Hubo boda. El amor, no
Isabel de la Torre sacó con cuidado del armario el vestido de novia de su hija y acarició la tela blanca y limpia. Las lágrimas comenzaron a nublarle los ojos. Aurora regresaba a casa tras apenas tres meses de una boda fastuosa. Venía sola, sin sonrisa, sin felicidad y sin creer en los milagros del amor.
— Mamá, ¿puedo quedarme un tiempo con vosotros? — preguntó Aurora con voz trémula, plantada en el umbral de la puerta con varios maletines.
Isabel la abrazó en silencio y le ayudó a llevar los equipajes. Las preguntas se podían esperar. Intuía que algo en la vida de su única hija se había roto para siempre.
Ahora que Aurora salía a trabajar, su madre no podía evitar revivir los recuerdos amargos. Todo empezó tan hermoso.
Aurora conoció a Adrián en una fiesta de empresa en Nochebuena. Su amiga le había insistido para que no celebrara la Navidad sola. La joven se resistió al principio, pero finalmente aceptó.
Alto, moreno, con ojos castaños, Adrián la conquistó desde que se cruzaron. Sabía besar con manos, se le daban bien las palabras bonitas, organizaba cenas románticas. Frente a tanto empeño, Aurora cedió. Seis meses después, Adrián le propuso matrimonio de rodillas, en mitad del comedor de un restaurante, delante de todos.
— Aurora, ¿querrás ser mi esposa? — le preguntó emocionado, extendiendo un cajita de terciopelo con un anillo.
Aurora sonrió tímida. Había soñado con eso alguna vez, aunque jamás esperaba una propuesta tan inesperada. Frente a la expectativa de los invitados, murmuró:
— Sí.
Comenzaron a preparar la boda como si no hubiera mañana. Adrián insistía en una celebración fastuosa.
— ¡La boda es única en la vida, guapa! Quiero que todo sea perfecto — le rogó con fervor.
Aurora hubiera preferido algo más sencillo, pero cedió a los deseos de su prometido. Él escogió un restaurante de lujo, invitó a cientos de amigos y colegas. La mayoría, desconocidos para ella.
Isabel suspiró al recordar esa conversación en la cocina.
— Aurora, ¿no crees que os conocéis poco aún? — le había preguntado con cautela.
— Mamá, ya tengo veintiocho años. ¿Para qué esperar más? Además, Adrián es atento, cariñoso, el mejor marido que una mujer puede desear — le contestó su hija ilusionada.
Ahora, con mirada apagada, rogaba entender qué había ocurrido.
Adrián se trasladó a la modesta vivienda de Aurora inmediatamente tras el enlace. Le decía que no tenía sentido pagar un alquiler aparte.
— Pequeña, ya estoy ahorrando para nuestra casa futura. Soportaremos un poco más la incomodidad, y ya verás cómo nos compramos algo más espacioso — le aseguraba besándole la coronilla.
Aurora no quería comenzar de casada hablando de dinero, así que aceptó. Pocos días después, descubrió que Adrián había perdido el empleo semanas antes de la boda.
— ¿Cómo es posible que no me dijeras nada? — le preguntó descolocada.
— No quería estropear la felicidad del enlace — se limitó a encoger de hombros—. Estoy buscando trabajo con fervor, no te preocupes.
Pero los días pasaban y Adrián no daba señales de busquedad. Salía tarde, se quedaba horas delante del portátil y por las noches se reunía con sus colegas. Aurora, que trabajaba en contabilidad, se levantaba temprano y regresaba agotada, soportando casi toda la carga del hogar.
— Adrián, ¿por qué no te consigues algo temporal mientras buscas algo estable? — sugirió tímidamente.
— ¿Que tu marido haga labores de mensajero o almacenero? — protestó—. Tengo educación y experiencia. ¡No me vendo por miseria!
Una velada, Aurora regresó antes de lo habitual y divisó desde la escalera la silueta de Adrián en la ventana. Subió apresurada y escuchó voces alegres. Entró con las llaves y se quedó petrificada. Su diminuta vivienda olía a alcohol, había botellas vacías, música alta y un grupo de amigos.
