Lo encontré en la bondad de la gente: formé una familia en un hogar ajeno.
Hace tres años llegué a Madrid desde un pequeño pueblo. No conocía a nadie aquí. Las calles me resultaban extrañas, el ritmo de vida frenético, y las personas, desconocidas.
Sentía miedo.
Sabía que comenzaba una nueva etapa de mi vida, pero en lo más profundo me sentía perdido.
Fue entonces cuando tú, tía Carmen, dijiste:
— No te preocupes, hijo, te ayudaremos. Seremos como tus padres.
Sabías que no tenía padres conmigo.
No, no es que hubieran fallecido, pero para mí ya no existían. Hicieron todo lo posible para separarme de Lucía. Estaban en contra de nuestro amor, la humillaban, me presionaban para que eligiera. No les perdoné aquello.
Afortunadamente, tenía a mi abuela. La única persona que siempre me apoyó. Gracias a ella pude permitirme alquilar un lugar y no vivir en una residencia.
Pero si no hubiera sido por vosotros, tío Juan y tú, no sé cómo hubiera enfrentado esos primeros meses tan difíciles.
Os convertisteis en mi familia.
Recuerdo aquel primer día de clase.
Tú, tía Carmen, pediste al tío Juan que me llevara en coche a la universidad, para que me acostumbrara al trayecto. Recuerdo que al salir, él me estaba esperando en la entrada con un helado en la mano —hacía un calor insoportable, y pensó en alegrarme un poco.
Al volver, la casa ya olía a repostería recién horneada.
Hiciste tus famosas empanadas caseras y me invitaste a cenar. Al día siguiente, nuevamente. Y luego se convirtió en tradición.
Escuchaba a mis compañeros quejarse de sus caseros avaros y de los precios altos y problemas constantes. Yo hablaba con orgullo de vosotros.
No podían creer que aún existiera gente como vosotros.
No solo me disteis un techo, sino también calor humano.
Jamás olvidaré mi primer Día del Estudiante: el 8 de diciembre.
Por la noche, sonó el timbre de la puerta.
Abrí… y allí estaba Lucía.
Y un poco más lejos estaba el tío Juan, sonriendo con picardía.
Resulta que hablasteis con ella, la convencisteis de volver conmigo, la subisteis al coche y la trajisteis aquí.
¡No podía creerlo!
Nunca había recibido de mi propia familia tal cuidado, tal sincero apoyo.
Si no fuera por vosotros, quizás Lucía nunca hubiera venido a esta ciudad. No habría continuado sus estudios aquí. No estaríamos juntos.
Pero no solo nos reunisteis.
La aceptasteis a ella, como me aceptasteis a mí. No subisteis el alquiler, no pusisteis trabas. Solo estuvisteis ahí.
Y por eso os estoy agradecido.
Me enseñasteis a ser un hombre.
Tío Juan, te admiro profundamente.
No solo me ayudaste a sobrevivir en esta ciudad. Me mostraste lo que significa ser un hombre y asumir la responsabilidad de mi vida.
Me ayudaste a encontrar un buen trabajo, gracias al cual ya no dependo del apoyo de mi abuela.
Me enseñaste cosas importantes —no con palabras, sino con hechos.
Me mostraste cómo actuar correctamente en la vida.
Y ahora me siento más fuerte.
Os alegraremos como vosotros nos habéis alegrado.
Ayer Lucía y yo recordábamos una vieja canción donde el protagonista recibía cada mañana un café con una napolitana de parte de la casera.
Y decidimos: desde Año Nuevo os recibiremos cada mañana con un café aromático.
Por ahora, es lo único que podemos hacer por vosotros.
Pero creednos, os agradeceremos como merecéis.
Y ahora viene nuestro principal regalo.
Finalmente.
Decidimos contaros esta noticia a través de una carta.
¡Lucía está embarazada!
Cuando vimos las dos rayitas en el test, gritamos de alegría.
Os preocupasteis, pensasteis que discutíamos…
No, ¡era felicidad!
Alguna vez me disteis una oportunidad. Después ayudasteis a que Lucía regresara.
Ahora es el momento de darle la bienvenida a una nueva vida.
Estamos seguros de que estaréis tan felices como nosotros.
Nuestro bebé llegará en agosto.
Y si no fuera por vosotros, tal vez nada de esto hubiera sucedido.
Gracias.
Cuidaos mucho, queridos. Sin vosotros nuestra vida no sería tan luminosa.