La carta que nunca llegó
La abuela Julia permanecía sentada junto a la ventana desde hacía horas, aunque realmente no había gran cosa en qué fijarse. En el patio, la noche caía demasiado temprano y la farola titilaba perezosa, encendiéndose y apagándose sin decidirse. Sobre el empedrado quedaban apenas unos rastros dispersos de zapatos y de patas de gato. Al fondo, María la portera arrastraba su escoba mecánicamente, y tras un minuto, todo volvía al silencio.
Descansaban sobre el alféizar unas gafas de montura fina y el viejo móvil con la pantalla rajada en diagonal. El móvil vibraba alguna que otra vez, cuando en el grupo familiar caían fotos o mensajes de voz, pero hoy guardaba silencio. El piso estaba en calma. El reloj de pared medía los segundos demasiado alto, con tozudez rítmica.
Se levantó para ir a la cocina y encendió la luz. La bombilla bajo el techo apenas derramaba su círculo apático y ambarino. Sobre la mesa, un plato con empanadillas frías, cubiertas por otra plato, aguardaba. Las había cocinado por la tarde, por si acaso alguien venía. Nadie vino.
Se sentó, tomó una empanadilla e hizo ademán de morderla, pero ni siquiera llegó a masticar y la volvió a dejar en el plato. La masa estaba ya dura como una goma. Se podía comer, sí, pero no era agradable. Vertió té en su vaso de cristal desde el antiguo hervidor esmaltado, escuchando el burbujeo lento del agua que parecía gotearle en el pecho. Sin darse cuenta, suspiró y ese suspiro cayó, pesado, sobre el banco, como si se hubiera arrancado del corazón y posado a su lado.
A qué te lamentas, Julia, pensó. Todos vivos, gracias a Dios. Tienes casa, no te falta nada. Y aún así
Y aún así, los retales de conversaciones recientes flotaban en su cabeza. La voz de su hija Clara, tensa como la cuerda de una guitarra:
Mamá, yo ya no puedo con él. Otra vez…
Y la respuesta de su yerno, Daniel, agria y casi burlona:
Otra vez te queja, ¿verdad? Dile tú que en la vida nadie consigue las cosas porque sí.
Y luego estaba Álvaro, el nieto: un “sí” tan breve cada vez que ella preguntaba por sus cosas. Esos “sí” dolían más que cualquier grito. Antes podía pasarse horas relatándole anécdotas del cole, de amigos, de juegos. Ahora había crecido, claro. Pero aún así.
No discutían a gritos ni se lanzaban portazos, no ante ella. Pero unas paredes invisibles se erigían entre frase y frase. Pequeños pinchazos, frases inacabadas, heridas minusculísimas que nadie admitía. Y ella, sentada en el puente entre los dos cauces, cuidando cada gesto para no decir lo inadecuado, no herir sin querer. A ratos pensaba que algo había hecho mal ella misma; que no supo educar o callar a su tiempo.
Pegó un sorbo al té, se quemó y, de improviso, recordó aquella tarde en que Álvaro, siendo pequeño, redactaron juntos una carta a los Reyes Magos. Él, con letras tambaleantes, pidió un tren de madera “y que mis padres no discutan”. Aquella vez ella rió, despeinándole y prometiéndole que los Reyes, por supuesto, escuchaban todas las cartas.
Ahora le daba vergüenza esa memoria, como si hubiera engañado al niño. Porque Clara y Daniel nunca dejaron de debatir, sólo aprendieron a hacerlo en voz baja.
Apartó el vaso de té. Limpiando la mesa, aunque estuviera impecable, notó el absurdo del gesto. Volvió al cuarto de estar y encendió la lámpara de sobremesa. El círculo de luz cayó sobre ese escritorio antiguo, aquel en el que últimamente ni escribía, porque casi todo era mensajes y emojis en el móvil. Pero el bolígrafo seguía allí, entre los lápices, la libreta a cuadros al lado.
Permaneció un rato de pie, mirándolos. ¿Y si…?
