Nadie en casa
Me desperté, como de costumbre, sin necesidad de despertador, a las seis y media. En el piso reinaba el silencio; solo en la cocina el frigorífico murmuraba bajo. Me quedé un minuto escuchando ese sonido y estiré el brazo hacia la repisa de la ventana en busca de mis gafas. Al otro lado del cristal empezaba a clarear el día, y los coches cruzaban la calle, salpicando el asfalto mojado.
Antes, a esta hora, ya andaba preparándome para ir a trabajar. Me levantaba, iba al baño, escuchaba cómo el vecino, pared con pared, ponía la radio. Ahora el vecino seguía con la radio, pero yo me quedaba en la cama, preguntándome en qué ocuparía el día. En la teoría llevo tres años jubilado, pero sigo viviendo al ritmo de siempre, por costumbre.
Finalmente me levanté, me puse los pantalones de chándal y caminé hacia la cocina. Puse agua a calentar para el té y saqué de la panera el trozo de barra de pan de ayer. Mientras esperaba, me asomé a la ventana. Séptima planta, bloque de pisos gris, patio interior con columpios. Debajo, aparcado, seguía mi viejo Seat Panda, cubierto de una fina capa de polvo. Pensé, casi sin querer, que debería darme una vuelta por el trastero del garaje, no fuera a estar goteando el techo.
El trastero está en la cooperativa, a tres paradas en metro. Antes pasaba allí media vida los fines de semana, trasteando en el coche, cambiando el aceite, charlando con los vecinos de fútbol o de lo caro que está el gasóleo. Ahora todo es mucho más sencillo: el taller, el cambio de ruedas exprés, las compras por Internet. Pero el trastero no lo abandono. Allí siguen mis herramientas, las ruedas antiguas, cajas de cables, maderas y cosas útiles, como lo llamo yo.
Y la casa del pueblo. Un pequeño chalé en una urbanización a las afueras de Segovia, con su porche estrecho, dos habitaciones y una cocina enana. Cierro los ojos y veo las humedades del techo, las tablas que crujen bajo los pies, el rumor del agua golpeando los canalones cuando llueve. Esa casa la heredamos mi mujer y yo de sus padres. Hace más de veinte años casi cada fin de semana íbamos allí con los niños. Cavábamos el huerto, freíamos patatas, poníamos el transistor encima de una banqueta y la vida parecía sencilla.
Hace cuatro años que mi mujer se fue. Los hijos crecieron, se repartieron por Madrid, se hicieron sus familias. Solo quedaron la casa y el trastero conmigo. Me mantenían atado a algún eje. Aquí el piso; allí, la casa; más allá, el trastero. Cada cosa en su sitio, todo bajo control.
El agua empezó a hervir. Preparé el té y me senté en la mesa. En la silla de enfrente el jersey que ayer doblé. Mientras desayunaba, pensaba en la charla de la noche anterior.
Anoche vinieron mis hijos. Mario con su mujer y el pequeño Carlitos, mi nieto. Lucía y su marido. Tomamos té y hablamos de quién se iba a ir primero de vacaciones. Al poco, la conversación giró como últimamente siempre hacia el dinero.
Mario decía que la hipoteca lo ahogaba, que los intereses están por las nubes. Lucía se quejaba del precio de la guardería, de las actividades extraescolares, de la ropa… Yo asentía; recordaba bien aquellos días de hacer cuentas hasta el salario. Pero entonces ni trastero ni casa tenía. Solo una habitación alquilada y esperanzas.
Entonces Mario, inseguro, me soltó:
Papá, lo hemos hablado con Marta… Y Lucía también está de acuerdo. ¿No crees que podrías vender algo? La casa del pueblo, por ejemplo. O el trastero. Si total, apenas los usas.
Bromeé y cambié de tema. Pero en la cama, durante la noche, aquellas palabras, si total, apenas los usas, resonaban en mi cabeza.
Me acabé el bocadillo, apuré el té y fregué el vaso. Miré el reloj; eran las ocho. Decidí ir a la casa del pueblo. Había que ver cómo estaba tras el invierno. Y de paso… demostrarme algo a mí mismo.
