La Bruma se Disipó

La niebla se disipó

En los últimos años, la Señora Serafina solía detenerse a pensar en su vida. Le aburría la rutina; día tras día el mismo guion. Tenía familia: su marido, Eusebio, y dos hijos, Miguel y Pablo, que asistían a la escuela y sobresalían como los dos mejores alumnos.

Una madrugada se despertó Serafina al sonar del fuerte y rítmico tictac del reloj de péndulo que colgaba en el dormitorio. Por la ventana apenas asomaba la luz. No pudo volver a dormir; mientras seguía recostada su mente ya recorría los pensamientos del día que se avecinaba.

Ahora me levanto, y el día empezará tal cual los anteriores, lleno de quehaceres y afanes se decía. Primero ordeñaré a la vaca Zorita, la alimentaré y la llevaré al rebaño, después alimentaré al resto del ganado. Después tendré que preparar el desayuno para mi marido y los niños, despertarlos a todos, acompañar a los chicos a la escuela y a Eusebio al trabajo. Y hoy debo levantar la tierra a las patatas, sin que se vuelvan gigantes; cogeré la azada y me dirigiré al huerto.

Se puso en pie y se lanzó a los quehaceres domésticos, mientras en su cabeza giraban otras ideas:

Hoy toca lavar la ropa, en el patio hay que arrancar las malas hierbas y barrer; hace mucho que no lo hacía. ¡Qué vida tan monótona, siempre cosas y más cosas! asintió el día.

Eusebio, levántate, ya es hora le dio un ligero empujón en el hombro, pero él aún dormitaba.

Sí, sí resopló y se dio la vuelta boca arriba.

¡Despierten, niños! Es hora de desayunar y de ir a la escuela. Miguel, no te hagas el desentendido, que al fin y al cabo tienes que levantarte. ¿Quién te acompañará a la escuela si no lo hago yo? gruñía la madre sin mala intención. Pablo, deja de holgazanear y acuéstate antes, que no se te va a pasar la noche.

Al fin, despachó a todos a sus faenas, se puso a lavar la ropa y colgó la ropa limpia en el patio. Ese día sentía una tristeza inexplicable; no comprendía de dónde venía, pero había notado últimamente que estaba descontenta con su existencia.

Al comenzar a arreglar las flores, apareció en el patio su vecina, Nadia, una mujer enérgica y siempre al pie del cañón. Era de esas que siempre regañan a sus animales y a los de los demás, al punto de que su voz se escuchaba hasta la casa de Serafina.

Nadia, ¿qué te pasa? Anoche volviste a armar bronca.

Pues mi hijo, Fabián, llegó arrastrado a casa, casi sin aliento. Estuve esperándolo toda la noche, tenía que mover un armario pesado y yo le dije que lo hiciera por la mañana y él ¡Menudo despiste! Además, se fue otra vez con la hermana de Ignacio, y ya sabes, esas quedadas de chupitos y tertulias Tu marido, Eusebio, nunca ha bebido; nunca le he visto borracho.

Nadia envidiaba la tranquilidad de Serafina, sin gritos ni alboroto en el patio. Al ver la cara triste de su vecina, le preguntó:

Serafina, ¿por qué esa mirada apagada? ¿Qué te ocurre?

Serafina suspiró, sentándose en el banco del patio, con Nadia a su lado.

No lo sé, Nadia, siento que una carga me aplasta. Parece que la vida interesante pasa a mi lado, que los acontecimientos excitantes ocurren en otra parte y que los demás viven con más alegría y variedad. Anhelo algo distinto, aunque no sea como en el cine, al menos como la de nuestros vecinos.

Ay, Serafina, no te quejes. Todo te llega como anillo al dedo, tranquilo y sin sobresaltos replicó la vecina. ¿Qué más deseas?

Miro a Marina; su marido, Víctor, es un galán, siempre van juntos, la abrazan y la besan en público. Marina es contable principal, siempre bien vestida. No parece vida, parece cuento Víctor lleva su coche por la región, le lleva rosas rojas del pueblo en su cumpleaños. No lleva una vida aburrida.

¡Qué envidia! intervino Nadia. Tú te quedas en casa, sin trabajar, sin ver nada. Víctor es un mujeriego, no deja pasar ninguna oportunidad. Marina lo sabe y se arregla siempre, compra ropa nueva para él. Él, como gato de primavera, la adora en público, pero en casa quién sabe. Se pasea por la ciudad, con otras mujeres y jóvenes.

¿De dónde sacas todo eso? exclamó Serafina, incrédula.

Mi hermana, que trabaja en la granja, está al tanto de todo. Ella es la que escucha los chismes desde el amanecer. Donde hay muchas ancianas, hay mucho cotilleo dijo Nadia con una sonrisa.

