Diario de Noche, 12 de diciembre, Madrid
Hoy ha sido uno de esos días largos en los que toda la casa parece vacía, aunque cada rincón esté en su sitio y nada falte. He pasado mucho tiempo sentada junto a la ventana, mirando el lento oscurecer de la calle Juan Bravo. La farola de enfrente parpadeaba, como si fuera tan perezosa como yo. Por la acera, quedaban huellas escasas de perros y algún vecino apresurado, y, en la distancia, la portera, Carmen, recogía las hojas caídas con su escoba antes de perderse el movimiento y volver la calma.
En el alféizar descansaban mis gafas de montura fina y el móvil viejo, con la pantalla ya rajada. Hoy no ha sonado ni una vez, ni siquiera los típicos mensajes en el grupo de la familia. Solo el tic-tac del reloj de pared, que de tan fuerte parece querer llamar la atención en el silencio.
Cuando me cansé de ver la noche llegar, fui a la cocina y encendí la luz. Qué amarillo y apagado resultó el resplandor de la bombilla. Sobre la mesa me esperaba un bol con croquetas frías, tapadas con un plato. Las había preparado al mediodía, por si acaso venía alguien. Nadie vino.
Me senté, probé una croqueta, la mastiqué a desgana y la dejé. El rebozado se había puesto correoso. Se puede comer, pero, ¿qué placer hay en ello? Me eché una taza de té del viejo hervidor esmaltado, escuchando cómo el agua llenaba el vaso. No pude evitar suspirar, y el sonido salió tan hondo que casi me asustó, como si algo pesado se hubiera sentado conmigo en la banqueta.
¿Por qué me quejo?, me pregunté a mí misma. Estamos todos vivos, gracias a Dios, no falta techo ni comida. Y, sin embargo…
No pude evitar que volvieran a mi cabeza los retazos recientes de conversaciones familiares. La voz de mi hija, Clara, siempre tan tensa últimamente:
Mamá, yo ya no aguanto así con él. Otra vez la misma historia…
Y la voz de mi yerno, Juan, medio en broma, medio con fastidio:
¿Otra vez te está contando cosas? Dile que en la vida uno no puede tener siempre lo que quiere.
Y mi nieto, Diego, que apenas dice sí cada vez que le pregunto cómo le va. Sus respuestas cortas duelen más. Años atrás, podía pasarse horas contándome cosas del colegio, de los amigos. Ahora, claro, ha crecido. Pero aún así
No se gritan delante de mí, no hay portazos. Pero entre palabras se alza un muro invisible, pequeñas punzadas, silencios que nadie reconoce como culpa. Y yo, entre ambos lados, procurando no decir nada de más. Algunas veces siento que todo es por mi culpa: que no he educado bien, que he callado donde tenía que hablar, que he hablado donde era mejor callar.
Probé el té y, quemándome, recordé aquellos inviernos, cuando Diego era pequeño y escribíamos juntos cartas a los Reyes Magos. Él trazaba las letras torcidas: Por favor, que me traigan el juego de construcciones y que mamá y papá no discutan más. Yo me reía, le acariciaba el pelo y le aseguraba que los Reyes todo lo oyen.
Ahora, al recordarlo, siento cierta vergüenza. Como si hubiera mentido a ese niño. Porque sus padres, aunque aprendieron a discutir bajo voz, nunca dejaron de hacerlo.
Llevé el vaso de té a la mesa, la limpié con una servilleta aunque estaba limpia. Después caminé hasta mi despacho pequeño y, bajo la lámpara de mesa, contemplé el papel y el bolígrafo. Ya casi no escribo a mano, todo va por el móvil: mensajes, caritas, notas de voz. Pero ahí estaba la libreta, esperando en su cuadriculado.
De repente pensé: ¿y si escribo una carta? Así, como antes. No para pedir nada material. Un simple ruego, que no sea ni a personas de carne y hueso, cargadas de sus problemas, sino a alguien que, en teoría, no debe nada a nadie.
