La canción del alma

**Diario de Andrés**

Hoy, al salir del portal me dirigí rápidamente hacia el supermercado. Tenía prisa por llegar antes de que cerraran; no me apetecía cenar sin pan. Frente a la entrada, una niña pequeña, de unos cuatro años, abrazaba a un perrito aún más diminuto que ella.

“Señora, ¿podría comprarle pan a mi perrito?”, susurró la pequeña, mirando con esperanza a una mujer que entraba al local.

“Niña, ¿dónde está tu madre? ¿Qué haces sola a estas horas? ¡Vete a casa!”, respondió la mujer con severidad antes de desaparecer entre las estanterías.

Yo, que lo había observado todo, me detuve. La mirada de la pequeña era triste, desamparada. Al contrario que esa mujer, entendí que no era por el perro. La niña tenía hambre y pedía comida para ella.

“¿Tu perro come pan?”, pregunté acercándome con una sonrisa.

“Sí”, asintió rápidamente. “Aunque le gustan más el chorizo y las golosinas. Pero si tiene hambre, come pan también.”

“Entiendo”, dije con pesar. “Espérame un momento, vuelvo enseguida.”

Dentro, cogí pan, leche, yogur, galletas, dulces y algo de fuet. Mientras esperaba en la cola, recordé mi infancia. Mi madre bebía más de lo debido, y de mi padre ni rastro. Pasé días enteros sin comer, sobre todo cuando ella gastaba su mísero sueldo de limpiadora en alcohol. A veces, al anochecer, revisaba los parques infantiles. Con una linterna, buscaba en los areneros y, a veces, encontraba una galleta o un caramelo abandonado… Recordé mi propia mirada: esa misma desesperación que ahora veía en los ojos de la niña.

Al salir, me acerqué a ella. Quería entregarle la bolsa, pero vi que no podría cargarla con el perrito en brazos.

“Le he comprado comida a tu perro. ¿Vives lejos?”, pregunté.

“No. En ese edificio de ahí”, señaló un bloque de cinco plantas al otro lado de la calle.

“Vamos, te ayudo a llevarlo.”

Su rostro se iluminó de inmediato. Caminó delante de mí, tarareando una melodía que me resultaba familiar.

“¿Cómo te llamas?”, indagué.

“Sofía”, respondió. “Y él es Félix.”

Me contó que vivía con su madre y su abuela, y que había recogido a Félix de la calle. Por un momento, quise creer que me equivocaba. Tal vez su madre solo pasaba apuros económicos.

“Ahí vivo”, dijo señalando una ventana del segundo piso, de donde salía música a todo volumen. “No quiero entrar. Cenaremos aquí, en el portal.”

“¿Y tu abuela está en casa?”, insistí. Eran casi las once, demasiado tarde para que una niña estuviera fuera.

“Sí. Ha cobrado la pensión y están bebiendo en la cocina”, murmuró, frunciendo el ceño.

Me quedé paralizado. La calle estaba desierta. No podía dejarla allí.

“Entra, cierra la puerta de tu habitación, cena y acuéstate. Es tarde y no es seguro.”

Negó con la cabeza y apretó a su perrito con fuerza. La acompañé hasta la puerta y me aseguré de que entrara. Al marcharme, el ánimo me pesaba. Pensé que los tiempos habían cambiado, que los servicios sociales actuarían mejor. Pero no. Todo seguía igual.

En casa, Cristina me recibió enfadada. La cena estaba fría, y ella, embarazada de seis meses, se había preocupado. Al ver mi expresión, insistió en saber qué pasaba. Durante la cena, le hablé de Sofía y de Félix, probablemente su único amigo.

“Hiciste bien en ayudarla”, musitó Cristina con tristeza. “Pero hay muchos niños así. No podemos salvarlos a todos. Pronto tendremos a nuestro hijo, y él será tu prioridad.”

Sabía que tenía razón, pero aquella noche apenas dormí. No esperaba que Sofía me calara tan hondo.

Una semana después, volviendo de pasear, nos detuvimos en el mismo supermercado. Sofía estaba allí otra vez, llorando desconsolada.

“¡Sofía! ¿Qué ocurre?”, me agaché a su altura.

“¡Se lo han llevado! Unos chicos me lo quitaron y se fueron por ahí.”

“¡Espérame aquí!”, grité, corriendo hacia donde señalaba.

En cinco minutos volví con Félix en brazos. Cristina abrazaba a la niña en un banco.

“¡No llores! Ya está aquí”, dijo al verme. “Andrés, no podemos dejarlo así. Tiene un moratón en la mejilla y los brazos llenos de marcas. Dice que su madre ‘la corrigió’ ayer. Voy a llamar a la policía.”

“Llama”, asentí.

“¡Eres malo!”, gritó Sofía abrazándome. “Pensé que eras mi amigo. ¡Devuélveme a Félix!”

Un agente la levantó en brazos para calmarla. Minutos después, el coche se marchó, y yo me quedé sentado, con el perrito.

“Sea como sea, no lo abandonaré”, dije con rabia.

“De acuerdo. Nos lo quedamos”, aceptó Cristina. “Pero en el orfanato estará mejor.”

“¿Y qué sabes tú de los orfanatos?”, espeté. “Perdóname, pero nunca lo entenderás.”

Pasamos el resto de la tarde en silencio. Ella bañó a Félix y se sentó con él. Yo, frente a la ventana de la cocina, con el corazón encogido.

“Andrés, no dejo de pensar en ella”, confesó Cristina más tarde.

“No llores, no es bueno para el bebé.”

“¿Y si… la adoptamos?”, murmuró.

“¿En serio?”, me ilusioné como un niño. “Ni en mis sueños me atreví a pensarlo.”

“¿Y si no nos la dan? Tiene madre.”

“Nos la darán. Tengo contactos.”

Tres meses después, llegué al orfanato. Sofía jugaba en el patio y, al verme, corrió hacia mí.

“¡Andrés! ¿Hoy me llevas a casa?”

“¡Hoy mismo!”, reí feliz.

“¿Y por qué no vino Cristina?”

“Te espera en casa. Tienes un hermanito.”

“¿Y Félix también me espera?”

“Claro. Eres su mejor amiga.”

Volví a casa eufórico. Lo habíamos conseguido. Ahora ella sería nuestra hija. Sabía que no podía ayudar a todos, pero al menos a uno sí.

Ninguno de mis hijos pasará hambre. Ni tendrá que buscar migajas en los parques.

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