Me abrigé bien, cogí las llaves de la casa y del trastero, y las guardé en el bolsillo del abrigo. En el pasillo, me detuve un instante frente al viejo espejo de marco estrecho. Me vi reflejado: hombre de sienes canosas, ojos cansados, pero aún con cuerpo. No soy un anciano. Me ajusté el cuello del abrigo y salí.
De camino paré en el trastero a recoger algunas herramientas. El candado chirrió mientras lo abría y la puerta, como siempre, requirió un empujón fuerte. Dentro olía a polvo, gasolina, trapos viejos. Había estantes repletos de botes con tornillos, cajas de cables, una cinta de casete con mi letra desteñida. Telarañas en los rincones.
Recorrí los estantes: allí seguía el gato que compré para mi primer coche. Allí, unas tablas bien apiladas algún día iba a fabricar con ellas un banco para la casa; allí siguen. Cogí la caja de herramientas, varias garrafas de plástico y, tras cerrar el trastero, proseguí el viaje.
La carretera hacia Segovia se despejaba tras una hora. Aún quedaban montones de nieve sucia en las cunetas y en algún que otro prado asomaba ya la tierra oscura. La urbanización estaba desierta; era pronto para los de verano. Saludé a la portera, Pilar, que me reconoció y me sonrió desde su abrigo de plumas.
El porche de la casa, como siempre, silencioso antes de la primavera. Valla de madera, puerta torcida. La abrí, pisando hojas secas del otoño.
Dentro, olía a madera y cerrado. Abrí las ventanas para ventilar. Quité la funda a la cama y la sacudí. En la diminuta cocina seguía la olla de esmalte donde antes cocíamos el compot. De un clavo junto a la puerta colgaba un manojo de llaves; entre ellas, la del cobertizo de las herramientas de jardín.
Recorrí la casa lentamente, tocando marcos y pomos. En el cuarto donde antes dormían los niños seguía la litera. En la superior, el oso de peluche, con la oreja pegada con cinta. Recordé al Mario niño, llorando por esa oreja, y yo, sin pegamento, la até con cinta aislante.
Salí al jardín. La nieve casi derretida y los bancales encharcados de negro. El viejo brasero, oxidado, asomaba en la esquina. Me acordé de las barbacoas, de las tardes de té en el porche con mi esposa, de las risas de los vecinos de parcela.
Suspiré y me puse manos a la obra: limpié el sendero de hojas, ajusté una tabla del porche que bailaba, comprobé el tejado del cobertizo. Saqué una silla de plástico vieja para tomar el sol. Ya calentaba más alto.
Miré el móvil. Llamada perdida de Mario anoche. Mensaje de Lucía en el WhatsApp: Papá, a ver si nos reunimos y lo hablamos con calma. No estamos en contra de la casa, pero tenemos que pensar con cabeza.
Pensar con cabeza. Era la frase recurrente últimamente. Que el dinero no esté parado. Que a cierta edad, uno no se machaque con casa y trastero. Que ayude a los jóvenes. Y sí, los comprendo. Pero sentado ahí, oyendo ladrar un perro a lo lejos y sintiendo las gotas cayendo de los canalones, pensar con cabeza quedaba lejano. Había otras razones.
Me levanté, rodeé el jardín, volví a cerrar la casa con llave y emprendí la vuelta.
Para la hora de comer ya estaba en Madrid. Dejé la bolsa de herramientas en la entrada. En la cocina, dispuesto a hacerme otro té, vi el papel en la mesa: Papá, pasamos esta tarde a verte para hablar. M.
Me senté. Así que hoy. Hoy la conversación sería de verdad.
Por la tarde vinieron Mario, Marta y Lucía. Al niño lo habían dejado con los abuelos maternos. Abrí, saludé, y entraron en silencio, como en los viejos tiempos.
Nos sentamos en la cocina. Puse galletas, bombones y el té. Nadie tocó nada. Hablamos de trivialidades, los atascos, el trabajo, el niño. Al rato, Lucía miró a Mario. Él asintió y ella tomó la palabra:
Papá, de verdad, necesitamos hablar. No queremos presionarte, pero tenemos que decidir algo.
