La carta ajena

**La Carta Ajena**

—Estaba ordenando cosas viejas —dijo Miguel Ángel— y encontré una carta en el desván.
—Recuerdo que le escribías mucho a mamá, sobre todo en fechas especiales —sonrió Irene, observando las nuevas arrugas de su padre.
—Sí, pero esta no es mía. La dirección es rara… Pueblo Arroyos. Hasta el sello está intacto. ¡Y nunca hemos conocido a nadie de allí!

Miguel Ángel se rascó la nuca, tratando de recordar cómo había llegado a sus manos aquella carta. Por eso había acudido a su hija. Y no se equivocó.

—Papá, contaste que cuando yo nací trabajaste en correos, ¿no? Quizá sea de entonces… Porque en Arroyos no tenemos a nadie, eso lo sé bien.
—Hmm —Miguel Ángel clavó la mirada en la pared y, al instante, alzó las manos—. ¡Qué cabeza la mía! Claro. Me rompí la pierna y luego perdí la cartera del correo. Hasta me pusieron una sanción y tuve que pagar el coste. Ochocientas pesetas, como si fuera ayer.
—Vaya. O sea… ¿que él nunca recibió la carta? —preguntó Irene, intrigada.
—¿Quién, él? —frunció el ceño Miguel Ángel.
—Bueno, él… el destinatario.
—¡Ah, no! Era para una mujer —aclaró con una sonrisa.

Padre e hija guardaron silencio. Cada uno en sus pensamientos: Miguel Ángel recordaba su época en correos, una de las más difíciles de su vida, mientras Irene se preguntaba qué decía aquella carta. Hasta intentó iluminar el sobre con una linterna, pero el papel era demasiado grueso para distinguir las letras. Finalmente, rompió el silencia:

—¿Y si la llevamos?
—¿Adónde? —reaccionó al instante Miguel Ángel—. Ya no debe quedar nadie. Han pasado veinte años, seguro que se mudaron o… ya sabes, como pasa.
—¿Y si sí? Vamos a intentarlo. ¡Qué interesante sería! Tal vez cambiaste la vida de alguien —dijo Irene, tomando suavemente el sobre de las manos de su padre—. Te llevo. ¡Mañana mismo!

Al amanecer, Arroyos los recibió en calma. Habían recorrido cuarenta kilómetros bajo un sol estival que les regaló paisajes inolvidables.

Las calles eran desconocidas, pero las señales les guiaron sin problemas. Irene, atenta a los nombres de las calles, conducía despacio, mientras Miguel Ángel observaba todo con curiosidad.

—Ahí está, número 35 —frenó frente a una casa con una verja de madera tallada.

Al golpear, apareció una mujer de unos sesenta años, pelo oscuro entrecano y arrugas amables alrededor de los ojos. Los miró con atención, tratando de reconocerlos.

—¡Buenos días! —habló Irene con energía—. Venimos por un asunto muy peculiar. Hace veinte años, esta carta era para usted, pero por error se quedó con nosotros. La encontramos hace poco y quisimos devolvérsela.

La mujer los estudió con desconfianza.

—¿Qué carta? —preguntó cautelosa.

Irene sacó el sobre amarillento y leyó:

—A nombre de María Dolores Ríos.
—Sí, soy yo —confirmó la mujer—. Pero no recuerdo esperar ninguna carta hace veinte años. ¿Quién la envió?

Tomó el sobre y recorrió la dirección con los ojos. El remitente le era desconocido.

—Pasen, por favor —dijo María Dolores, abriendo la puerta—. Estas cosas no se hablan en la entrada.

Padre e hija intercambiaron miradas antes de entrar. El patio estaba impecable, como si hubiera esperado esa visita toda la vida.

Minutos después, estaban sentados a la mesa. María Dolores sirvió té en tazas delicadas.

—Sirvanse —dijo brevemente.

