La boda ocurrió, pero la felicidad brilla por su ausencia.

La boda fue. El amor, no.
María Carmen guardó con cuidado el vestido de novia de su hija en el armario y pasó los dedos por el blanco de seda. Las lágrimas le picaban los ojos. Lucía regresó a casa solo tres meses después de la boda. Volvió sola, con la mirada fría y sin una sonrisa.
— Mamá, ¿puedo volver a quedarme aquí unos días? — preguntó con vocecita temblorosa, plantada en el umbral con dos maletas.
María abrazó a su hija en silencio y la ayudó a subir las cosas. Las preguntas las dejarían para más tarde. Sabía que algo se había roto dentro de la Lucía de siempre.
Ahora que su hija trabajaba, no podía evitar recordar las fotos de la boda. Todo empezó tan bonito.
Lucía conoció a Pablo en una fiesta de fin de año. Una amiga la invitó para que no pasara sola el Nochevieja. Lucía dudó, pero al final aceptó.
Un moreno alto con ojos castaños la enamoró desde el primer día. Florines, paseos en el Parque de las Canteras y palabras que sonaban a poesía. En seis meses, Pablo se arrodilló en un café de la Plaza de la Constitución y le pidió que se casaran.
— Mujer, ¿serás mía para siempre? — le preguntó, abriendo una cajita de terciopelo con el anillo.
Lucía se ruborizó. No esperaba la propuesta, aunque había soñado algo así. Sus amigas a su alrededor contuvieron la respiración.
— Sí — murmuró, con un hilo de voz.
Comenzaron los preparativos de boda. Pablo insistía en una fiesta de vedette.
— Se casan una vez, cariño. Quiero que sea perfecto.
Lucía prefería algo sencillo, pero cedió. Él insistió en el restaurante más caro de Córdoba, invitó a montones de colegas suyos y a amigos de toda la vida. La mitad, Lucía ni los conocía.
María suspiraba al recordar aquellos días.
— Cariño, ¿segura de que no es pronto? — le había preguntado, tímidamente, en la cocina.
— Mamá, ya tengo veintiocho años. ¿Hasta cuándo espero? Además, Pablo es apuesto y cuida tanto de mí… ¿Qué más puedo pedir?
Ahora, su hija llevaba el corazón roto. ¿Qué había pasado?
Pablo se mudó a la pequeña vivienda de Lucía después de la boda. Decía que ya no tenía sentido pagar alquiler porque ella tenía casa propia.
— Mírame, cariño. Estoy ahorrando para el pisito nuestro. Aguantaremos un tiempito, y ya verás como tenemos una casa de ensueño.
A Lucía no le gustó mucho la idea, pero no quiso discutir. Hasta que descubrió que Pablo había perdido el trabajo días antes de la boda.
— ¿Por qué no me lo dijiste? — le había preguntado, sorprendida, tras enterarse por una amiga.
— No quería que te deprimieras antes del enlace. Ahora busco algo, ya verás.
Pero los días pasaban y Pablo no se movía. Despertaba tarde, pasaba horas frente al ordenador y por las noches salía con sus colegas de empeño. Lucía trabajaba de asistente contable, salía de casa temprano y regresaba agotada. La mayor parte de las tareas domésticas se las ingeniaba sola.
— Pablo, ¿no podrías hacer un trabajo temporal mientras buscas algo fijo? — le sugirió, con suavidad.
— ¿Trabajo temporal? ¿Y un repartidor o un mensajero? Tengo estudios, mucha experiencia… No soy un sirviente.
Un día, Lucía regresó temprano del trabajo y vio a Pablo en la ventana, con gente. Subió la escalera y, al abrir la puerta, se paró helada. Su casa era un desastre. Botellas vacías, platos sucios, música a todo volumen.
— ¿Pero qué haces, amor? ¿No podías esperarme para celebrar algo? — le preguntó Pablo, intentando besarla.
Apestaba a alcohol. Lucía lo miró: sonreía como si nada. Se encerró en el baño y lloró. Su marido celebraba una fiesta en su propia casa.
Al día siguiente, al ver que los invitados se habían ido y Pablo dormía, Lucía encontró que faltaban sus pendientes de oro, un regalo de sus padres en su décimo cumpleaños. Lo llamó, desesperada:
— ¿Dónde están mis pendientes?
— ¿Qué pendientes? — preguntó con cara de sueño.
— Los de oro, los que estaban en el cajón.
Pablo se movió en la cama, se sentó.
