Imperturbable
Tras el divorcio y el reparto del piso, Lucía tuvo que mudarse casi a las afueras de Madrid. Le tocó un piso de dos habitaciones que no había visto una reforma en décadas, al menos esa fue su primera impresión. Pero Lucía era de esas mujeres a las que nada asusta, endurecida por años de matrimonio con un marido tiránico.
Antes de comprar ese piso, vio muchas opciones, pero todas demasiado caras. Esta, al menos, le cuadraba.
“Mi abuela vivía aquí”, le explicó la joven agente inmobiliaria. “Mis padres se la llevaron porque está muy enferma, y decidieron vender. A mí me pilla lejos, no me convence. Además, mi padre me prometió ayudarme para comprar algo más cerca de ellos.”
Lucía la observaba mientras la chica continuaba:
“Sé que necesita reforma, pero bueno, el precio es negociable.”
Así que Lucía se quedó con el piso, que prácticamente le suplicaba una mano de pintura. Lo bueno era que su oficina estaba a solo tres paradas de tranvía. Antes, el trayecto le llevaba unos cuarenta minutos.
Álvaro, su exmarido, había sido un verdadero déspota. Se dio cuenta demasiado tarde, cinco años después de casarse, cuando ya tenían un hijo. Pensó en divorciarse tras otra pelea sin sentido. Lucía era hogareña, hacendosa. En su casa reinaban el orden y la calidez, pero cuando Álvaro llegaba bebido, todo salía volando: platos, jarrones, ropa…
“¿Qué haces sentada? ¡Levántate y limpia esto!”, le gritaba cuando pasaba su rabia.
Le encantaba verla limpiar, y el piso no era pequeño. Había comprado el de al lado para ampliar, y Lucía lo había convertido en un hogar acogedor. Cocía con amor, mantenía todo impecable, pero esos arrebatos de furia los soportaba cada vez menos. Tenía suerte de que nunca le hubiera puesto las manos encima.
Al principio ocurrían de vez en cuando, pero con los años se volvieron más frecuentes. Cuando su hijo se marchó a estudiar a Barcelona, decidió divorciarse. Pasó por mucho, pero al fin estaba sola en su piso nuevo. Se aseguró de que Álvaro no supiera dónde vivía. El dinero le alcanzó para la compra y hasta le sobró para la reforma. Se tomó dos semanas de vacaciones para arreglarlo todo.
“Puedo hacerlo yo misma. La fontanería está bien, se ve que la cambiaron hace poco. Empapelar y pintar algo lo haré. Si hace falta, buscaré a alguien por Internet… Aunque mejor poner un techo de escayola primero”, murmuró, mirando el desconchado que tenía sobre la cabeza.
Encontró a un yesista rápido, y en dos días el techo estuvo listo. Compró papel pintado y cola, y se puso manos a la obra con energía, pues esto era para ella. Su amiga Laura la ayudó a empapelar. Al terminar, las dos sonreían.
“Lucía, ¡qué bonito te ha quedado! Luminoso, limpio… Solo falta cambiar el suelo, poner un laminado claro. Se lo digo a mi Pablo, él lo hace fenomenal. En casa lo puso él y quedó genial. Y te saldrá más barato. Él mismo compra el material.”
“Sí, Laura, pero antes de los suelos tengo que pintar los radiadores. No me gustan así, los quiero del color de las paredes.”
“Bueno, me voy a casa, hablo con Pablo. Luego celebramos la casa nueva cuando esté todo listo”, se rio la amiga.
Cerca de su casa había una ferretería pequeña, donde Lucía no había entrado aún. Pero podía comprar la pintura allí, sin ir a una gran superficie. El local estaba medio a oscuras.
“¿Es que ahorran en luz?”, pensó al entrar.
Detrás del mostrador, un hombre removía algo en un bote con gesto ausente.
“Hola”, saludó Lucía, y el vendedor alzó la mirada.
