Hace un año que los García compraron la finca. A Javier, después de cumplir los cincuenta, le entraron ganas de tener un terreno propio. Además, su infancia en el campo siempre le recordaba la casa de sus padres y el jardín.
La parcela que adquirieron estaba bien cuidada, aunque era pequeña. Pintaron la casita de madera, repararon la valla y reemplazaron la puerta de entrada.
Había suficiente tierra para patatas y otras hortalizas, pero el huerto no era gran cosa: pocos árboles, todos viejos, y ni un solo arbusto. Solo un pequeño rincón de frambuesas.
—No te preocupes, María, con el tiempo lo mejoraremos —le dijo Javier antes de ponerse manos a la obra.
María se movía atareada entre los bancales, asintiendo con su esposo.
De un lado tenían buenos vecinos, aunque venían poco, se preocupaban por sus tierras. Del otro lado, en cambio, había una finca descuidada con una valla torcida y cubierta de hierba.
Esa hierba se convirtió en una molestia para los García durante todo el verano.
—Javi, esto es imposible, toda esa mala hierba se va a apoderar de nuestro jardín —protestaba María.
Javier cogía su azada y se lanzaba furioso contra las malas hierbas. Pero la hierba siempre encontraba alguna fisura por donde colarse.
—María, mira cómo están de bien las perales de los vecinos —observó Javier un día, mirando al huerto abandonado cubierto de hiedra.
—Y observa ese albaricoquero; este año promete buena cosecha —apuntó María, señalando las ramas que se extendían sobre su valla.
—Me gustaría ver a los dueños al menos una vez —suspiró Javier—. Quizás vengan a recoger su cosecha.
En primavera, Javier no pudo resistirse y, después de dejar una manguera al otro lado de la valla, regó los árboles.
Y ahora, aquella hierba… no había escapatoria.
—Podrían al menos cortar la hierba una vez en todo el verano —se quejaba María.
En su próxima visita, los García quedaron sorprendidos por la cosecha de albaricoques. Ya no era raro ver albaricoques en muchas fincas en España, pero en un terreno olvidado…
—Voy a cortar esa hierba al menos —decidió Javier—. No puedo verla consumida por las malas hierbas.
—¡Mira, Javi! —María señaló las ramas sobre su jardín—. Parece que están en nuestro propio huerto.
Javier trajo una pequeña escalera. —Recojamos esos albaricoques antes de que se echen a perder.
—No son nuestros —dijo María con algo de reparo.
—Se desperdiciarían igualmente —dijo él, comenzando a recoger los frutos.
—Quizás podríamos recoger esas frambuesas para los niños —sugirió María—. Ya que hemos cortado la hierba como intercambio.
—Todo aquí parece que nadie lo necesita —dijo Javier—. Esta finca se siente como un huérfano aquí al lado, nadie la cuida.
En el trabajo, durante un descanso, Javier escuchó a sus compañeros camioneros.
—Algún ladrón ya ha sacudido mi albaricoquero dos veces —dijo Carlos, que pronto se jubilaría.
Javier comenzó a sudar. Recordó la reciente cosecha compartida con su esposa.
—¿Dónde está tu finca? —se atrevió a preguntar Javier.
—Por la zona baja, donde está la cooperativa de San Isidro.
—Ah, ya entiendo —Javier suspiró aliviado—. Nosotros estamos en la parte alta.
—Vosotros tenéis cosecha más temprano —dijo Carlos—. Pero la gente roba igual, hasta las patatas se llevan.
—Un cepo podría ser peligroso —le dijeron los otros trabajadores—.
Aun así, Javier llegó a casa preocupado, recordando la conversación. Saber que la finca no pertenecía a su compañero le daba algo de alivio, pero la culpa persistía.
Recordaba cuando niño corría por terrenos ajenos, pero era solo un juego. Pero ahora, con lo de los albaricoques…
Javier había plantado algunos árboles pequeños, y algún día darían fruto. Pero este albaricoquero… qué pena.
—No vendrán —dijo María para consolarlo—. Nadie apareció en un año.
—Me siento como si hubiera hecho algo malo —confesó Javier.
—¿Quieres que tire los albaricoques? —sugirió María—. Aunque ya di la mitad a los niños…
—Déjalo, no pasa nada.
Así, los García pasaron el verano ocupándose de la finca vecina, acabando con la hierba y mirando las peras, esperando a los dueños.
En otoño, recogieron las peras que cayeron y ordenaron su parcela, dejando todo en buen estado.
El invierno pasó y con la llegada de la primavera, volvieron a ver su terreno.
—Me pregunto si vendrán los propietarios este año —dijo María.
Javier suspiró. —La tierra y los árboles son una pena —murmuró.
Llamó a alguien para arar su terreno. Mientras lo hacía, miraba la parcela vecina aún sin cultivar.
—¿Qué me dices si aramos también el terreno vecino? Yo lo pago —dijo Javier.
—Javi, ¿qué estás diciendo? Esa finca no es nuestra —respondió María.
—No soporto verla así.
—¿Vamos a seguir cuidando de la finca ajena? —preguntó María con razón.
—Después de la comida pasaremos por la cooperativa para averiguar de quién es —propuso Javier.
En la cooperativa, una mujer con gafas revisaba un registro.
—¿La dirección es Calle de los Rosales, 45? —preguntó.
—Sí, esa —respondió María—. Al menos que corten la hierba y recojan la fruta. Es una pena.
—Ya no es de nadie. Los propietarios renunciaron —explicó la mujer—. Ahora pertenece al municipio.
—¿Está abandonada entonces? —preguntó Javier.
—Parece que sí. Los dueños eran ancianos y fallecieron. El sobrino más cercano se desentendió.
—¿Os interesa? —preguntó la mujer.
—¿Qué si nos interesa qué? ¿La finca? —interrogó María.
—Sí, podéis comprarla. No cuesta mucho y tiene todos los documentos en regla.
—¿Qué dices, María, la compramos si es legal? —preguntó Javier.
—¿Y podremos encargarnos?
—Podemos arreglarla y pasarla a los niños —aseguró Javier.
—Bien, parece que hemos adoptado una huerta —dijo María riendo cuando llegaron a la finca.
—Es nuestra ahora —decía Javier—. Sacaré toda esta basura. Tengo un remolque, puedo renovar la valla.
Durante el verano, Javier admiraba las copas de los árboles y las flores que su esposa había plantado. La tierra parecía revivir.
—Mira que se ha animado nuestra finca huérfana —decía Javier satisfecho.
Un fin de semana llegaron los hijos: Ana, Juan y los nietos. Los mayores corrieron al coche y la pequeña Claudia quedó admirada ante las flores, mientras su abuelo la fotografiaba.
—A mí me gusta —decía Juan mientras regaba la huerta—. Podemos plantar algunos arbustos.
—Eso lo dejaremos para el próximo año —dijo Javier—. Aquí será bueno dejar campo para que jueguen.
—Les compraré una piscina —prometió Juan.
—Venga, ¿reparamos la valla? —preguntó Juan.
—Claro, ya es nuestra —concordó Javier—. Parece que la finca misma nos pidió unirse a nosotros y, mira, que hay frambuesas ya…