Sentí un nudo en el estómago. Asentí, dispuesto a escuchar.
Mario empezó:
Mira, tienes este piso, la casa del pueblo y el trastero. El piso es intocable, claro. Pero la casa… reconoces que ya te da guerra. El jardín, el tejado, la valla. Cada año nos cuesta a todos dinero.
Hoy estuve, dije. Está todo bien.
Hoy sí, intervino Marta. ¿Pero dentro de cinco, diez años? No vas a estar siempre. Perdona, pero tenemos que pensarlo.
Me dolieron esas palabras tan francas, aunque sé que no quiso herir.
Lucía fue más suaves:
Papá, no queremos que lo abandones. Pero tal vez podrías vender la casa y el trastero y repartimos el dinero. Algo para ti, para que sigas bien, y otra parte para Mario y para mí. Así podríamos liquidar parte de la hipoteca. Siempre has dicho que querías ayudarnos.
Es cierto, decía eso en los primeros meses de la jubilación, cuando aún trabajaba a media jornada. Creía que podría hacerlo.
Ya os ayudo contesté. A veces recojo al niño o hago la compra.
Mario sonrió con cansancio:
Papá, no es suficiente. Necesitamos algo serio para respirar. ¿Ves cómo están las cosas? No te pedimos todo. Pero… tienes ahí un patrimonio parado.
La palabra patrimonio sonó extraña en mi cocina. De pronto, como si una barrera invisible se alzara entre nosotros, hecha de números, balances y hipotecas.
Agarré mi taza y bebí el té, ya frío.
Para vosotros es patrimonio dije despacio. Para mí
Buscaba la palabra justa, sin querer dar pena.
son trozos de mi vida. El trastero lo construí con mi padre. Y la casa… allí crecisteis vosotros.
Lucía bajó la mirada. Mario tardó en hablar, más suave:
Lo entendemos, de verdad. Pero casi no vas. Lo sabemos. No puedes solo.
Hoy estuve insistí. Todo está bien.
Hoy replicó Mario. ¿Y antes? ¿En otoño? Papá, en serio.
Silencio. Escuché el tictac del reloj del salón. Vi a mis hijos sentados frente a mí, discutiendo mi vejez como si fuera un plan de reformas. Optimización del gasto, reparto de bienes.
Vale pregunté. ¿Qué proponéis exactamente?
Mario se animó, preparado:
Tenemos ya localizada a una agente inmobiliaria. Dice que la casa está bastante cotizada. El trastero también. Nosotros nos encargamos de todo: visitas, papeles, firmas. Solo tienes que firmar un poder y ya.
¿Y el piso? pregunté.
El piso ni tocarlo, saltó Lucía. Esa es tu casa.
Asentí. Casa. ¿Solo son estos muros? ¿La casa del pueblo era también casa? ¿Y el trastero, donde pasé mil fines de semana?
Me levanté y me asomé a la ventana. Las farolas de la plaza acababan de encenderse. Todo parecía igual que hace veinte años, solo que los niños tenían ahora móviles.
¿Y si no quiero vender? pregunté de espaldas.
Se hizo más silencio aún. Lucía contestó, con cuidado:
Papá, es tu decisión. Nadie va a obligarte. Pero… nos preocupa tu salud. Tú mismo dices que ya te cuesta.
Sí, me cuesta, admití. Pero aún tengo derecho a decidir qué hago.
Mario suspiró:
No queremos pelear. Pero desde fuera, parece que te aferras a cosas, y nosotros cargamos con la incertidumbre. Si te pones malo, ¿quién irá al pueblo?, ¿quién se hace cargo de todo?
Sentí el peso de su preocupación. También pienso en ello: qué será cuando falte. Ellos tendrían que lidiar con papeles, herencias Les supondría un lío enorme.
Me senté de nuevo.
¿Y… y si la casa se pone a vuestro nombre, pero sigo yendo mientras pueda?
Se miraron los tres. Marta frunció el ceño.
Papá, seguiríamos con el problema igual. No podemos ir tanto como tú quieres. El trabajo, los niños
No os pido que vayáis, dije. Solo que me dejéis ir a mí. Cuando ya no pueda, hacéis lo que veáis.