Me sonreí pensando en la locura de una abuela mayor escribiendo a los Reyes Magos, pero la mano fue sola a por la libreta.
Me senté, ajusté las gafas, cogí el bolígrafo y busqué una página en blanco. Dudé un momento, y comencé: “Queridos Reyes Magos”.
Me tembló la mano y sentí pudor, como si alguien espiase por encima de mi hombro. Miré a mi alrededor: la cama hecha, el armario cerrado, ni una sombra. Nadie.
Pues mejor, me animé en voz baja. Y seguí:
“Ya sé que estas cosas son para los niños, y yo soy ya muy mayor. No quiero pedirles abrigo, ni tele, ni cosas nuevas. Tengo lo que necesito. Solo querría una cosa: que en mi familia hubiera paz. Que mi hija y mi yerno dejaran de discutir, que mi nieto dejara de mirarme como si estuviera lejos, que pudiéramos sentarnos a la mesa sin miedo a que alguien diga algo fuera de lugar. Sé que la culpa es de las personas, no de ustedes, pero tal vez pueden ayudar un poco. Ni siquiera debería pedirlo, lo sé, pero… si pueden, hagan que sepamos escuchar al otro. Con cariño, abuela Carmen”.
Leí la carta. Las palabras me parecieron inocentes y torcidas, como dibujos infantiles. Pero no taché nada. Al contrario, me alivió como si alguien al fin escuchara mi desahogo.
Doblaba el papel, sin saber después qué hacer con él. ¿Tirarlo por la ventana? ¿Meterlo en un buzón? Me sentí ridícula. Me levanté y, recordando que mañana debía ir al supermercado y a Correos a pagar recibos, pensé: lo dejaré en el buzón para los Reyes Magos, como hacen tantos niños en estas fechas. Así me sentiré menos tonta. No soy la única, al menos.
Guardé la carta en el bolsillo de la bolsa, junto con el DNI y los recibos de la luz y el gas. Apagué las luces y me fui a la cama. Costó dormirme: el silencio de la casa resalta en la noche.
Por la mañana salí antes de la hora habitual. En la calle hacía frío, las baldosas resbalaban. Al pasar, saludé a la vecina del tercero, que paseaba su perro Lucio, y cruzamos un par de frases educadas. Seguí apretando el asa de la bolsa.
En Correos había mucha gente esperando para pagar recibos. Me puse al final de la cola, con la carta segura en el bolsillo. Pero no vi ningún buzón para las cartas a los Reyes. Solo los buzones normales, los que tragaban cartas anónimas y sobres de facturas. Dudé. Podía tirar la carta en la papelera, pero no me sentí capaz. Guardé el papel de vuelta en la bolsa y pagué los recibos. Salí al fin, aún con la carta.
En la acera de al lado, un quiosco lleno de adornos, y junto a los juguetes, una caja de cartón con un letrero: Cartas a los Reyes Magos. Pero la dependienta justo retiraba la caja vacía.
Ya terminamos con eso, me explicó al notar mi mirada. Ayer fue el último día, ya no llegan a tiempo.
Asentí, aunque el tiempo, para mí, sobraba. Agradecí, aunque no hubiera motivo, y volví despacio a casa. La carta seguía bien guardada en el bolsillo, como un pequeño secreto cálido, difícil de olvidar y aún más de tirar.
Al llegar, colgué el abrigo y dejé la bolsa sobre la banqueta. El móvil vibró en el bolsillo: mensaje de mi hija.
Mamá, ¿podemos pasar el fin de semana por tu casa? Diego necesita consultar unos libros de historia, ¿te parece bien?
Sentí un nudo en el pecho, que enseguida se deshizo con alivio. Vendrían. No todo iba tan mal. Contesté: Por supuesto, os espero.
Me puse a organizar la compra, preparé caldo y la carta quedó en la misma bolsa, olvidada.