— ¡Aurorita! Venimos a recuperar fuerzas con un poco de tertulia — sonrió Adrián tratando de abrazarla.
Emitía un fuerte olor a ron. Aurora lo esquivó y miró la basura, la vajilla llena y la inmensa desazón en su interior. Se encerró en el cuarto de baño y lloró. ¿Cómo había terminado su vida en apuros?
Al día siguiente, tras la marcha de los invitados, Adrián aún dormía, y Aurora encontró su falta de aretes de oro. Eran el regalo que sus padres le habían hecho al cumplir los dieciocho. Despertó a su marido con brusquedad:
— ¿Dónde están mis aretes? — le preguntó seria.
— ¿Qué aretes? — gruñó medio dormido.
— Los de oro que estaban en la cajita.
Adrián se incorporó y frunció el ceño.
— Esos… los usé como garantía. — Meneó los hombros—. Quería prestarme algo de dinero, ya se los devolveré.
— ¡¿Los vendiste?! — chilló Aurora.
— ¡Los puse como prenda! — le espetó—. ¡¿Acaso no necesitamos dinero?! Pensaba devolverlos.
— ¿Y los ingresos del presta? ¿Dónde están? — insistió.
Adrián desvió la mirada.
— En el bar con mis colegas — murmuró.
Aurora se sentó como si le hubieran quitado las fuerzas. Su marido había empeñado sus joyas personales y gastado el dinero en fiestas. Ella incluso había estado ahorrando para un sofá nuevo.
Los problemas se multiplicaron como nieve al viento. Pronto descubrió que Adrián tenía créditos que nunca le había mencionado. Ahora le correspondía a ella pagarlos. Su marido, además, se justificaba con mil pretextos para no trabajar y comenzó a cuestionar el tiempo que Aurora dedicaba a la empresa.
— ¡No puede seguir así! — le reclamó un día—. Creo que es hora de una conversación seria.
— ¿Sobre qué? — la interrumpió sin dejar de jugar con el teléfono.
— Sobre nuestra vida. Yo trabajo hasta la madrugada, pago el piso, compro comida… ¿Y tú qué aportas? — inquirió vacilante.
— ¿Qué yo qué? Termina, mujer — le espetó con malsana intención.
— ¡No haces nada por mejorar nuestra situación! — concluyó Aurora con voz temblorosa.
Adrián se levantó como una fiera.
— ¿Me insultas con un trozo de pan? — gritó—. ¿Crees que debo mendigar para ganar un mendrugo? ¿Y todo esto ¿por ser esposa o qué?
Tras ese altercado, el ambiente empeoró. Aurora se quedaba horas en la oficina solo para evitar estar a su lado. Cada vez más, dudaba del error que había cometido al casarse precipitadamente.
Adrián se volvió irascible, grosero. Incluso le gritaba por nimiedades. Un día perdió su paciencia cuando Aurora olvidó comprar su refresco favorito.
— ¡Ni siquiera me respetas como hombre! Solo compraba un zumo, ¡¿es tanta locura acordarse?! — exclamó dando vueltas por el piso.
— Estaba cansada del trabajo — respondió la joven con voz débil, sintiendo un escalofrío. Nunca había visto a su marido tan enfadado.
— Nadie me escucha nunca — masculló golpeando la mesa.
El teléfono sonó y el tormento de Adrián desapareció. Fríamente contestó su llamada y salió al balcón.
Los días se hicieron interminables. Aurora descubrió que el dinero desaparecía más deprisa de lo habitual. En una ocasión revisó sus movimientos y aparecía una cantidad extraída en un club nocturno, el mismo día que Adrián afirmaba haber dormido en casa de un amigo.
— ¿Pretendes espiar mi vida privada? — protestó cuando ella le mostró el extracto—. ¡No me ves ni como adulto!
— ¿Y a qué te dedicas con ese dinero? — le preguntó en voz baja.
— ¿Es relevante? — se defendió—. Somos una familia con recursos comunes.
Algo estalló dentro de Aurora. Entonces comprendió que nunca había conocido el real Adrián, sino un personaje que fabricó durante sus cortejos. El verdadero era perezoso, irresponsable, posiblemente insincero.
