No hubo boda. El novio no llegó a recoger a su prometida.
Cuántas niñas sueñan desde pequeñas con un vestido blanco, una corona de flores, con ese escalofrío al escuchar las palabras “los declaro marido y mujer”… Ángela fue una de ellas. Siempre había sido una niña callada, tímida, soñadora y sensible. Cuántas veces cerraba los ojos cuando en la televisión retransmitían ceremonias nupciales, imaginándose caminando algún día del brazo de su amor —entre música, miradas de admiración y el corazón latiéndole con fuerza.
Conoció a Adrián en la universidad. Ambos estudiaban Derecho, pero en grupos distintos. Él, alto, de pelo rubio, atlético, con una mirada traviesa. Ella, grácil, esbelta, de porte elegante y una sonrisa dulce. Toda la facultad decía que estaban hechos el uno para el otro. Adrián no se separaba de ella ni un momento: la acompañaba a casa, le llevaba café en las mañanas frías, dibujaba corazones en sus cuadernos. Su relación parecía sacada de una novela, pura, tierna, sincera.
Pasó un año, y él se arrodilló para pedirle matrimonio. Para la defensa de sus tesis, sus padres ya se conocían, iban juntos a la finca de campo, compartían comidas como una gran familia. Decidieron casarse justo después de graduarse. Todo iba perfecto. Ángela pasó semanas eligiendo el vestido con sus amigas, hojeando catálogos, visitando salones de moda. Hasta que una noche soñó con el traje perfecto: encaje delicado, seda color marfil y una cola sutil. Al despertar, solo pensó: “Ese será el mío”.
Fue al salón más cercano con sus amigas. La vendedora, Carmen, al escuchar su descripción, sonrió de pronto y dijo:
—Justo nos devolvieron un vestido igualito al que describes. ¿Quieres verlo?
Ángela se enamoró de él al instante, sin ni siquiera probárselo. Era como si lo hubieran tejido de su propio sueño. Una amiga le susurró al oído: “Carmen dijo que la otra novia no llegó al altar… ¿No será mala suerte?”. Pero ella no quiso escuchar. Si era el destino, el destino sería. Empaquetaron el vestido, y Ángela aguardó temblorosa hasta el gran día.
La víspera de la boda, se alojó en una habitación de hotel para estar sola, reflexionar. Se puso el vestido una vez más, giró frente al espejo. Y de pronto le pareció ver, en su reflejo, una cinta negra en el cabello. Un escalofrío la recorrió, pero lo ahuyentó, atribuyéndolo a los nervios.
Por la mañana, todo fluyó como la seda: maquillaje, peinado, el vestido… Ángela parecía sacada de la portada de una revista. Sus padres, al entrar en la habitación, se quedaron sin aliento. Solo faltaba esperar a Adrián. Pasó una hora. Luego, treinta minutos más. Ángela ya no sonreía. Por la ventana vio un coche patrulla. Algo se rompió en su pecho. Salió al corredor, tambaleándose.
—Disculpe… ¿eres Ángela? —preguntó un joven sargento—. Tu prometido… Adrián… ha fallecido. Un accidente. Un conductor ebrio se cruzó de carril. Murió en el acto.
Ángela no lloró. Simplemente se quedó quieta. Después se desplomó en el suelo y cubrió su rostro con las manos.
Tres días después, estaba en el cementerio, con el mismo vestido, pero ahora con una cinta negra en el pelo. En sus manos, una foto de los dos juntos. La colocó dentro del ataúd, se inclinó, besó la frente fría de su amor y susurró:
—Perdóname… si lo hubiera sabido, no te habría dejado ir…
Nadie la volvió a ver sonreír. Fue como si se apagara. Vivió como un autómata. Sus padres decían que era depresión. Los médicos, un trastorno adaptativo. Pero su madre sabía la verdad: su hija se estaba yendo, poco a poco.
Exactamente un año después, en la fecha que habría sido su aniversario, el corazón de Ángela se detuvo. Los médicos certificaron: “paro cardíaco durante el sueño”. Y entre sus manos encontraron aquella foto de boda.
El amor había sido real. Demasiado real, como para sobrevivir a él.
¿Crees que el amor puede ser tan fuerte que, sin él, la vida deja de tener sentido?…