la prueba de que, a veces, un gesto pequeño puede cambiar una vida entera.