El sábado, tarde, escuché pasos y voces en la escalera. Miré por la mirilla: era mi hija, con bolsas, el yerno con una caja, y Diego con la mochila semicuelga. Qué alto se ha hecho mi nieto, más delgado, esos pelos locos saliendo de la gorra.
¡Abuela! dijo Diego, entrando primero, dándome un beso distraído.
Pasad, pasad, que tengo las zapatillas listas para todos les apuré.
En el pasillo enseguida se llenó de ruido, olor a calle y a dulces recién llevados en la bolsa. Juan se quejaba, como siempre, de lo sucio del portal, Diego dejaba caer las deportivas.
Mamá, no estaremos mucho, que mañana vamos a casa de los padres de Juan, ¿recuerdas?
Sí, sí respondí. Vamos a la cocina, que acabo de preparar sopa.
En la mesa parecía que cada uno buscaba estar lejos del otro. Juan junto a la ventana, Clara a su lado, Diego enfrente de mí. Serví la sopa en silencio, solo el tintinear de las cucharas. Luego, poco a poco, la charla se animó: el trabajo, el tráfico en la M-30, los precios de la fruta… Todo tranquilizador, pero con esa tensión debajo como una corriente.
Diego, ¿no necesitabas los libros de historia? le recordó su madre.
Ah, sí contestó, como si de pronto recordara su propósito. Abuela, ¿tienes algo sobre la Guerra Civil? El profesor dijo que podemos consultar cosas aparte.
Por supuesto me alegré. Ven, que tengo una estantería llena.
Fuimos a mi cuarto, encendí mi lámpara y rebusqué en el estante de arriba. Diego se mantenía cerca, y de pronto me pareció ver en su porte un atisbo de aquel niño preguntón de hace años.
Esta novela está bien le ofrecí un libro gastado. Es amena y real.
Diego lo hojeó.
Gracias, abuela.
Charlamos un rato sobre el instituto; el profesor de historia era normal, pero a veces se pasa. Yo asentí, feliz de oírle contar.
Momentos después, Clara avisó desde el salón:
Diego, que nos vamos en media hora.
Él guardó el libro y se fue.
Cuando se marchaban, el pasillo volvió a llenarse de jaleo: chaquetas, bufandas, llámame, te mando el enlace, no olvides la caja. Les despedí, escuchando el golpe del ascensor, y la casa volvió a su silencio conocido.
De nuevo recogí la mesa, y vi la bolsa en su sitio, la carta bien oculta. Me tentó romperla en pedazos, pero la escondí aún más hondo y cerré la cremallera.
No supe que, mientras yo buscaba el libro, Diego había rozado la bolsa al quitarse la mochila y un trozo de papel asomó. Al leer Queridos Reyes Magos, se quedó inmóvil. No sacó el papel, no entonces. Los mayores rondaban, y todo era algarabía. Pero la imagen del sobre lo acompañó hasta casa.
Aquella noche, solo en su habitación, Diego recordó aquella letra y le pareció cómico, luego raro, luego triste. Su abuela, una señora hecha y derecha, escribiendo a los Reyes Magos.
El domingo, en casa de los otros abuelos, Diego estuvo ausente, mientras los padres hablaban, comía ensaladilla y trasteaba en el móvil. Pero la carta blanca seguía en su memoria.
Dos días más tarde, tras las clases, escribió a mi móvil: Abu, ¿puedo pasar a por más cosas de historia?. Mi sí fue casi inmediato.
Llegó poco después con su mochila, los auriculares puestos. El portal olía a detergente y col lombarda. Le abrí antes del primer timbrazo.
Pasa, Diego, ponte cómodo. Tengo tortitas recién hechas.
Le vi dejar la mochila sobre la banqueta, donde asomaba la carta. Sentí un sobresalto sin saberlo.