Ella se quedó muda. Era un tipo guapo, pelo rubio y ojos azules, como de actor. Hasta con esa luz mala se veía bien. Y recordó lo que había pensado antes: “¿Qué puede ofrecerme este barrio?” Pues esto.
“Hola, ¿en qué puedo ayudarla?”
“Pintura… ¿Tienen color marfil?”
“¿Qué tipo? ¿Esmalte, al agua…?”
“No sé.”
Él la guió a una estantería, señalando botes mientras explicaba:
“Esta vale para madera, y esta sirve bien para tuberías…”
“Ah, yo quiero pintar radiadores”, dijo ella.
Le entregó un bote, ella pagó y salió casi corriendo. Mientras subía las escaleras, se maldijo por no haber intentado conversación con ese hombre tan atractivo.
“Me pasa siempre. En cuanto alguien me gusta, me pongo nerviosa. Tenía excusa para pedirle ayuda…”
Soñó con pedirle que le echara una mano pintando, pero fueron solo fantasías. Se puso manos a la obra con tal ímpetu que para la noche estaba todo listo.
Durmió en la cocina, donde tenía un sofá-cama provisional, con la ventana abierta de par en par.
“Qué tranquilo es aquí por las noches, nada que ver con el centro”, pensó antes de dormirse. “Mañana termino de pintar la cocina y listo.”
Por la mañana, al coger el pincel, vio que se había secado. Lo había dejado sin limpiar.
“Bueno, toca volver a la ferretería”, pensó, casi contenta de ver otra vez al vendedor.
“¿Qué desea?”, preguntó él con educación.
“No me reconoce”, pensó Lucía, y de pronto soltó: “¿Por qué tienen tan poca luz aquí? Cuesta ver los productos.”
“Pregúnteme, se lo explicaré todo”, respondió él con calma imperturbable.
“Se me secó el pincel.”
“Cómprese trementina.”
Ella pagó y salió, desanimada. Su amabilidad era fría, pero Lucía no se rindió:
“No me conoces, pero te gusto.”
Estaba segura de que volvería a esa tienda, y que encontraría una excusa. Ni siquiera pensó en si estaría casado o con hijos. Algo le decía que estaba libre, aunque rondaba los cuarenta, como ella.
Al tercer día, regresó.
“Hola”, dijo sonriendo, “casi soy cliente habitual”, bromeó.
“¿En qué puedo ayudarla?”
“Dos bombillas de cien.”
Pagó y se fue frustrada.
“¿En serio no me reconoce? Ensayé todo y él como si nada.”
Al cuarto día entró decidida:
“¡Hola! ¿Te acuerdas de mí?”, le cortó antes de que respondiera. “Voy a venir mucho, estoy de reformas y sin ayuda. Oye, ¿por qué no nos presentamos? Yo soy Lucía.”
“Marcos”, contestó él con la misma serenidad. “¿Qué necesitaba?”
“Un espátula.”
Él le mostró varias, explicando con paciencia cuál servía para qué. Ella pagó y salió.
“¿No seré de su tipo?”, caviló, aunque sabía que era una mujer atractiva. “Soy buena ama de casa, hago unos canelones increíbles y hasta saqué matrícula en la uni. Y algo me dice que Marcos es mi media naranja.”
Al día siguiente, volvió.
“Hola, Marcos.”
“Hola.”
“Necesito un rodillo de pintar.”
Lo examinó un momento y salió huraña.
“Que le den. No vuelvo más”, pensó, aunque le dolía.
Casi terminaba su segunda semana de vacaciones. El piso era irreconocible. Quedó con Laura para celebrarlo.
“Podemos vernos después del trabajo. Aquí o en algún bar.”
“Mejor en un bar. Pablo también quiere ir, al fin y al cabo puso el suelo”, rio Laura. “Oye, ¿y qué tal va lo del ferretero de ojos azules?””Al día siguiente, mientras salía del supermercado, escuchó una voz conocida—’Lucía’—y al volverse, vio a Marcos sonriéndole tímidamente, con un ramo de flores en la mano, y supo que su vida en las afueras ya no sería tan solitaria.”