El último capítulo lo cerró la desaparición del anillo de rubí de su madre. Isabel le había obsequiado el colgante familiar, un relicario transmitido por generaciones. Lo guardaba en la caja más segura. Una vez lo necesitó para una cena familiar y… ¡estaba vacía!
— Adrián, ¿has visto el colgante de mi madre? — le preguntó alarmada.
Él bajó la mirada evasiva.
— Necesitaba dinero urgente. Un amigo pasaba un mal momento y no quise desairarlo. Prometo devolverlo — murmuró.
Aurora se sentó con los ojos bien abiertos. Todo se aclaraba de golpe. El supuesto amigo no existía. La supuesta búsqueda de trabajo era un cuento. Adrián la había usado, vivido a costa de ella, desgastado su dinero y vendido su patrimonio.
— Quiero el divorcio — dijo con voz fría.
Adrián se puso pálido.
— ¡No me lo puedes hacer pillar así! — protestó—. ¡Soy tu marido! ¡¿Acaso no juraste amarme siempre?!
— Solo he tenido amargura — respondió con ironía—. De la alegría, no recuerdo rastro.
— Lamentarás esto — prometó con tono amenazador.
Aurora lo temió. Aquella misma noche, mientras Adrián salía con sus amigos, hizo las maletas y volvió con sus padres. Allí, escondida en el abrazo de su madre, lloró de forma atroz contando todas las desdichas de su matrimonio.
— ¡Mamá, me equivoqué! — sollozaba—. ¿Por qué no escuché tus consejos y no esperé más?
Isabel acarició su cabeza y le susurró:
— Todo se arreglará, hija mía. Ya serás feliz, ya lo verás.
Una semana después, al volver a la vivienda por el resto de sus pertenencias, Aurora se encontró con un horror: todo estaba saqueado. Desapareció el televisor, las joyas, incluso algunas prendas. Adrián había hecho mudanza y se había llevado cuanto puso.
Se sentó sobre el suelo deshecho y se echó a reír, un sonido entrecortado. Su unión se había desplomado, como ahora su casa.
Meses después, Aurora pidió el divorcio oficial. Adrián no se presentó a la audiencia. Decían que había huido a otro lugar. Ella tuvo que asumir los créditos que él había concertado falsificando su firma.
Isabel guardó de nuevo el vestido de novia en el armario. Quizá algún día Aurora lo usara con alguien realmente digno de ella. Mientras, que permaneciera allí como recordatorio de errores no a repetir.
Una tarde, mientras Aurora volvía a casa del trabajo, su madre le sirvió un café con leche y le dijo:
— Ya sabes, hija, la boda es solo un instante. El amor hay que construirlo día tras día, con alguien que te lo merezca.
Aurora sonrió cansada:
— Ahora sí lo comprendo, mamá. Mejor estar sola que soportar el infierno.
Cada día, Aurora dio nuevos pasos hacia una vida mejor. Asumió un trabajo extra para pagar las deudas. Se matriculó en un curso de perfeccionamiento. Por las tardes paseaba por el parque, salía con amigas de siempre, a las que había rechazado durante el matrimonio.
Una noche, mirando el álbum de fotos, encontró los recuerdos de boda. En una imagen aparecía en el vestido blanco, Aurora radiante, mientras Adrián le sonreía al fondo. Entonces, con decisión, rompió el papel. Fue un gesto simbólico. No deseaba solo arrancar el retrato, sino también todas las ilusiones desatinadas de un amor rápido que esperaba llegar ya, hecho, como una torta de bodas. La verdadera felicidad — aprendió— se construye con esfuerzo, jornada a jornada. Primero hay que crecer desde sí misma.
Aquella velada, Aurora se durmió con el corazón más ligero. No sabía qué futuro la esperaba, pero juró que nunca más permitiría que su vida fuera dictada por expectativas ajenas ni decisiones apresuradas. Aún le quedaba tiempo para formar una familia real — firme, justa, plena.
Mientras tanto, seguía el camino con pasos pequeños, pero firmes, aprendiendo que la alegría no depende de estampillas en documentos ni de vestidos blancos. Es una cuestión interna, una quietud del alma. Y en ese nuevo derrotero, Aurora estaba decidida a conquistarse a sí misma antes que a nada.