Mientras en la cocina andaba yo sirviendo tortitas, él se agachó, como para atarse el zapato, y sacó la carta del bolsillo de la bolsa. Notó su propio pulso acelerarse. Sabía que curiosear no era correcto, pero no se detuvo.
Escondió la carta en el bolsillo de su sudadera y fue a la cocina.
¡Guau, tortitas! dijo, como si nada.
Comimos, hablamos del colegio, del frío madrileño, de las vacaciones próximas. Yo me preocupé por sus zapatos y Diego cambió de tema.
Luego fingió revisar el libro y se marchó, ni antes ni después de la hora habitual.
Solo en su cuarto, sacó la carta y la posó sobre la cama. El papel ligeramente arrugado, la letra cuidada.
Leyó. Al llegar a la frase que mi nieto no me mire como un extraño, se le atragantó el aire. Recordó sus contestaciones vagas, sus monosílabos, las llamadas que apenas contestaba. No era por falta de cariño, sino porque nunca encontraba el momento, porque siempre había algo. Y ella… ella lo sentía.
Acabó de leer. Luego se tumbó, dejó la carta junto a la almohada, y pensó: ¿qué hago ahora? Si se lo cuenta a su madre, empezarán los reproches, si la devuelve a la abuela, ella sabrá que la leyó y será incómodo para ambos.
Esa noche, varias veces pensó en iniciar una charla con sus padres: Oye, y si este año cenamos con la abuela, pero siempre alguien lo interrumpía. Finalmente, se calló.
Esa noche no pegó ojo. La carta, ya en el cajón, le quemaba por dentro.
Al día siguiente, se lo mencionó a su amigo David en el recreo: su abuela escribía a los Reyes Magos. David primero se rió: Vaya tela, mi abuelo solo cree en la pensión. Diego replicó, molesto: No tiene gracia. Cambiaron de tema. Diego se sintió más solo que nunca.
Al final del día llamó el número de mi móvil, pero colgó antes del tono. Abrió el chat de familia, repasó lo último: una foto de una tapa de ensaladilla, un chiste sobre atascos, una invitación al amigo invisible. Nada que saliera del guion.
Se atrevió a escribir: Mamá, ¿y si celebramos la Nochevieja en casa de la abuela?. Pero borró el mensaje antes de enviarlo. Se imaginó la respuesta de su madre: Ya hemos quedado con los padres de papá, Diego.
Cogió la carta, la desplegó una vez más. Entonces, pensó, sin saber de dónde sacaba el valor: No Nochevieja, una cena cualquiera, sin motivo. Bueno, casi sin motivo.
Entró en el salón, donde su madre tecleaba en el portátil.
Mamá dudó en la puerta, ¿y si quedamos todos a cenar en casa de la abuela esta semana? No en plan visita rápida, sino una cena en condiciones. Yo puedo ayudar a cocinar.
Ella lo miró, sorprendida.
¿Tú? ¿Cocinar? Bueno, sería curioso, pero este finde estamos muy ocupados.
En sábado, mejor. Si total, estaríamos en casa
Suspiró, lo miró con atención, como si viera algo nuevo.
Vale, lo hablo con tu padre dijo por fin, sin prometer nada.
Por la noche, Diego escuchó cómo en la cocina sus padres hablaban, medio en voz baja:
Lo pide él dijo Clara. ¿Te imaginas?
¿Para qué? refunfuñó Juan. Lo de siempre, hablar de médicos, la pensión…
También está sola murmuró su madre. Y Diego parece quererlo.
Silencio, luego el acorde de una rendición.
Bueno, el sábado iremos.
Diego sintió haber ganado una pequeña batalla. Faltaba la grande: la abuela.
Al día siguiente, me llamó:
Abuela, el sábado vamos todos a cenar. ¿Voy antes y te ayudo a preparar algo?
Quedó una pausa breve.
Claro respondí. ¿Qué quieres que hagamos?
Lo que tú quieras. Puedo pelar patatas, cortar tomate
Bueno, pues pelar patatas no está mal. Yo te enseño a cortar la ensalada.
