No hubo boda. El novio nunca llegó a reunirse con su prometida.
Cuántas niñas sueñan desde pequeñas con un vestido blanco, una corona de flores, con ese escalofrío que recorre el cuerpo al escuchar “los declaro marido y mujer”… Lucía era una de ellas. Creció siendo una niña callada, tímida, soñadora y sensible. Muchas veces cerraba los ojos cuando en la televisión mostraban ceremonias nupciales, imaginando que algún día caminaría del brazo de su amor, entre música y miradas de admiración, con el corazón latiendo fuerte.
Conoció a su Adrián en la universidad. Ambos estudiaban Derecho, pero en grupos distintos. Él era alto, rubio, atlético, con una mirada traviesa. Ella, grácil, esbelta, de postura elegante y sonrisa suave. Toda la facultad decía que estaban hechos el uno para el otro. Adrián no se separaba de ella ni un momento. La acompañaba a casa, le llevaba café en las mañanas frías, dibujaba corazones en sus cuadernos. Su relación parecía sacada de un cuento: pura, tierna y sincera.
Pasó un año y él le pidió matrimonio. Para la defensa de los trabajos de fin de grado, las familias ya se conocían, iban juntas a la casa de campo, compartían como parientes. Decidieron casarse justo después de graduarse. Todo marchaba perfectamente. Lucía pasaba semanas eligiendo el vestido, revisando catálogos, visitando tiendas. Hasta que una noche soñó con el traje de sus sueños: encaje delicado, seda color marfil y una cola sutil. Al despertar, supo: “Ese será el mío”.
Fue con sus amigas al salón más cercano. Ana, la vendedora, tras escucharla, sonrió y dijo:
—Hace poco devolvieron un vestido exactamente como lo describes. ¿Quieres verlo?
Lucía se enamoró al instante, sin siquiera probárselo. Parecía tejido de su propio sueño. Su amiga le susurró: “Ana dijo que la boda de esa novia nunca llegó… quizá no es buena idea”. Pero ella no quiso escuchar. Si era el destino, así debía ser. Empaquetaron el vestido, y Lucía aguardó con nervios el gran día.
La víspera de la boda se quedó en una habitación de hotel, sola con sus pensamientos. Se probó el vestido una vez más, girando frente al espejo. De pronto, creyó ver en su reflejo una cinta negra en la cabeza. Un escalofrío la atravesó, pero lo atribuyó a los nervios.
Por la mañana, todo transcurría sin problemas: maquillaje, peinado, el vestido… Lucía lucía como de portada. Sus padres, al entrar, quedaron sin palabras. Solo faltaba esperar a Adrián. Pasó una hora. Luego, otra media. Lucía ya no sonreía. Desde la ventana, vio un coche de policía. Algo se rompió en su pecho. Salió al pasillo, tambaleándose.
—Disculpe… ¿es usted Lucía? —preguntó un joven agente—. Su prometido… Adrián… ha fallecido. Un accidente. Un conductor ebrio se cruzó de carril. No hubo tiempo de reacción.
Lucía no lloró. Solo se quedó inmóvil. Luego se sentó en el suelo y cubrió su rostro con las manos.
Tres días después, estaba en el cementerio, con el mismo vestido, pero ahora con una cinta negra en el cabello. En sus manos, una foto de ambos. La dejó dentro del ataúd, se inclinó, besó la frente fría de su amor y murmuró:
—Perdóname… si lo hubiera sabido, no te habría dejado ir.
Desde entonces, nadie volvió a verla sonreír. Como si se apagara. Vivía en automático. Sus padres decían que era depresión. Los médicos, trastorno adaptativo. Pero su madre sabía que su hija se iba desvaneciendo.
Justo un año después, en el día que habría sido su aniversario, el corazón de Lucía se detuvo. Los médicos anotaron: “paro cardíaco durante el sueño”. Entre sus dedos encontraron aquella foto de boda.
El amor fue verdadero. Tan verdadero que no se pudo vivir sin él.
¿Crees que el amor puede ser tan fuerte que sin él sea imposible seguir?…