La idea era infantil, ridícula, la hizo sonreír al instante, pero se le entibiaron las manos por dentro. Escribir una carta. De las de verdad. No para pedir un regalo. Solo para pedir. Y no a personas, que traen sus propios enredos, sino a alguien ajeno, lejano, que no deba nada a nadie.
Se rió de sí misma. Vieja loca, te ha dado por escribir a los Reyes Magos. Pero los dedos ya buscaban la libreta.
Se sentó, ajustó las gafas temblorosas sobre el puente de la nariz y comenzó a escribir: “Queridos Reyes Magos”.
La pluma vaciló. Qué vergüenza, como si alguien la espiara desde detrás de la puerta. Miró en torno: el cuarto vacío, la cama bien hecha, el armario cerrado. Nadie.
Pues ya está, nada pasa, murmuró y siguió:
“Ya sé que soy mayor y esto es para niños. Pero yo no quiero abrigo ni televisor ni otra cosa. Tengo suficiente con lo que me corresponde. Solo quiero pedir una cosa: haced, por favor, que en mi familia haya paz.
Que Clara y Daniel no discutan, que Álvaro no me mire como a una extraña. Que podamos sentarnos a la mesa sin miedo a decir algo que moleste. Sé que las personas somos las culpables de lo nuestro, que a vosotros no os toca. Pero, tal vez, podríais ayudarnos un poco. Seguro que no debería pediros esto, pero lo hago igual. Si podéis, haced que sepamos escucharnos.
Con cariño, abuela Julia”.
Leyó la carta de nuevo. Las frases le parecieron torpes, casi como dibujos de niños. Pero no tachó nada. Se sintió aliviada, como si por fin hubiese hablado en voz alta.
La hoja crujía entre sus dedos. La plegó con sumo cuidado. Se detuvo un rato sin saber qué hacer a continuación. ¿Tirarla por la ventana? ¿Dejarla en el buzón? Absurdo.
Fue al pasillo a buscar el bolso. Recordó que al día siguiente iría al supermercado y a Correos, a pagar el agua y la luz. “Bueno, la echo con los papeles de las cartas para los Reyes, que ahora ponen hasta buzones en todos lados,” decidió. Así la tontería dolía menos; no sería la única adulta en esas.
Metió la carta en el bolsillo junto al DNI y los recibos, apagó la luz y se tumbó luego en la cama. En el apartamento el reloj continuaba marcando la noche. Dio vueltas entre las sábanas, oyendo el silencio, hasta que se durmió.
Por la mañana salió más pronto que de costumbre para hacer recados antes del almuerzo. Bajo los adoquines, la escarcha chirriaba y por el portal, Carmen la vecina paseaba a su gato atigrado y le saludó con un ¿cómo estamos, Julia?. Intercambiaron un par de frases y Julia continuó hacia Correos, el asa del bolso firmemente cogida.
Había colas. Esperaba para pagar los recibos con la carta todavía doblada entre los dedos. Pero no vio ningún buzón para cartas a los Reyes Magos, solo los de siempre y una vitrina con sellos y sobres.
La invadió una pequeña decepción. Ahí estaba, se dijo, qué cosas se le ocurren. Lanzarla a la papelera parecía fácil, pero no pudo. La volvió a guardar. Pagó los recibos y salió a la calle.
Frente a Correos había un tenderete con figuritas y serpentinas. Una caja de cartón, adornada, tenía el cartel: Cartas a los Reyes. Pero estaba vacía y la vendedora se disponía a retirarla.
Ya no se recogen, le explicó, al ver su mirada inquisitiva. El plazo acabó ayer, ya es tarde.
Julia asintió sin mucho interés. Dio las gracias aunque no había motivo y se encaminó a casa. La carta seguía en la bolsa, como un pequeño secreto cálido del que era incómodo acordarse y imposible de arrojar.
