**Diario de un Hombre**
—Mari Carmen, ¡por fin te casas! —dijo Carmen con una sonrisa a su hija—. Estoy tan contenta de que Roberto te haya pedido matrimonio. Sabes cómo son los hombres hoy en día, ¿verdad? Solo quieren salir de fiesta y no se comprometen. Pero Roberto es diferente, así que no lo dejes escapar.
—Mamá, tampoco es que yo sea cualquier cosa —bromeó Mari Carmen—. Soy guapa, inteligente y merezco a un príncipe, ¿no crees?
—¡Ay, hija, tanto como un príncipe! —se rió Carmen—. No olvides que ya tienes 35 años. Podríamos decir que esta es tu última oportunidad.
A Mari Carmen le molestaba eso de “última oportunidad”. Pero no discutió. Sabía que su madre sólo quería lo mejor para su única hija. Los años pasaban y no había fila de pretendientes. Así que Carmen temía que su hija nunca se casara ni le diera nietos.
La boda estaba planeada para dentro de dos semanas. Todo estaba listo: el banquete en el mejor restaurante de Sevilla, los invitados confirmados, los trajes elegidos. Lo único que faltaba era que Mari Carmen decidiera finalmente el vestido, así que en unos días iría a un último ajuste.
De repente, llamaron a la puerta.
—¡Debe ser Roberto! —exclamó Carmen, y corrió a abrir—. ¡Pasa, pasa!
—Buenas tardes, Carmen. Hola, Mari Carmen —saludó Roberto—. No he venido con las manos vacías. Para ti, Carmen, una caja de bombones. Y para ti, Mari Carmen, estas flores.
—No hacía falta, Roberto —respondió Carmen, sonriendo—. Sigo sin entender cómo mi hija encontró a un hombre tan maravilloso. ¡Parece que no tienes ningún defecto! Pasa, Mari Carmen te espera en su cuarto.
Llevaban solo seis meses saliendo. A veces, Mari Carmen se preguntaba por qué Roberto se había fijado en ella. Él trabajaba en el ayuntamiento, mientras que ella era una simple profesora de música. Desde el principio, Roberto dejó claro que buscaba una esposa.
Era serio, responsable y, como decía Carmen, un hombre “de provecho”. Solo cinco años mayor que ella, pero a veces Mari Carmen sentía ganas de llamarle “Don Roberto”, como si fuera su profesor.
—Mari Carmen, estos claveles son para ti. Mira, nunca me olvido de ti —dijo Roberto con un tono condescendiente—. Dime, ¿todo está listo para la boda?
—Gracias por las flores. Sí, creo que solo falta elegir el vestido y unos zapatos.
—Oye, ese día tienes que lucir perfecta. A mis tías les gusta criticar —dijo él con seriedad—. No te preocupes por el dinero, compra lo que necesites.
Sacó su cartera y dejó varios billetes en la cómoda:
—Toma, para los gastos. Ah, y otra cosa: la semana que viene ve a ver a mi madre. Te dará las recetas de mis platos favoritos. No quiero que nuestra vida matrimonial empiece con discusiones, así que aprende bien.
—Roberto, ¿recuerdas que tengo 35 años? —sonrió Mari Carmen—. A esta edad, las mujeres ya sabemos cocinar. Además, estamos en plena luna de miel, ¿por qué hablar de ollas ya?
—No, Mari Carmen, mi madre es una excelente cocinera. Su casa siempre está impecable. Sería vergonzoso que viniera y encontrara desorden.
Mari Carmen prometió ir. Roberto se despidió, alegando trabajo. Al quedarse sola, ella sintió un vacío. Quería romance, palabras dulces, risas… pero Roberto siempre era tan frío.
Al día siguiente, fue al salón de bodas. Sin entusiasmo, eligió el primer vestido que le mostraron.
“Todo está bien —pensó—. Me caso con un hombre bueno, con dinero. Muchas me envidiarían. Mamá está feliz. ¿Qué más necesito?”