Ya basta, si eso es así, no debo envidiar a Marina dijo Serafina. Mejor miro a Tamara. Su marido, Andrés, la adora; la lleva al resort, le compra regalos, la protege. Tamara parece feliz y yo, con mi vida monótona.

No es tan sencillo, Serafina replicó Nadia. Andrés no bebe, es un buen hombre, pero su hijo mayor está enfermo; el pequeño Antonio es sano y estudia bien. No todo es color de rosa.

Lo sé, lo sé asintió Serafina. Sé que su hijo sufre, aunque no sé qué enfermedad. Viven al final del pueblo, en la calle Baja. Andrés y mi esposo Eusebio se respetan mutuamente. Tamara y yo fuimos compañeras de colegio; ella se casó joven con Andrés y siempre han sido muy unidos.

Su hijo, Vanco, es muy enclenque, parece de siete años aunque tiene diez. Lo envían al sanatorio; le conceden una estancia gratis. No sé qué más decir, pero no quiero que nadie sufra.

Ya, ya dijo Nadia. No vale la pena envidiar. Cada casa tiene sus propias campanillas. Yo trabajo en la granja, escucho todo el cotilleo; la gente habla desde el amanecer. Como dice el refrán: En casa de herrero, cuchillo de palo.

Serafina asintió, aunque su corazón todavía sentía una leve amargura.

Bueno, la vida de Marina y Tamara no es un pastel; la de Catalina sí que es un torbellino de amor y halagos. Catalina es tan guapa que los hombres la miran al pasar, sueñan con ella. Los vecinos de la aldea le hacen visitas en moto, le regalan flores y bombones. Un domingo, al volver de la tienda, la vi cargando un ramo y una caja grande de bombones, sonriendo mientras le entregaba Ildefonso, del pueblo vecino.

Sí, Catalina es una belleza añadió Nadia. Dicen que hasta el jefe del pueblo la visita en secreto, sin que su esposa lo sepa. Si la descubren, la pobre quedaría sin cabello; su esposa es una mujer celosa.

Así lo veo yo también respondió Serafina.

¡Qué vida tan alegre! exclamó Nadia. Pero, ¿cuántos años tiene? ¿Treinta y cinco? Aún llegan pretendientes en moto y en coche, le regalan cosas, pero nadie la lleva al altar. El tiempo pasa, la juventud se escapa y ella sigue sola.

Serafina reflexionó: quizás Catalina también llora en la almohada, sin que nadie lo vea.

Nadia, es verdad. Si lo piensas bien, esas mujeres no son tan felices; yo les guardo cierta envidia. Parece que una niebla cubre mis ojos

Conversaron un buen rato; al fin Nadia se marchó a su casa, y Serafina tomó la azada y se dirigió al huerto a cubrir las patatas. Llegaron los niños de la escuela; los alimentó, llevó a la vaca Zorita al prado, la ordeñó y volvió a la casa. Eusebio regresó del trabajo, cenó con ella, y así transcurrió otro día, tranquilo como siempre.

Aquella noche, el sueño le fue esquivo. Finalmente se quedó dormida y en el sueño apareció su abuela fallecida, Evodia. Salió de la niebla y le habló:

Serafina, no te enojes con Dios, no te lamentes de tu destino. Las pruebas que recibimos están a la medida de nuestras fuerzas; en tu vida no has tenido demasiadas. Sigue adelante con tu camino.

La figura de la abuela se disipó como humo, y Serafina despertó. Sentía una enorme vergüenza por haberme lamentado, haber reclamado a su vecina, haber sentido lástima por sí misma y haber envidiado la felicidad ajena.

Ya asomaba el alba. Yacía en la cama, a su lado Eusebio roncaba y el reloj pulsaba. Se incorporó, se cubrió con un chal y salió al porche. La niebla se iba disipando, el rocío brillaba sobre la hierba, el día prometía buen tiempo.

Qué bien se vive pensó con alegría. Todo está bien He vivido como en una niebla, mirando con envidia a los demás y suponiendo sus vidas. No tenía idea de cómo vivían realmente las personas. Soñando con la felicidad ajena, no me percataba de que yo también tenía fortuna: mi querido marido Eusebio, que nunca me ha hecho daño; mis hijos, que estudian con excelencia y no me causan problemas; y los pequeños detalles que antes consideraba insignificantes. Qué alivio, la niebla se ha aclarado.

Volviendo a la casa, quitó el chal, entró en el cuarto de los niños y acomodó la manta a Miguel. Poco a poco fue recuperando la calma, y todo volvió a su sitio. La vida continuaba.

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