En casa, se quitó los zapatos en el recibidor, colgó el abrigo, dejó el bolso sobre el taburete para luego guardar la compra. Notó el móvil vibrar en el abrigo: mensaje de Clara.
“Mamá, hola. Este sábado pasamos por tu casa, ¿vale? Álvaro preguntó por unos libros de historia antiguos que tienes”.
Sintió una presión agradable dentro, algo que se tensó y luego se deshizo. Vendrían. No todo estaba perdido. Tecleó: Por supuesto, os espero.
Volvió a la cocina, organizó comida, puso a hervir caldo. La carta quedó olvidada en el bolso sobre el banco.
El sábado, ya cayendo la tarde, retumbaron pasos en la escalera y la puerta principal se cerró de golpe. Julia asomó al vestíbulo y distinguió las siluetas familiares: Clara con una bolsa, Daniel con una caja, Álvaro arrastrando su mochila. Había crecido como un junco flaco, la cabeza asomando por encima del hombro.
Hola, yaya, dijo Álvaro, entrando el primero y agachándose torpemente para besarla.
Pasad, pasad, dijo Julia nerviosa. Quitad los zapatos, tengo las zapatillas listas.
El recibidor comenzó a llenarse de voces, olores de la calle, nieve atrapada, y del dulce del paquete que traía Clara. Daniel resoplaba sobre la suciedad del portal, Álvaro se quitaba las zapatillas, chocando la mochila contra el perchero.
Mamá, estamos solo un rato, aclaró Clara, dejando el paquete sobre el suelo. Mañana tenemos comida con los suegros.
Lo recuerdo, lo recuerdo, dijo Julia. Pasaos a la cocina, he hecho caldo.
En la cocina, cada uno se sentó donde pudo. Daniel cerca de la ventana, Clara a su lado, Álvaro enfrente de la abuela. El caldo circulaba con murmullos, solo el chasquido de las cucharas persistía. Lentamente, la conversación viró hacia el trabajo, los atascos, los precios. Las palabras salían suaves, casi mecidas, pero bajo ellas se notaba una corriente tensa.
Álvaro, lo de los libros, recordó Clara cuando las tazas ya estaban vacías, ¿quieres mirar algo de historia?
Ah, sí, respondió él, como sacudiéndose la modorra. Yaya, ¿tienes algún libro sobre la guerra? El profe dice que podemos consultar material extra.
Claro, se le iluminó el semblante a Julia. Arriba tengo toda una colección. Ven, te enseño.
Se metieron juntos al despacho. Julia encendió la lámpara, buscó en la balda más alta tomos de papel ajado.
Mira, dijo apartando volúmenes. Este sobre la guerra civil, este de memorias, este sobre la resistencia… ¿Qué buscas?
No sé… algo que no sea un rollo.
Se situó a su lado, cabizbajo como cuando era niño y todo lo preguntaba. Ya no hablaba, pero los ojos centelleaban algo de interés.
Llévate este, le pasó un libro con la cubierta descolorida. Está escrito con gracia. Yo lo leí de joven.
Él hojeó el libro.
Gracias, yaya.
Charlaron un poco sobre el instituto, sobre su profe de historia, que “es majo, pero a veces se pasa”. Julia escuchaba, asentía, preguntaba detalles. Le bastaba con escuchar.
Al rato, Clara los llamó desde la puerta.
Álvaro, en media hora nos vamos, vete preparando.
Vale, dijo él, guardó el libro y salió al pasillo.
Al marchar volvieron las prisas, bolsas, abrigos, bufandas, los llámame, no lo olvides, te paso el archivo luego. Julia les acompañó hasta la puerta y aguardó hasta que el ascensor se cerró y todo se acalló otra vez.
El silencio se acomodó sobre ella como una manta. Recogió trastos de la cocina. El bolso seguía en su sitio, con la carta en el bolsillo. Buscándola a ciegas, notó el pliegue y por un instante quiso romperla, pero optó por guardarla aun más adentro.