Salió a la calle, sin ganas de ir de compras. De pronto, una voz la llamó:
—¡Mari Carmen! ¿Eres tú? ¡Qué casualidad! ¿Te acuerdas de mí?
¡Claro que se acordaba! Era Javier, su primer amor. Él la había dejado por otra, y ahora estaba allí, sonriente, como si nada hubiera pasado.
—Hola, Javier —dijo, conteniendo la emoción—. No esperaba verte. ¿Cómo estás?
—Bien, tengo una oficina por aquí. En el trabajo, todo va genial. En el amor… no tanto. Me divorcié hace poco. Bueno, y tú, ¿ya te casaste?
—No… Tengo novio, pero no sé si funcionará —mintió, ruborizándose.
—Ah, entiendo —dijo Javier pensativo—. ¿Tienes prisa? Vamos a tomar algo, iba a almorzar.
Aceptó. Sabía que era raro, pero no pudo evitarlo. Recordó sus largas conversaciones, lo bien que se sentía con él.
Lo observó: alto, delgado, ojos verdes… Nada que ver con el rostro adusto y la figura redondeada de Roberto.
Pasaron una hora en el café. Javier pagó y, al despedirse, le dijo:
—Te llamaré. No es nada raro, solo me alegró verte. Dame tu número para no perder el contacto.
Mari Carmen volvió feliz. Estaba segura de que aquel encuentro no era casualidad. Un signo del destino, justo cuando iba a casarse.
En casa, su madre la esperaba ansiosa.
—¿Ya elegiste el vestido? ¿Y los zapatos? ¡Enséñamelos!
—Mamá… no habrá boda —respondió con voz helada, y entró en su cuarto.
Carmen palideció.
—¡¿Qué?! ¿No te gustó el vestido? ¿Roberto canceló? ¡Dime qué pasó!
—No quiero boda. Ni vestido. Ni a Roberto. ¿Crees que me ama? Solo busca una criada con título.
—¡Mari Carmen! ¿Estás nerviosa? Es una suerte que un hombre como él quiera casarse contigo. ¡Tendrás una vida cómoda!
Mari Carmen se sentó. Con voz tranquila, casi alegre, dijo:
—Hoy vi a Javier.
—¿A Javier? ¿El que te dejó? ¡Por eso cancelas la boda! ¡No arruines tu vida!
Pero Mari Carmen ya había tomado su decisión. Nada la haría casarse con Roberto.
Carmen, desesperada, llamó al novio. Esperaba que él la convenciera.
Pero Roberto estalló:
—¡Vaya educación le diste a tu hija! Mi madre tenía razón con ustedes. No pienso rogarle. ¡No me llames más!
Carmen se derrumbó. Tanto esfuerzo… ¿para nada? Pero Mari Carmen se sentía aliviada. Había evitado un error. Y esperaba la llamada de Javier.
Días pasaron. Nada.
“Estará ocupado”, pensaba. Hasta que, una semana después, decidió llamar ella.
Nadie contestó. Pero horas después, Javier devolvió la llamada:
—Mari Carmen, ¿tú? Perdona, se me olvidó llamarte. ¿Qué necesitabas?
—Nada… solo saludar —mintió, sintiéndose tonta.
—Bueno, ahora estoy ocupado. Hablamos luego, ¿vale?
—¡Espera! ¿Quedamos mañana? En el mismo café —suplicó, temiendo que colgara.
—Mari Carmen… —dudó—. Me alegré de verte, pero… ¿para qué revolver el pasado? No tenemos futuro. Espero que no hayas malinterpretado esto.
—No, claro —respondió, con lágrimas—. Solo llamaba por aburrimiento. Además, pronto me caso.
Colgó, horrorizada. ¿Cómo pudo ser tan ingenua? Canceló su boda por un hombre que no la quería. Y ahora estaba sola.
Por suerte, Carmen la consoló:
—Hiciste bien. Nadie merece vivir sin amor.Y años después, cuando encontró a Luis, el profesor de historia que amaba los libros tanto como ella, Mari Carmen entendió que el verdadero amor nunca llega con prisas, sino cuando el corazón está listo para recibirlo.