La búsqueda de la felicidad

**La Espera de la Felicidad**

Dicen que esperar la felicidad es mejor que la felicidad misma. Porque mientras la esperas, la imaginas, la sueñas… ya eres feliz. Pero el momento de tenerla es tan breve que ni siquiera lo disfrutas del todo. Tan rápido se vuelve cotidiana, como si nunca hubiera sido algo especial. Y entonces, otra vez, empiezas a esperar…

Marcos lo tenía todo: un piso en Madrid, un Audi en el garaje, un buen sueldo en la oficina y, además, una mujer preciosa llamada Sofía. Se conocían desde el instituto, donde su primer amor floreció contra viento y marea.

Y, por si fuera poco, tenían una hija, Lucía, de cuatro años. Sofía no trabajaba y se quedaba en casa con la niña. A Lucía, su “rayito de sol”, Marcos la adoraba con locura.

¿Qué más podía pedir? Solo disfrutar. Pero el ser humano es así: cuando lo tiene todo, desea aún más.

Con los años, él y Sofía se entendían sin palabras, con miradas o incluso con silencios. La pasión se calmó, pero quedó una complicidad serena.

Por las mañanas, Marcos tomaba su café fuerte, que le esperaba humeante después de la ducha, se ponía una camisa planchada, impecable, le daba un beso en la mejilla a Sofía y se iba al trabajo. Por las noches, la cena caliente. Los fines de semana, barbacoas en la casa de campo de sus padres o tardes de nieve con trineos. No, no se quejaba: la vida le había sonreído. Pocos tenían tanta suerte desde tan jóvenes.

Y sin embargo…

Un día llegó al trabajo una nueva empleada, joven, fresca, con unos ojos negros grandes, como de gacela. Se llamaba Alba. Alba Ruiz. Aquel nombre le sonaba a canción. Quizá eran sus ojos, quizá la curiosidad de algo nuevo, pero Marcos quedó embobado. De pronto, supo que ella era lo que andaba esperando.

Empezó a cruzarse con Alba en el pasillo, en la cafetería, en el bar de la esquina. Y notaba que ella también buscaba esos encuentros.

Una mañana, al llegar al trabajo, esperó en el coche hasta verla aparecer, caminando ligera. Bajó de un salto y, como por casualidad, se encontraron en la puerta. Le abrió la entrada con galantería.

En el ascensor, la miraba de reojo. A veces captaba sus miradas furtivas, pero nunca estaban solos. Hasta que un día, por fin, subieron juntos. Marcos le preguntó si le gustaba el trabajo, hablaron del tiempo, de los planes del finde… Ella sonreía, con una chispa de complicidad.

El otoño pasó, llegó el invierno. En la cena de Navidad de la empresa, Marcos vio su oportunidad. Su excusa perfecta para volver tarde, incluso de madrugada, sin que Sofía sospechara.

No perdió de vista a Alba en toda la noche. Cuando empezó la música, fue el primero en sacarla a bailar. Al estrecharla, su corazón latió como aquella vez, en el instituto, cuando bailó por primera vez con Sofía. Los ojos de Alba le prometían todo.

Calientes del baile y la copa de más, salieron al pasillo. Marcos le propuso escapar. Y Alba, sin dudarlo, aceptó. Se rieron como colegiales al salir corriendo, dejando atrás al pobre conserje, que los miró con envidia desde su garita.

Caminaron por Madrid bajo la noche, hablando de todo menos de lo importante. Marcos evitaba mencionar a su familia; Alba, fingía que no le importaba.

—Alba, ¿vives en el centro o dónde? —preguntó él, cansado.

—Vivo en las afueras, en Vallecas. Yo tampoco aguanto más, vamos en taxi —dijo con risa cristalina.

Ya en la puerta de su edificio, Marcos tardaba en despedirse. El alcohol se le había pasado, y algo en su conciencia le susurraba que aún llegaba a tiempo de leerle un cuento a Lucía. Pero entonces Alba, astuta, le ofreció un café.