Era mi compromiso: para mí, quedarme con el sitio; para ellos, la tranquilidad legal.
Lucía lo meditó:
Sería una opción Pero, sinceramente, allí nosotros no tenemos más futuro. A lo mejor Eugenio y yo incluso nos mudamos a otra ciudad, donde el piso y el trabajo son mejores.
Me sorprendió, no lo sabía. Mario, por la expresión, tampoco.
No me lo habías dicho, comentó.
Lo estamos considerando, nada más. Para nosotros el pueblo no es lo que era para ti.
Me quedé con esa palabra: futuro. Para ellos, estaba en otra ciudad, otra vida. Para mí, se acotaba a esos sitios que aún podía recorrer. Piso, trastero, casa del pueblo.
Estuvimos un buen rato más dando vueltas. Cifras contra recuerdos, planes frente a memoria. Mario, algo tenso, zanjó:
Papá, llegará el día que no puedas ni mover la azada. ¿Entonces qué? ¿Dejar que todo se caiga?
Sentí un ramalazo de enfado.
¿Eso te parece ruinas? repliqué. Allí os criasteis entre esas ruinas.
Pero crecí dijo. Tengo otras responsabilidades.
Las palabras nos separaban. Lucía quiso suavizarlo:
Sergio, hijo
Pero era tarde. Entendí que hablábamos idiomas distintos. Para mí, ese lugar era mi vida viva; para ellos, un bonito recuerdo.
Me levanté.
Dejadme pensarlo. No hoy. No mañana. Necesito tiempo.
Papá, intentó Lucía no podemos demorar mucho. El mes que viene hay un pago serio
Entiendo, la corté. Pero yo también os pido comprensión. No es vender una chaqueta sin más.
Nos quedamos callados. Luego recogieron. En la entrada, se tomaron su tiempo con los zapatos. Al despedirse, Lucía me abrazó.
De verdad, papá, no es contra la casa. Te echamos de menos.
Asentí sin hablar.
Cuando cerré la puerta se instaló el silencio. Fui a la cocina, me senté entre tazas y galletas a medio comer. Me sentí muy cansado.
Permanecí quieto, sin encender las luces. Afuera las ventanas destellaban. Al rato subí al dormitorio y saqué la carpeta de los documentos: DNI, escrituras de la casa, del trastero. Pasé las páginas hasta el plano del terreno del pueblo.
Un rectángulo minúsculo de cuadrículas. Pasé el dedo despacio por las líneas.
Al día siguiente me fui al trastero. Necesitaba hacer algo con las manos. Dentro hacía frío; abrí de par en par para dejar entrar el sol. Ordené herramientas y decidí deshacerme de parte del trasto: piezas rotas, tornillos oxidados, cablecillos por si acaso.
Mi vecino de trastero, Antonio, asomó la cabeza.
¿A limpiar toca?
Hacía falta, contesté. Mirando qué todavía me vale y qué no.
Bien hecho. Yo ya vendí el mío, el trastero. Para un coche nuevo para mi chico. Ahora sin trastero, pero el hijo agradece.
Callé. Escuetamente, como si fuera vender un abrigo viejo.
Cogí una llave inglesa, pesada, la giré en la mano. Me vinieron imágenes de Mario de pequeño, pidiéndome que le dejara apretar una tuerca. Pensaba que aquel trastero, el coche y la casa serían siempre un vínculo suyo y mío. Pero ese lenguaje, ahora, él ya no lo habla.
Por la tarde, revisando de nuevo los papeles, llamé a Lucía.
Lo he decidido, le dije. Vamos a poner la casa del pueblo a vuestro nombre, a medias con Mario. Pero de momento no la vendemos. Yo seguiré yendo mientras aguante. Después, haced lo que debáis.
Pausa al otro lado.
¿Estás seguro, papá?
Seguro, aunque en realidad sentía que perdía algo esencial.
Bien. Entonces mañana nos sentamos a planear con el abogado.
Colgué y me senté otra vez. Era extraño: agotamiento y, al mismo tiempo, alivio. La decisión ya estaba tomada, no había escape.
