La búsqueda de la felicidad

**La Espera de la Felicidad**

Dicen que esperar la felicidad es mejor que la felicidad misma. Porque mientras la esperas, sueñas, la imaginas, ya eres feliz. Pero el momento de tenerla es fugaz. No da tiempo a saborearla, a celebrarla, y de pronto deja de ser felicidad para convertirse en algo cotidiano. Y vuelves a esperar…

Marcos lo tenía todo: un piso en Madrid, un coche, un trabajo estable con un buen sueldo en euros. Y su mujer, por cierto, hermosa. Se conocían desde el instituto. Un primer amor se convirtió en familia contra viento y marea.

Además, tenía a su hija Lucía, de cuatro años. Su mujer, Inés, se quedaba en casa cuidando de la niña. Lucía, su sol, su alegría, la adoraba con locura.

¿Qué más podía desear? Vivir y ser feliz. Pero el ser humano es así: cuando lo tiene todo, quiere más.

Con Inés, el tiempo había pulido sus diferencias. Se entendían con una mirada, un silencio. La pasión se había calmado, dejando una relación tranquila y segura.

Por las mañanas, Marcos bebía su taza de café fuerte, esperándolo en la mesa después de la ducha. Se ponía una camisa impecable, con ese leve aroma a limpio, besaba a Inés en la mejilla y se iba al trabajo en su Audi.

Por las noches, le esperaba una cena caliente. Los fines de semana iban de barbacoa a la casa de campo de sus padres; en invierno, paseaban por el Retiro bajo la nieve. No, Marcos no se quejaba. Pocos tenían una vida tan resuelta como la suya.

Y sin embargo…

Un día, llegó al trabajo una nueva empleada, joven, fresca, con unos ojos negros y almendrados, como los de una gacela. Se llamaba Valeria. Valeria Méndez. Vale. No era un nombre, era una canción. Quizá sus ojos, quizá la música de su nombre, o tal vez la sed de algo nuevo e inexplicable, pero algo en ella lo dejó marcado. De pronto, supo que ella era lo que había estado esperando. Su corazón la reconoció y latió con fuerza, anticipando la felicidad.

Se cruzaba con ella en los pasillos, en la máquina de café, en el bar a la hora del almuerzo. Poco a poco, entendió que no eran casualidades. Que ella también lo buscaba. Y decidió ayudarla.

Una mañana, al llegar al edificio, se quedó un momento en el coche, esperando verla llegar con su andar ligero. Bajó justo a tiempo para encontrársela en la entrada, como por casualidad. Le abrió la puerta, dejando que pasara primero.

En el ascensor, la miraba de reojo. A veces, atrapaba alguna mirada suya, rápida y curiosa. Pero nunca hablaban. La oficina estaba siempre llena de gente.

Hasta que un día subieron solos al octavo piso. Marcos le preguntó si le gustaba el trabajo, habló del tiempo, de los planes para el fin de semana. Ella sonrió, respondiendo con cierta ironía en la mirada.

Así pasó el otoño, llegó el invierno. Antes de Navidad, hubo una fiesta de empresa. Marcos depositó en ella todas sus esperanzas. Podría llegar tarde a casa, incluso de madrugada, sin excusas ni reproches.

No la perdió de vista en toda la noche. Cuando empezó la música, fue el primero en invitarla a bailar, adelantándose a los demás. Al sentir su cuerpo cerca, el corazón le latió con fuerza, y un escalofrío le recorrió la espalda, como aquella vez en el instituto, cuando bailó por primera vez con Inés, su futura esposa. Valeria lo miraba con aquellos ojos de gacela, prometiéndolo todo sin palabras.

Calentados por el baile y el vino, salieron al pasillo a tomar aire. Marcos le propuso escapar. Y ella, sin dudar, aceptó. Se rieron al salir, mirando atrás como cómplices.

