La bisabuela que cambió todo

La bisabuela que lo cambió todo

Lucía colocó su conejo de peluche en el sofá y le señaló con el dedo, seria:
—Quédate aquí, ¡o vendrá la bisabuela y ocupará tu lugar!

Elena, al escuchar los murmullos de su hija de ocho años, sonrió mientras limpiaba la ventana de la cocina. El reloj de pared, con su pequeña figura de cisne, marcaba el paso de los minutos, acercándose la llegada de su abuela, Dolores García, que acababa de cumplir ochenta y tres años.

Por primera vez en nueve años, Dolores se había animado a emprender el viaje desde su pueblo en Andalucía hasta Madrid, solo para abrazar a su nieta y conocer por fin a su bisnieta.

En su juventud, Elena había vivido con ella en un pequeño pueblo andaluz, junto a sus padres y su abuela. Pero en 2004 se marchó, se casó y echó raíces en la capital. Su madre, Mercedes, solía visitarlas casi cada año, pero Dolores, ya mayor, siempre esperaba que fuese Elena quien volviese a verla.

La vida de los jóvenes se llenó de hipotecas y trabajo. Los viajes eran escasos, y el ansiado reencuentro se postergaba una y otra vez.

Este año esperaban a Mercedes, pero en su lugar, fue Dolores quien decidió venir: con ochenta y tres años, un corazón débil y las piernas cansadas, cruzando media España.

—Mamá, ¿para qué necesitamos una bisabuela si ya tenemos a la abuela Mercedes y a la abuela Carmen? —preguntó Lucía con la franqueza de los niños, cruzando los brazos.

—¿Para qué? Es mi abuela y tu bisatabuela. Viene a vernos, ¿no te he hablado de ella?

Lucía frunció la nariz:
—¡Pero es vie-ja!

Elena solía llamar a Dolores y, cuando Lucía creció, le pasaba el teléfono para que pudieran hablar. También había fotos. Pero ni la voz al otro lado ni las imágenes sustituían el contacto real. Lucía, que nunca la había visto, solo veía en ella a una “viejita”.

Elena contuvo las ganas de regañarla. La culpa le quemaba: nueve años sin volver a Andalucía. Se sentó junto a su hija y le explicó con calma:
—Sí, es mayor, pero es nuestra familia, igual que la abuela Mercedes o la abuela Carmen. No se habla así de los mayores. Dolores es una mujer increíble, te encantará.

Lucía pareció entender, pero a Elena le quedó un regusto amargo. Vergüenza por que su hija no conociera a su bisabuela, por no haber encontrado el momento de volver.

Ese mismo día, Elena recogió un paquete en correos. El remitente: Dolores García. Extraño, si llegaría en dos días. En casa, al abrirlo, encontró regalos y ropa cuidadosamente doblada. Lucía, curiosa, descubrió primero un abanico antiguo, ligeramente amarillento pero elegante, como de otro siglo. Junto a él, guantes de encaje y, en otra bolsa, un vestido de baile.

—¡Guau! ¿Qué es esto? —Lucía abrió los ojos, tocando la tela.
—No sé por qué lo habrá enviado si viene pronto —musitó Elena, desconcertada.
—¿Es suyo? —Lucía lo miró con escepticismo— ¿Bailaba como yo?

El vestido, aunque antiguo, era hermoso, con bordados delicados. Toda la tarde estuvieron admirando aquellas cosas, preguntándose qué tramaba Dolores. A Lucía le encantó el abanico, probó los guantes —aunque le quedaban grandes— y soñó con un vestido así para sus clases de baile.
—Cuando crezcas, te haremos uno —prometió Elena, sonriendo.

Tres días después, Javier, el marido de Elena, fue al aeropuerto a recoger a Dolores. Elena, recordando las palabras de Lucía, temía que su hija soltase algún comentario desafortunado.

—¡Chicas, llegó la invitada! —anunció Javier, entrando alegre.

En su voz se notaba la emoción.
—Una abuela genial —susurró a Elena, guiñando un ojo.

Tras él, estaba Dolores: con un abrigo sobrio, sombrerito, botines de tacón bajo y un bolso en la mano. Las cejas delineadas, los ojos con su raya fina y los labios pintados a la perfección. Elena recordaba sus palabras: “Los labios deben estar impecables, aunque no haya espejo”. Y Dolores lo lograba como una artista.

—¡Abuela! —Elena corrió hacia ella, conteniendo las lágrimas.

Aunque agotada del viaje, Dolores brillaba con una calidez que derretía hasta el día más frío.

—Mi niña —abrió los brazos.

—Me voy al trabajo, diviértanse sin mí —dijo Javier, despidiéndose.

En la entrada, Lucía observaba sin acercarse. Dolores la miró con ternura, pero no se precipitó, respetando su timidez. Entraron al salón, Dolores apoyándose en Elena.
—El viaje no es para mi edad, pero necesitaba verlas. Antes me habría movido, pero con la cadera…

—Abuela, nosotros deberíamos haber ido —susurró Elena.
—Tranquila, mi alma. Me sentaré un rato.
—¿Quieres descansar? Luego cenaremos…
—Ay, Elena, con el jet lag ya ni sé si es de día o de noche…

Tras el té, Dolores se arregló el pelo —castaño con algunas canas— y posó las manos sobre sus rodillas. No apartaba la vista de Lucía. Quería abrazarla, pero esperaba, dejando que la niña diese el primer paso.

Lucía, con curiosidad, finalmente preguntó:
—¿Esto es tuyo? —señaló el vestido.

—Sí —sonrió Dolores—. Lo llevé en un baile de época, como los de Goya. El abanico y los guantes también.

Lucía se quedó boquiabierta, imaginando a su bisabuela bailando.
—¿Por qué lo enviaste? —preguntó Elena.

Dolores alzó la cabeza con orgullo:
—Quería que me conocieran de verdad antes de llegar.

Al oír “de verdad”, Lucía se animó.
—¡Yo también bailo! —dijo, y corrió a buscar su tutú.

En media hora, Lucía no se separó de Dolores, a quien el día anterior no quería ver. La bisabuela, al sentir que la niña le abría el corazón, la abrazó con todo su amor. Había esperado ese momento, no por obligación, sino por puro cariño. Desde entonces, no se separaron, unidas por el baile.

Al acostar a Lucía, Dolores le arropó con cuidado, como si temiera que pasase frío. Elena la observó y el corazón se le encogió: así la arropaba a ella en la infancia. Las lágrimas asomaron. Abrazó a Dolores y no la soltó.
—¡Qué suerte tenerte aquí!

En su bolso, Dolores llevaba pastillas para el corazón. En la maleta, Elena vio un tensiómetro. “Dios, lo que habrá sufrido para llegar hasta aquí”, pensó, mirando a Dolores, que ahora también era familia para Lucía.

Esta historia ocurrió en un rincón de Madrid, donde el cariño de una bisabuela unió tres generaciones, superando kilómetros y años de distancia.

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La bisabuela que cambió todo