No sabía que, mientras buscaba libros, Álvaro había sin querer golpeado el bolso con el pie y asomaba la esquina blanca del papel. Al ir a recolocarlo vio rotulado: Queridos Reyes Magos y se quedó de piedra.
No la sacó entonces: los adultos revoloteaban y él no se atrevía. Pero la frase se le quedó ardiendo en la cabeza, como un faro raro.
Esa misma noche, al sacar los libros del saco, recordó y pensó que su abuela, tan adulta, escribiera a los Reyes Magos. Al principio le pareció gracioso, después absurdo, al final triste.
Días después, volviendo del instituto, le escribió a Julia: “Yaya, ¿puedo pasarme? Me quedan dudas de historia”. Ella contestó enseguida: Claro, vente.
Acudió con el uniforme, mochila y auriculares, entre el olor a col cocida del descansillo. La puerta se abrió casi antes de tocar el timbre.
Pasa, Álvarito. Quítate el abrigo. He hecho crepes, anunció ella retrocediendo hasta la cocina.
Soltó la mochila justo sobre el taburete. El bolso de la abuela quedaba abierto y el papel blanco sobresalía de nuevo. Sintió el corazón apretarse.
Mientras Julia manejaba sartén y cuchillo, él se agachó fingiendo ajustar la zapatilla y sacó la carta. Sabía que no estaba bien, pero no pudo evitarlo. Guardó el papel en el bolsillo de la sudadera y se fue a la cocina.
Crepes, qué bien, comentó, esforzándose en sonar relajado.
Comieron, hablaron del cole, del invierno, de las vacaciones inminentes. Julia preguntaba si tenía frío, si no se le rompían los zapatos. Él esquivaba las preguntas.
Después, pasando al cuarto, fingió ojear el libro prestado y se marchó a la hora habitual.
Ya en casa, solo en su cuarto, desplegó la carta sobre las piernas. El papel estaba un poco arrugado, los márgenes doblados. La letra de Julia, antigua y curvada.
Leyó. Al principio, le dio vergüenza, como quien escucha por accidente una confesión. Cuando leyó la frase que el nieto no se quede callado como un extraño, se detuvo, repasó la línea. Sintiéndose un nudo en la garganta, pensó en todas las veces que había respondido con monosílabos, no por falta de cariño sino por poca gana, por falta de tiempo, por la desgana de la edad. Y ella lo sentía como una distancia.
Acabó de leer la carta y un peso nuevo, una ternura enorme por la abuela, le hizo querer salir corriendo a abrazarla y decirle que todo iría bien. Pero se contuvo: no quería parecer melodramático.
Se tumbó en la cama, la carta junto a él sobre la colcha, un rectángulo blanco y mudo.
¿Y ahora qué?, pensó. ¿Contarle a su madre? ¿A su padre? Seguramente se reirían, o peor, discutirían con Julia. ¿Devolver la carta y fingir que la había encontrado? Se avergonzarían ella y él.
Quedó pensativo, la cara hundida en la almohada. Las frases repetidas zumbaban: “que el nieto no se quede callado como un extraño”, “que podamos estar a la mesa juntos”. No era una súplica para los Reyes, sonaba como una súplica directa a él.
Esa noche, durante la cena, intentó varias veces sacar el tema: “Mamá, y la abuela…”, pero enseguida alguien cambiaba de tema. Al final, se rindió.
En la noche, la carta en el cajón de su escritorio, pensándolo sin parar.
Un día, en el recreo, contó a su amigo Luis que había hallado una carta de Julia a los Reyes Magos. Luis se echó a reír.
Mi abuelo sólo cree en las pensiones, tío.
No es gracioso, replicó Álvaro serio, sorprendido de su propio tono.
Luis se encogió de hombros y cambió de tema. Álvaro se sintió más solo.
Por la tarde intentó llamar a Julia pero colgó al primer tono. Se metió en el grupo familiar: una foto de lentejas, chistes sobre atascos, una invitación anodina para la fiesta del trabajo. Todo superficial.