El sábado llegó con bolsas de la compra.
¡Vaya! me reí. ¡Pareces que vienes a alimentar a media ciudad!
Mientras sobre contestó Diego.
Juntos pelamos, cortamos, cocinamos. Yo le corregía la posición de los dedos, él protestaba, pero obedecía. Fuera, la tarde caía lenta sobre el barrio de Salamanca.
Abu dijo de pronto mientras cortaba pepino, ¿tú crees en los Reyes Magos?
Me sobresalté tanto que la cuchara tintineó en la sartén.
¿A qué viene eso?
Por nada. Lo hablamos en el cole.
Removí el guiso, cerré el gas, y le miré con cautela.
Creía, de niña. Ahora ya no sé. Igual existen, pero no como en la tele. ¿Por?
Sin más dijo él, rápido. Estaría guay que existieran.
Guardamos silencio. Yo volví a la cocina, él a la tabla de cortar. Ambos sabíamos que detrás de nuestras palabras latía algo no dicho, algo imprescindible.
Al caer la tarde llegaron mi hija y el yerno. Juan venía cansado, pero no tan hosco como otras veces. Clara traía una empanada de carne.
¡Menudo despliegue! rió Juan. Esto es un banquete.
Todo obra de vuestro hijo sonreí. Es un buen pinche.
Anda ya replicó Diego, sonrojado.
Nos sentamos, al principio todos tensos. Pero la comida, como casi siempre, hace milagros. Se soltaron las anécdotas, las reminisencias, hubo risas y hasta una confesión de Clara:
Mamá, perdóname que te tengamos tan abandonada. Vamos siempre de prisa…
Lo sé le respondí baja. No lo tomo a mal.
Diego interrumpió:
Pero se puede, de vez en cuando, hacer esto sin que sea fiesta. Como hoy.
Padre e hija me miraron. Juan asintió sin ironía:
Deberíamos, la verdad.
Clara añadió:
Intentaremos mejorar.
Hablamos luego de estudios, de futuros, de rutinas. Yo escuchaba, preguntaba, no entendiendo todo, pero feliz.
Al despedirse, Clara me prometió otro encuentro, yo accedí encantada. Diego se quedó atrás un instante, miró la libreta del despacho y luego, al salir, se guardó bien la carta en su abrigo. Había decidido que no la devolvería: decía tanto que no merecía guardarla en un cajón.
Abu me dijo antes de irse, si alguna vez quieres algo distinto de nosotros dínoslo. A nosotros. No hace falta escribirlo.
Me sorprendió, y sentí ternura.
Lo haré, Diego.
Se fue. Y el piso volvió al silencio. Recogí la mesa, lavé tazas, recogí migas, y pensé que, aunque los problemas continúen, algo pequeño había cambiado. Como si, al ventilar, el aire se vuelve menos denso.
La carta ya podía estar donde fuera, no importaba. En la plaza, niños hacían muñecos de nieve: uno, con gorro rojo, reía con voz clara hasta mi ventana. Solo rocé el cristal frío y sonreí. No era alegría, solo un poco de alivio.
En el abrigo de Diego, la carta seguiría guardada. De vez en cuando la releería. No como petición a los Reyes Magos, sino como recordatorio de lo que más espera quien cocina para ti y te llama los domingos.
No le contó a nadie del papel. Pero, cuando su madre volvió a decir, no tengo fuerzas para ir a ver a la abuela, él contestó:
Voy yo solo.
Y fue. Sin fecha señalada, solo porque sí. No fue ningún milagro, solo uno de tantos pasos hacia esa paz silenciosa que alguien, hace tiempo, escribió en una hoja de cuadritos.
Cuando abrí la puerta, no pregunté nada.
Pasa, Diego. Te pongo un té.
Y, realmente, con eso bastaba para que la casa se llenara de nuevo de calor.