— A veces… los presto. Tenemos que arreglar cosas, ¿no?
— ¿Los vendiste?
— ¡Los presté! — gruñó—. Necesitábamos dinero. Ya los recuperaría.
— ¿Dónde está el dinero de los pendientes?
— Se lo bebimos… con los colegas.
Lucía se sentó en el suelo. Su marido había vendido su herencia, su única joya… Y aún no salía a buscar trabajo.
Los problemas se agravaron. Pablo tenía unos préstamos grandes, hasta ahora ocultos a Lucía. Los cubría ella ahora, con sus sueldos. Él empezaba a quejarse de que lucía trabajaba muy poco.
— Pues hablamos, Pablo. Esta vida no es buena para nadie.
— ¿Y de qué quieres hablar?
— De nuestra vida. Yo trabajo, pago el piso, compro la comida, y tú…
— ¿Y yo qué? Habla claro.
— Tú no haces nada. No aportas.
— ¿Aportar qué? ¿Eso es lo que quieres? ¿Que me arruine trabajando por un sueldito de parvulario?
A partir de entonces, la relación se endureció. Lucía se quedaba en el trabajo lo más posible. Empezó a odiar las noches en casa. Pablo se había convertido en un hombre hosco, con gritos por nimiedades.
— ¿Dónde está mi zumo de naranja? ¿Cómo que te olvidaste? Eso es una grosería.
— Es que trabajo, cariño. Perdóname.
— ¡Todo el mundo me cree indiferente! — aulló él, dando un puñetazo a la mesa. Lucía se enfrió.
Un día, revisó sus tarjetas y encontró una operación en un club nocturno… en la noche que Pablo afirmaba haber dormido con sus colegas.
— ¿Para qué me espías? — le gritó cuando le enseñó el extracto.
— ¿Y qué importa? ¡Somos una pareja!
Lucía se derrumbó. Había amado a un mentiroso. Pablo era un egoísta: quemaba el dinero, malgastaba los ahorros y no buscaba trabajo.
La gota que colmó el vaso fue el anillo de su madre. Una pieza de familia, de oro y rubí, regalo de bodas de María. Al ir a una boda familiar y abrir su cofrecito, se enfrentó al horror: el anillo, ausente.
— ¡Pablo, ¿viste mi anillo?!
— Alguien me pidió un favor… Un amigo. Prometo devolverlo.
— No existe ese amigo. ¿No entiendes? Has vendido mi herencia. Tú no buscas trabajo: vives a mi costa.
— ¡No puedo aguantar más! Quiero el divorcio.
— ¿Divorcio? Te divorciarás, pero la culpa será tuya.
Esa noche, cuando Pablo salió con sus colegas, Lucía recogió lo indispensable y volvió con su madre. En cuanto María la abrazó, soltó el llanto y le contó todo.
— Mamá, por qué no te escuché. Por qué hice esto.
— Ya está, cariño. Solo tienes que seguir hacia adelante.
Una semana más tarde, al volver a su piso a recoger cosas, Lucía descubrió que todo había desaparecido. Televisión, electrodomésticos, incluso su armario estaba vacío. Pablo había vendido lo que pudo y huido.
Se hincó de rodillas en medio del desastre y empezó a reír. No con alegría, sino con amargura. Su boda había sido un error monumental.
Ahora, una mes después, habían firmado el divorcio. Pablo, huido en otro pueblo. Lucía pagaba sus deudas, una por una. María la ayudó, como siempre.
— Cariño, la boda dura un día. El amor hay que sembrarlo, día a día.
— Ya lo sé, mamá — respondió Lucía con una sonrisa dulce.
Ahora Lucía había comenzado una nueva vida. Curso de contabilidad, horas extras, y en los festivos, salidas con amigas y paseos por la campiña.
Una noche, al revisar su cartera, encontró la foto de su boda. En ella, sonreía con el vestido blanco y Pablo a su lado. Esa noche, la foto fue a la papelera.
La boda había sido un error, pero el futuro… Escribiría con sus manos, sin credos ni mentiras. Porque el verdadero amor no salía en cuento de hadas: se sembraba con paciencia, con trabajo, y con una caricia.
Esa noche, Lucía durmió con la consciencia tranquila. Por primera vez en meses, sonrió al sueño.
El amor no había muerto… Solo se había ido, con Pablo, pero en su lugar había crecido el coraje. Y eso, por ahora, le alcanzaba.

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MagistrUm
La boda ocurrió, pero la felicidad brilla por su ausencia.