Tecló: Mamá, ¿por qué no celebramos el fin de año en casa de la abuela? y lo borró sin enviar, imaginando la respuesta: ¿Estás loco? Ya lo vamos a pasar con los padres de tu padre. Imaginó la discusión.
Pero algo empezó a forjarse. No el fin de año, pensó. Una cena, cualquier día. Sin excusa.
Entró en el salón donde su madre, Clara, tecleaba en el portátil sentada en el sofá.
Mamá, dijo desde la puerta. Oye, podríamos ir a cenar todos juntos a casa de la abuela. No un rato, sino una noche entera, con cena de verdad. Yo puedo ayudar a cocinar.
Clara levantó la mirada, un poco desconcertada.
¿Tú? Cocinando. Eso sí sería novedad. Pero apenas hay tiempo. Papá llega tarde, yo tengo que entregar informes
Puede ser el sábado, insistió él. Total, siempre estamos en casa.
Ella suspiró.
No sé, Álvaro. Tu padre se quejará de querer descansar…
Mamá, le interrumpió, sintiendo algo nuevo y firme, a la abuela le da pena estar sola. Tú misma lo dijiste. Solo una vez. Por probar.
Se sorprendió de oírse tan contundente. Clara lo miró de otra manera, calibrando la propuesta.
Está bien, lo hablaré con tu padre. No prometo nada.
Se fue de la habitación con las mejillas como ascuas, pero aliviado. Había dado un primer paso.
Esa noche oyó a sus padres en la cocina.
Lo pide él decía Clara. ¿Te lo crees?
¿Pero para qué? Otra vez, hablando de dolencias y jubilación.
A ella le hace falta. Y supongo que a él, también.
Silencio y un suspiro largo del padre.
Bueno. Vamos el sábado.
Álvaro volvió a su cuarto, con la sensación de haber cruzado una distancia enorme. Pero la otra parte dependería de la abuela.
Al día siguiente llamó a Julia.
Yaya, hola. El sábado vamos todos a cenar. Quizá yo llegue antes para ayudarte en la cocina.
Dudó un instante la voz al otro lado.
Claro, vente. ¿Qué quieres preparar?
Lo que tú digas. Puedo cortar ensalada, pelar patatas
¡Bueno, bueno! Lo de la ensalada aún no lo habías probado. Aprenderás.
El sábado fue temprano con su madre, bolsas llenas de comida.
Vaya, sorprendió Julia, ¿Esperamos un ejército?
Mejor que sobre, rió él.
Juntos pelaron verduras, cortaron cebollas. Julia corregía cómo sujetaba el cuchillo:
Así no, te vas a cortar.
Que no pasa nada, refunfuñaba él, mientras escuchaba.
La cocina olía a ajo y carne guisada. De fondo sonaba la radio, el patio se oscurecía despacio tras los visillos.
Yaya, preguntó cortando pepino, ¿tú crees en los Reyes Magos?
Julia se sobresaltó tanto que la cuchara tintineó contra la sartén. Un silencio ligero flotó.
¿Por qué preguntas eso?
Él encogió los hombros.
No sé, cosas del instituto. Discutíamos.
Ella removió el guiso, apagó el fuego y le miró.
De niña sí creía. Luego, no sé. Igual existen, pero de otra manera. ¿Por qué?
Por nada, dijo rápido. Haría gracia si fueran de verdad.
Silencio breve. Ella volvió a remover la comida. Álvaro siguió con la ensalada, temblando por dentro. No quiso mencionar la carta. Pero algo se movió entre ambos en esa charla muda sobre lo importante.
Al anochecer, llegaron Clara y Daniel. El padre algo cansado, pero menos agrio. La madre con un bizcocho recién hecho.
Aquí hay comida para una peña rió Daniel.
Culpa de vuestro niño, bromeó Julia. Ha estado conmigo manejando el cuchillo.
¡Eso sí es novedad! rió el padre.
