**La Espera de la Felicidad**
Dicen que esperar la felicidad es mejor que la felicidad misma. Porque mientras la esperas, sueñas, la imaginas, ya eres feliz. Pero el momento de tenerla es fugaz. No alcanzas a disfrutarla, a saborearla, y ya deja de ser felicidad, se vuelve cotidiana, rutinaria. Y vuelves a esperar…
Héctor Delgado lo tenía todo: un piso en Madrid, un coche, un trabajo estable con un sueldo más que digno, y una esposa, por cierto, hermosa. Se conocían desde el instituto. Un primer amor que se convirtió en familia contra viento y marea.
Y también tenía una hija, Lucía, de cuatro años. Su mujer, Raquel, se quedaba en casa cuidando de la niña. Lucía, su sol, su alegría, la adoraba con locura.
¿Qué más podía desear? Vivir y ser feliz. Pero el ser humano es así: cuando lo tiene todo, ansía más.
Con Raquel, con los años, habían encontrado su ritmo. Se entendían sin palabras, con una mirada, incluso con el silencio. La pasión se había suavizado, dejando paso a una complicidad tranquila.
Por las mañanas, Héctor tomaba su taza de café fuerte, que lo esperaba en la mesa después de la ducha, se ponía una camisa impecable, fresca como la brisa del mar, le daba un beso agradecido a Raquel en la mejilla y salía hacia el trabajo en su Audi.
Por las noches, le esperaba una cena casera. Los fines de semana, escapaban a la casa de campo de sus padres o, en invierno, iban a esquiar. No, Héctor no podía quejarse. Pocos tenían una vida tan resuelta como la suya.
Y sin embargo…
Un día llegó al despacho una nueva empleada, joven y fresca, con unos ojos negros, algo almendrados y asustadizos, como los de una gacela. Se llamaba Sofía. Sofía Mendoza. Sofi. No era un nombre, era una melodía. Quizás esos ojos, o la música de su nombre, o tal vez solo el deseo de algo distinto, pero dejó una huella imborrable en Héctor. De pronto, supo que ella era lo que siempre había esperado. Su corazón la reconoció y palpitó ante la promesa de felicidad.
Se la cruzaba una y otra vez: en el pasillo, en la máquina de café, en el bar a la hora del almuerzo. No eran casualidades. Sofi también buscaba esos encuentros. Y Héctor decidió ayudarla.
Una mañana, estacionó el coche frente al edificio y esperó, observando hasta que la vio llegar, caminando ligera. Salió del vehículo y fingió un encuentro casual en la entrada. Le abrió la puerta, dejándola pasar primero.
En el ascensor, la miraba de reojo. A veces captaba sus miradas furtivas, curiosas. Pero no podían hablar. La oficina estaba llena, y el ascensor nunca iba vacío.
Hasta que un día subieron solos al octavo piso. Él le preguntó si le gustaba su trabajo, hablaron del tiempo, de sus planes para el fin de semana. Ella respondía sonriendo, con una leve burla en la mirada.
El otoño pasó y llegó el invierno. Antes de Navidad, hubo una fiesta de empresa. Héctor depositó todas sus esperanzas en ella. Podría llegar tarde, incluso de madrugada, sin despertar sospechas ni reproches.
No la perdió de vista en toda la noche. Cuando empezó la música, fue el primero en invitarla a bailar. Al estrecharla, su corazón latió con fuerza, y un escalofrío le recorrió el cuerpo, como aquella vez en el instituto, cuando bailó por primera vez con Raquel en el baile de fin de curso. Sofi lo miraba con esos ojos de gacela, y su mirada le prometió todo, y sin condiciones.
Acalorados por el baile y el vino, salieron al pasillo a tomar aire. Héctor le propuso escapar. Y ella, sin dudarlo, aceptó. Se abrigaron y salieron a la calle, riendo, mirando atrás como cómplices.
El vigilante los vio marcharse con envidia. A él no lo habían invitado a la fiesta; estaba allí, en su puesto, en la caseta del control de acceso. Nadie le había traído una botella de cava o una caja de bombones para consolarlo. No habría bebido en el trabajo, pero se los habría llevado a casa, habría presumido ante su mujer de lo valorado que era. Suspiró y volvió a su crucigrama.
Mientras, Héctor y Sofi caminaban por la ciudad. Hablaban de todo. Él evitaba mencionar que estaba casado, y ella fingía que eso no le importaba en absoluto.
Con ella, todo era fácil, divertido. “Qué suerte, qué suerte…”, martilleaba su corazón al compás de sus pasos sobre la nieve pisada.
Héctor ya estaba cansado y se arrepentía de haber dejado el coche en la oficina, pero Sofi no decía: “Ya llegamos”.
—Dime, Sofi, ¿vives en otro pueblo? —preguntó al fin, resignado.
—En las afueras, en un barrio nuevo —rió ella con voz musical—. Yo también estoy agotada. ¿Llamamos un taxi?
Frente a su portal, Héctor se demoró. El alcohol ya se le había pasado, y la conciencia le susurró que aún llegaría a tiempo para leerle un cuento a Lucía. Pero entonces, Sofi lo invitó a subir por un café. Era temprano, podían descansar antes del regreso. Él despidió el taxi, prometiéndose que en quince minutos se iría.
El café nunca llegó. Al entrar en su piso del décimo tercero, se abrazaron con desesperación y despertaron dos horas después, en su cama.
Cuando Héctor se acercó a la ventana, solo vio oscuridad: ni luna, ni estrellas, ni luces en las ventanas de los edificios. Nada. La vista le quitó el aliento. Sofi se acercó, y por un instante, le pareció que flotaban solos sobre el mundo, sobre la nieve que brillaba débilmente. Su corazón estalló de felicidad. Era lo que había anhelado todo ese tiempo.
No quería marcharse. Pero era mejor no dar motivos a Raquel desde el primer día. Se duchó, se vistió y se despidió de Sofi con promesas de volver pronto, de que no podía vivir sin ella. Llamó un taxi y regresó a la oficina. La fiesta había terminado, las ventanas estaban oscuras. Subió a su coche, solitario en el aparcamiento, y se dirigió a casa.
Entró en el piso a las dos y media de la madrugada. La luz de la farola iluminaba la habitación. Raquel yacía con los ojos cerrados, las pestañas inmóviles. Él sabía que fingía dormir, y también simuló creerlo. Se desvistió en silencio y se deslizó bajo las sábanas, evitando rozarla.
Pensó que no podría conciliar el sueño, pero se durmió al instante. Nunca habían discutido, nunca alzaron la voz. Las paredes eran finas; ¿para qué dar espectáculo? Por eso hablaban siempre en tono calmado. A veces, Héctor imaginaba que, incluso si confesaba su infidelidad, ella no gritaría.
Cuando los compañeros iban a cenar a su casa, siempre elogiaban a Raquel. En el trabajo, muchos le envidiaban. Él veía cómo llegaban otros hombres después de peleas domésticas. Raquel no lo humillaba, no le quitaba la copa, no controlaba cuánto bebía. Héctor no era de excesos. Para todos, eran la pareja perfecta. Antes de conocer a Sofi, él mismo lo creía.
Por la mañana, se despertó rejuvenecido, feliz. Hasta tarareó una tonadilla bajo la ducha. Raquel, como siempre, le sirvió el café y le ofreció la mejillaY así, con el corazón dividido entre la comodidad de lo conocido y el vértigo de lo nuevo, Héctor comprendió que la verdadera felicidad no estaba en la espera, sino en aprender a valorar lo que ya tenía.