Hoy día, al ver el vestido de novia de mi hija Elenita, no pude evitar que las lágrimas me cubrieran los ojos. Lo guardé en el armario, aquel blanco que simbolizaba tanto antes de los pesares. Ella regresó a casa hace apenas tres meses, con los ojos tristes y las manos vacías. «Papá, ¿te importaría si me quedara aquí un tiempo?», me pidió ella, con las maletas apenas abiertas y el alma rota. La abracé sin palabras, porque ya sabía que algo se había roto entre ellos, entre la ilusión y la realidad.
Elenita había conocido a Daniel en una fiesta de empresa, un 31 de diciembre que prometía algo más. Su amiga insistió en que no la pasara sola, y aunque ella titubeó, al final aceptó. Daniel, alto, con ojos oscuros y una sonrisa que conquistaba, se ganó su corazón a rápida velocidad. Flores, paseos románticos por el Retiro, propuestas en el Salón de Actos del otro lado de la sierra. «¿Quieres casarte conmigo, Elenita?», le había dicho, con ese brillo falso que llenaba su mirada. Ella respondió con un sí apresurado, ignorando los avisos de su madre: «Es joven, papá. Tiene educación y cariño. ¿Dónde está el problema?»
El enlace fue fastuoso, como exigía Daniel. A pesar de los costes, accedimos, pues queríamos que fuera memorable. Sin embargo, el matrimonio no fue más que un arranque de ilusión. Poco después, Elenita descubrió que Daniel había perdido su trabajo semanas atrás y lo ocultó. Nosotros lo apoyamos, esperando que encontrara algo nuevo, pero el tiempo pasó y se convirtió en la sombra de un hombre vago. Se emborrachaba en casa, gastaba lo poco que ahorrábamos en fiestas con compañeros de barrio, y para peor, una noche descubrió que faltaban sus aretes de oro, un regalo que su madre le había hecho a los quince. «No los vendí, los préstamos de un amigo. Pronto los recuperaré», aseguró, con una sonrisa que ya se veía hueca.
Las mentiras siguieron. Secretos sobre deudas anteriores, gastos en locales por la sierra, duelos internos que Elenita soportaba mientras trabajaba como contable, levantando mañanas temprano y regresando con el alma desgastada. «Eres mi mujer, ¿no crees que deberías ganar más para ayudarme?»; frases que灼热aban su garganta como puñales. Hasta que llegó el día en que descubrió el anillo de emeraldas familiares, herencia de mi esposa Encarnación, ausente en los cajones. Lo que pasó luego no tiene papel en el cuaderno de las emociones: los gritos, las lágrimas, el silencio en casa tras el divorcio, y la partida de Daniel, llevándose lo que podía vender.
Ahora, siento que la sabiduría madura en mí. Cuando Elenita vino a verme llorando por la puerta, con el frío de la traición en los hombros, supe que las bodas no garantizan el amor. De hecho, las bodas pueden ser solo un día, pero el matrimonio, si se arrastra con desesperanza, se convierte en una pesadilla. «Papá, aprendí que hay días en los que buscar por dentro es más útil que seguir ajenos arrumacos», me decía el otro día, mientras tomaba un té con el sabor de la experiencia.
Hoy, el vestido sigue en el armario. Un recordatorio de que no hay que vivir apresurado. El amor se cosecha con tiempo, como las uvas que maduran al sol, no con promesas hechas en un único crepúsculo.