El café nunca llegó. Despertaron dos horas después, enredados en su cama.

Cuando Marcos se asomó a la ventana, solo vio oscuridad. Ni estrellas, ni faroles. Como si él y Alba fueran los únicos en el mundo. Por un instante, se sintió feliz de verdad.

Pero había que volver. No podía dar motivos de sospecha. Se duchó, se vistió, y con mil promesas de que volverían a verse pronto, llamó un taxi.

Llegó a casa pasadas las tres. La luz de la calle entraba por la ventana sobre la cama, donde Sofía fingía dormir. Él también fingió creerla. Se metió en la cama sin hacer ruido.

Pensó que no podría dormir, pero el cansancio lo venció.

Nunca habían sido de peleas. Ni gritos. “Las paredes oyen”, decía Sofía. Hasta en el peor escenario, Marcos imaginaba que, si confesaba su infidelidad, ella ni siquiera alzaría la voz.

Los compañeros del trabajo envidiaban su matrimonio. “Tienes una mujer en un millón”, le decían. Y él lo creía. ¿Hasta cuándo?

Desde aquella noche, empezó a ver a Alba en su piso. Las afueras eran perfectas: nadie los reconocía. Solo gente con pocos recursos o chicas jóvenes como Alba vivían allí.

A veces, la culpa lo ahogaba. “No está bien llevar una doble vida”, pensaba. Si Sofía fuera una histérica, tal vez se justificaría. Pero no, él no tenía excusa.

Empezó a hacer balances mentales: de un lado, Sofía, Lucía, su vida estable. Del otro, la pasión que lo rejuvenecía. ¿Cómo renunciar a eso?

Así pasó un año. Pero hasta los bombones más ricos acaban por empalagar. Poco a poco, la pasión se enfrió. Ya no quería noches de aventura, sino sofá, silencio y su familia.

Con Sofía lo tenía todo seguro. ¿Y si Alba, de esposa, resultaba ser diferente? No quería arriesgar lo que tenía.

Además, últimamente Alba insistía: “¿Cuándo dejamos de escondernos?”. Él balbuceaba excusas sobre Lucía, sobre darle tiempo… Pero ella se volvía más exigente.

Empezó a evitarla. A cansarse. Hasta que una tarde, en la oficina, un dolor agudo en el pecho lo dobló sobre el teclado. Todo se nubló.

Oyendo una sirena lejana, voces entrecortadas:

—Las mujeres lo han matado…

—Marcos, despierta, no nos abandones… —era la voz de Alba.

—Papá, cuéntame un cuento… —lloraba Lucía en su mente.

—Dios, ¿estoy muerto? ¡Tengo solo 32 años! —suplicó en su confusión—. Lo arreglaré todo, déjame vivir…

—¿En serio? ¿Dejarás de mentir, dejarás a Alba? —escuchó una voz clara, diferente.

—¡Sí, lo juro! ¿Quién eres?

—No puedes verme.

El aire volvió a sus pulmones de golpe. El dolor lo devolvió a la realidad.

—¡Doctor, ha vuelto en sí! —gritó alguien.

Al abrir los ojos, la luz lo cegó. Sofía estaba allí, pálida.

Las visitas de Alba al hospital fueron breves, llenas de lágrimas y susurros.

A las dos semanas, volvió a casa. Jugaba con Lucía, leía con Sofía. “¿Cómo pude querer algo más?”, pensaba.

Hasta que un día, con Sofía en la ducha, su móvil vibró.

—Hola, te echo de menos. ¿Cuándo nos vemos? —era Alba.

—No puedo hablar ahora.

—Marcos respiró hondo, miró el mensaje y, por primera vez en mucho tiempo, supo que la verdadera felicidad no estaba en la espera, sino en lo que ya tenía.

Rate article
MagistrUm
La búsqueda de la felicidad