A la semana fuimos al notario. Firmamos el traspaso en donación. Sentí el pulso inseguro al rubricar. El notario explicaba todo tranquilo. Mis hijos daban las gracias.
Papá, gracias. Nos ayudas mucho, me decía Mario.
Asentía. Por dentro sabía que no sólo les ayudaba: también ellos me quitaban el peso de preocuparme por el después. Ahora eso quedaba negro sobre blanco.
El trastero lo dejé para mí. Por ahora. Se intuía que esperaban también poder venderlo, pero me mantuve firme: necesitaba ese rincón para no estar todo el día mirando la televisión, y esto sí lo entendieron.
Por fuera, nada cambió. Seguía en el piso, yendo a veces al pueblo, ya como invitado en una casa que, legalmente, no era mía. Pero guardaba las llaves, nadie me impedía usarla.
La primera vez que volví, en un abril luminoso, tuve miedo a la sensación de pertenencia perdida. Pero abrí la verja, crucé el camino habitual y el sentimiento de extrañeza cedió.
Dentro, el mismo olor, la misma cama, el oso de peluche en la litera, la misma mesa de siempre.
Me senté en el banco de la ventana. Un rayo de sol iluminó el alféizar y el polvo. Pasé la mano por la madera.
Pensé en los hijos, sus cuentas de banco, la vida apresurada. Y en mí mismo, que hacía planes a plazos de estaciones, no de años: llegar a la siguiente primavera, volver a preparar la tierra, sentarme una tarde en el porche.
Comprendo que la decisión de vender la casa del pueblo llegará sí o sí. Quizá en un año, quizá en cinco. Cuando ya me cueste venir, la venderán, y tendrán razón.
Pero de momento aquí sigue la casa. El tejado aguanta, las herramientas siguen en el cobertizo, en los bancales verdea el primer brote. Sigo pudiendo agacharme, trabajar la tierra, sentirla en las manos.
Di la vuelta a la casa, observé los huertos vecinos. En uno ya trasplantaban lechugas; en otro se secaban sábanas al sol. La vida seguía, como debe ser.
Comprendí entonces que el miedo no es por la casa, ni por el trastero. Es miedo a no ser útil, ni para los hijos ni para uno mismo. Esos sitios son la evidencia de que aún hago, aún sirvo.
Ahora ese derecho es más frágil. Los papeles dicen una cosa, mis costumbres otra. Sentado bajo el porche, supe que no me lo quita un notario. El derecho existe porque aún guardo la llave y la memoria.
Saqué el termo de té y bebí un sorbo. Sabía un poco amargo, pero no como aquella noche dura de la charla. La decisión estaba tomada, el precio entendido. Cedí una parte de lo mío, pero gané otra: quedarme mientras pueda, en la casa de siempre.
Miré la puerta, la llave vieja, la apreté en la mano. Un día será Mario o Lucía, o quizás extraños, quienes giren ese cerrojo. Meterán la llave, ajenos a tantos recuerdos en ese gesto.
El pensamiento me dejó triste y en paz. El mundo gira, las cosas cambian de manos. Lo importante es vivir en los propios sitios hasta el final, no por la escritura, por el sentimiento.
Me terminé el té, fui al cobertizo por la azada. Al menos quería preparar un bancal. Para mí. No para los que vengan, ni para los hijos que cuentan euros. Para sentir la tierra entre los dedos.
Hundí la azada, la tierra cedió: la primera capa salía oscura y húmeda. Respiré hondo.
La faena fue lenta, dolía la espalda, temblaban las manos, pero con cada surco me sentía más ligero, como si desenterrara mis propios temores.
Al anochecer me senté en el porche. El huerto quedaba listo en hileras, el cielo rosáceo. Un pájaro lanzó su grito.
Vi la casa, las huellas en el barro, la azada contra la pared. Pensé en el mañana, en el futuro. No tenía respuesta, pero sí certeza: ahora mismo, estoy en mi sitio.
Cerré la luz, eché la llave, me detuve un instante en el porche para escuchar la calma. Luego giré la llave. El metal hizo clic.
Me guardé la llave en el bolsillo y caminé por el sendero, esquivando la tierra recién removida.