Se sentaron y, al principio, costaba arrancar. Todos vigilaban sus palabras, con el miedo latente a herir. Pero ya se sabe, la comida cura brechas, y pronto la conversación fluyó. Rememoraron historias familiares, bromas antiguas, anécdotas de la infancia. Daniel narraba historias de su trabajo. Julia reía largo rato, cubriéndose la boca por costumbre.
Álvaro observaba, pensando en la carta. Entre las risas y los silencios, imaginó que debajo pasaba otra conversación, la fundamental: la de escuchar de verdad.
En algún momento su madre, al servir el té, dijo:
Perdona, mamá, por visitarte tan poco. Vamos siempre con prisas
No fue excusa; fue confesión. Julia bajó la mirada, jugueteando con la cucharilla.
Lo entiendo, susurró. Tenéis vuestra vida, yo no me enfado.
Álvaro sintió el pinchazo de la verdad. Sabía que sí se apenaba, pero le agradecía que no lo dijera.
Tampoco es para tanto añadió sin pensar. Se puede venir más, aunque sea sin razón.
Los padres lo miraron. Se sonrojó, pero insistió:
Como hoy. Ha estado bien.
Daniel asintió serio y Clara prometió, por primera vez sin evasivas, repetirlo.
Después hablaron de exámenes, de universidades, de cosas del presente que Julia apenas entendía pero en las que quería participar. Al despedirse, volvieron prisas, bufandas, las palabras de rigor.
Mamá, la próxima vez lo organizamos mejor dijo Clara poniendo el abrigo.
Cuando queráis, respondió Julia.
Álvaro se detuvo en la habitación, vio la libreta y el bolígrafo junto al cuaderno vacío. La carta seguía en su bolsillo. No la devolvería. Era suyo el contenido ahora.
Yaya, susurró casi, si alguna vez quieres algo, dilo. No hace falta escribirle cartas a nadie. Solo dilo.
Ella lo miró largo rato. En los ojos, una sorpresa profunda y después ternura.
Lo haré, prometió.
Se marchó. La puerta se cerró y el ascensor descendió haciendo vibrar el suelo.
Julia quedó en silencio. Fue a la cocina, sentándose ante restos de comida y olor a té. Juntó migas con los dedos en el hule.
Sentía una leve dulzura. No era alegría ni euforia, algo calmo, como si alguien hubiera abierto la ventana y dejado entrar aire fresco. Las discusiones no desaparecerían, lo sabía. Daniel y Clara volverían a su tira y afloja, Álvaro tendría sus propios secretos. Pero ese día, alrededor de la mesa, se sintieron algo más cerca unos de otros.
Pensó en la carta. Tal vez seguía en el bolso, tal vez la había perdido, o alguien la habría encontrado. De improviso, comprendió que ya no importaba.
Se levantó y se acercó a la ventana. Bajo la farola, unos niños jugaban, modelando algo en la acera. Un chaval con gorro colorado reía a pleno pulmón, y la risa subía limpia hasta el tercer piso.
Julia apoyó la frente en el vidrio frío y sonrió. No mucho, apenas un gesto, como respuesta a alguna señal lejana pero comprendida.
En el bolsillo de la chaqueta de Álvaro, la carta seguía doblada. A veces la sacaba, leía un par de frases y la volvía a guardar. No como un encargo a los Reyes Magos, sino como un recordatorio de lo que de verdad desea quien te hace sopa y espera tu llamada.
No le contó a nadie sobre la carta. Pero, cuando su madre anunció otra vez el cansancio como excusa para no ir a visitar a Julia, contestó sin aspavientos:
Pues iré yo solo.
Y fue. Sin ocasión, sin excusa. Solo porque sí. No es un milagro. Es solo otro pequeño paso hacia esa paz que alguien, una vez, escribió en un viejo cuaderno.
Julia, al abrirle la puerta, se sorprendió pero no preguntó nada. Simplemente dijo:
Pasa, Álvaro. Justo acabo de poner el agua para el té.
Y con eso bastaba para que la casa volviera a llenarse de calor.