Con un cortaplumas, abrió el sobre con cuidado. Irene sugirió:

—¿Quiere que la dejemos sola?
—A ustedes también les intriga lo que dice —sonrió María Dolores—. Y la verdad, me da miedo leer esto sola.

Miguel Ángel sorbió ruidosamente su té. Irene le lanzó una mirada reprobatoria, pero la dueña de casa no la notó. Al desplegar la hoja, los ojos de María Dolores se movieron rápidamente. De pronto, palideció y se desplomó en la silla, casi sin aliento. La carta cayó sobre sus rodillas.

Irene saltó, sin saber cómo ayudarla. Dudó en buscar agua en una casa ajena, pero al final fue a la cocina.

—Espere, María Dolores. ¡Traeré agua! ¡Papá, abanícala! —gritó, esquivando muebles desconocidos. Solo una pregunta le daba vueltas: ¿qué decía esa carta?

Al volver con el vaso de agua, encontró a María Dolores algo repuesta, con la carta pegada al pecho.

—Tome, beba —dijo Irene en voz baja.
—Gracias —susurró María Dolores—. Perdonen el susto.
—¡No! Fuimos nosotros… —se disculpó Miguel Ángel, agitando aún la toalla.
—No saben lo que han hecho —los miró fijamente.

Irene clavó los ojos en su padre, preguntándose qué habría desencadenado. Pero él solo encogió los hombros.

—Cambiaron mi vida entera…

María Dolores sostenía la mirada. En sus ojos se mezclaban dolor y resignación.

—Es de la amante de mi marido… —comenzó, eligiendo las palabras con esfuerzo. Irene abrió la boca, sorprendida—. Imagínense, tuvieron un romance y yo ni cuenta me di.
—¿No lo sospechó? —preguntó Irene.
—No. Bueno… intuí algo. Hace veinte años, Antonio y yo discutimos feo. Lo evitaba porque sentía que me mentía. Pero era otra época. Sin móviles, sin mensajes. Él se quedaba bajo mi ventana rogando hablar. Luego supe que estaba embarazada de cuatro meses. Se lo dije… y cambió por completo. Desde entonces, nunca más dudé de él. Hasta hoy.

Su voz temblaba, no de llanto, sino al enfrentar la traición.

—¿Saben lo peor? —miró a sus visitantes—. Que nunca podré mirarlo a los ojos…
—¿Por qué? —preguntó Irene, inocente, hasta que su padre le dio un codazo.

María Dolores continuó:

—Antonio lleva dos años muerto.

Miguel Ángel e Irene cruzaron miradas. No había palabras para consolarla.

Ella les habló de su vida con Antonio: larga, feliz, con dos hijas que ahora eran madres. Pero pensar que, veinte años atrás, otra mujer lo amó y quiso formar una familia con él…

Irene, de veinticinco años, solo había visto giros así en telenovelas.

—Siento que esto no me está pasando a mí —musitó María Dolores, mirando el jardín florecido.

Miguel Ángel tomó la carta de sus manos. El papel, casi transparente por el tiempo, revelaba una frase subrayada con lápiz:

*«Estamos destinados a estar juntos. Perdóname, María Dolores, pero solo conmigo será feliz».*

—Pues no lo estuvieron —dijo Miguel Ángel, notando la confusión en su rostro—. Porque yo nunca la entregué. Quizá el destino quiso que ustedes vivieran felices.

—El destino… —repitió María Dolores, saboreando la palabra—. Tal vez tenga razón, Miguel Ángel.

Él asintió. En sus ojos vio dolor, pérdida, traición… y un extraño alivio. Como si, al conocerse la verdad, pudiera ver con claridad los años vividos con Antonio. Dolidos, pero auténticos.

María Dolores se levantó, tomó la carta y, con manos temblorMaría Dolores dejó caer la carta al fuego, observando cómo las llamas consumían las palabras de un pasado que ya no la atormentaría, y con una sonrisa serena, volvió hacia ellos para compartir, por primera vez en años, la paz que había encontrado.

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