El vigilante, desde su garita, los vio marcharse con envidia. A él no lo habían invitado a la fiesta. Nadie le había llevado una copa de cava o una caja de turrones para animarlo. Habría sido un detalle, aunque no bebiera en el trabajo. Se lo habría llevado a casa, para presumir ante su mujer. Con un suspiro, volvió a su crucigrama.

Mientras, Marcos y Valeria caminaban por Madrid. Hablaban de todo. Él evitaba mencionar su vida familiar; ella hacía como si no le importara.

Con Valeria todo era ligero, divertido. “Qué suerte tengo”, pensaba Marcos al ritmo de sus pasos sobre la nieve pisada.

Cansado ya, lamentó haber dejado el coche en la oficina, pero Valeria no decía: “Ahí vivo”.

—Dime, Vale, ¿vives en las afueras? —preguntó al fin.

—En las nuevas urbanizaciones, casi en la periferia —contestó ella, riendo—. Yo también estoy agotada. ¿Llamamos un taxi?

Antes de despedirse, Marcos dudaba. El alcohol ya se había esfumado, y la conciencia le susurraba que aún llegaría a tiempo para leerle un cuento a Lucía. Pero entonces, astuta, Valeria lo invitó a tomar un café. “Solo un momento”, le dijo, mientras la voz interior se dormía con la promesa de irse en quince minutos.

El café nunca llegó. En su apartamento del décimo piso, se abrazaron sin resistencia y despertaron dos horas después, enredados en sus sábanas.

Cuando Marcos se acercó a la ventana, solo vio oscuridad: ni luna, ni estrellas, ni luces en los edificios. Nada. Le faltó el aire. Valeria se acercó, y por un instante, sintió que flotaban sobre la ciudad, solos en el universo, felices. Era justo lo que había soñado.

No quería irse. Pero era mejor no dar motivos a Inés. Se duchó, se vistió y se despidió de Valeria con promesas de volver pronto. Llamó un taxi y regresó a por su coche. La fiesta había terminado, las ventanas de la oficina estaban oscuras. Subió al Audi y se fue a casa.

Entró a las dos y media de la mañana. La luz de la farola iluminaba la habitación. Inés fingía dormir, y él fingió creerla. Se metió en la cama sin hacer ruido, evitando tocarla.

Pensó que no dormiría, pero el sueño lo venció rápido. Con Inés nunca habían alzado la voz. Las paredes eran delgadas, no había por qué ventilar los problemas. Siempre hablaban en tono calmado. Incluso pensó que, si le confesaba su amorío, ella no gritaría.

Cuando los compañeros iban a su casa, alababan a Inés. En el trabajo le envidiaban. Marcos había visto a otros hombres llegar cansados tras discusiones domésticas. Inés nunca lo humillaba, no le negaba una copa, no controlaba cuánto bebía. Él nunca abusaba del alcohol. Ante los demás, eran la pareja perfecta. Y antes de Valeria, él mismo lo creía.

A la mañana siguiente, se levantó rejuvenecido, feliz. Hasta tarareó en la ducha. Inés, como siempre, le tenía el café listo; le ofreció la mejilla para el beso rutinario.

A partir de entonces, se veían en el piso de Valeria. Allí, en las afueras, nadie los reconocería. Solo vivían familias humildes o chicas jóvenes como ella.

A veces, la culpa lo asaltaba. No estaba bien llevar una doble vida. Si Inés hubiera sido fría o cruel, quizá… Pero no había excusa. En esos momentos, sopesaba pros y contras: en un platillo, Inés, Lucía, su vida; en el otro, la pasión que lo rejuvenecía, lo hacía sentirse vivo. ¿Cómo renunciar a eso?

Así pasó un año. Pero todo acaba, hasta los dulces pierPero al final, comprendió que la verdadera felicidad no estaba en lo que esperaba, sino en lo que ya tenía, y cerró los ojos con la certeza de haber elegido bien.

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