La belleza inesperada de una hija.

La hija de Elena era una belleza. Aunque llegó tarde a su vida, cuando Elena rozaba los cuarenta, después de enviudar y creer que Dios nunca le daría un hijo.

Viajó a la ciudad donde vivía su prima hermana, pasó dos semanas con ella y, al volver, nueve meses después nació su niña: Leticia.

Las vecinas del pueblo murmuraban, claro. Pero Elena nunca reveló quién era el padre ni por qué no aparecía. Ni siquiera su mejor amiga logró sacarle el secreto. En cambio, Leticia creció envidiada por todos: una niña hermosa, de ojos claros y fuerte.

Y cómo la cuidaba Elena. La vestía con esmero, le enseñaba sabiduría y la hacía ayudar en casa. Leti creció alta, elegante, amable. Tras el instituto, hizo un curso en la capital de la provincia y regresó al pueblo como contable en la granja avícola.

Allí conoció a Esteban. Él era nuevo en el pueblo, recién llegado como ingeniero agrónomo. Culto, nada que ver con los campesinos del lugar. Se gustaron al instante. En un mes, Esteban le confesó su amor y se casaron. Ella tenía veintiuno; él, veinticinco. La boda fue la comidilla del pueblo.

Pero tras la luna de miel, empezó a desaparecer. Se ausentaba días enteros y luego volvía. Un verano, mientras tomaban té en la glorieta del jardín, un coche se detuvo frente a la casa. De él bajaron una mujer y un niño.

—Aquí estás, papá. Nos quedaremos las vacaciones.

Era su primera esposa, de la que nunca había hablado. Resultó que visitaba a su hijo a escondidas. Leti no perdonó la mentira. Hizo las maletas y volvió con su madre.

Elena lloró a mares, pero Leti se mantuvo firme:

—¿Y qué importa que tuviera otra familia antes? Ahora te quiere a ti. Acoge al niño, solo viene en verano.

Pero Leti no cedió. Se divorció. Joven y testaruda, se marchó a Madrid en busca de fortuna. Visitaba a su madre, pero no tenía nada que celebrar: ni trabajo estable, ni casa propia, ni pareja.

Cuando cumplió veintiocho, su madre enfermó. Leti lo dejó todo y regresó para cuidarla. Esteban ya se había vuelto a casar y tenía dos hijos. Su nueva esposa temía que Leti, tan elegante y urbana, le robara el marido.

Pero Leti no miraba a nadie. Durante dos años enteros, desafiando el pronóstico de los médicos, se entregó a su madre. Hasta que, al fin, la perdió.

No volvió a Madrid. La vida acelerada de la ciudad no era para ella. Y, aunque Esteban se ofreció a ayudar en el funeral, ella solo le dio las gracias fríamente.

Seguía siendo hermosa, con sus treinta años bien llevados. En cambio, a Esteban ya le plateaban las sienes.

Entonces ocurrió lo inesperado. El pueblo volvió a murmurar. Los Díaz recibían a su hijo Arturo, recién licenciado del ejército. Un mozo de veinte años, alto como un pino, con hombros anchos y músculos marcados.

Todas las jóvenes suspiraban por él, pero Arturo no parecía interesado. Hasta que un día, camino del río, vio a Leti bañándose bajo el sol, con el pelo ondeando como algas de sirena.

El corazón le dio un vuelco. Esperó en la orilla hasta que ella salió, y entonces se lanzó al agua para cargarla en brazos. Ella se reía, forcejeando, pero él no la soltaba. Se había enamorado al instante. En quince días, ya le pedía matrimonio.

Sus padres protestaron:

—¡Estás loco! Es una mujer divorciada, vividora de ciudad. Tú eres un crío, ¿qué puedes ofrecerle? ¡Recapacita!

El pueblo entero la señalaba. ¿Y ella? Solo pasó dos tardes con Arturo, viendo atardecer junto al río. Pero, ¿acaso se manda al corazón?

Sus padres fueron a suplicarle que lo dejara en paz. No eran compatibles. Humillada, Leti volvió a Madrid. No habría felicidad para ella en el pueblo.

…Pasaron siete años.

La vida en la ciudad tampoco le sonrió. Trabajó en una tienda y alquiló habitaciones. Hasta que conoció a un buen hombre, se casó y tuvo un hijo. Un marido decente, con recursos, una casa luminosa. Criaron al niño, aunque él insistía en resolver lo del caserón familiar.

Pero Leti no quería volver. Ni siquiera cuando visitaba la tumba de su madre pisaba el pueblo. Demasiados malos recuerdos. Sin embargo, tras la muerte de su esposo, a los cincuenta años y con un hijo adolescente, decidió que era hora de vender la casa.

Viajaron en verano. Arreglaron la lápida de su madre y se dejaron ver. Leti, elegante en un vestido negro con perlas, caminaba junto a su hijo alto. Saludaron a los vecinos, aunque ya no reconocía a todos.

La casa estaba descuidada: contraventanas torcidas, porche maltrecho. Pero seguía en pie.

Al atardecer, llegaron los rumores. Leti contó su vida en Madrid, su viudez. Y esa misma noche, alguien llamó a la puerta. Su hijo ya dormía; ella hojeaba un álbum de fotos.

Al abrir, se llevó un susto. En el umbral estaba Arturo. La vida tampoco le había sido fácil.

Tras la partida de Leti, tardó en casarse. Al fin eligió a una muchacha del pueblo vecino, Ofelia, para no herir sensibilidades. Se mudó con ella, pero nunca tuvieron hijos.

—No tuve suerte, Leti —confesó con amargura—.

Ella bebía y le traía vergüenza.

—Nunca pude olvidarte. Soy de un solo amor, pero lo entendí tarde. Escuché a mis padres y perdí lo único que importaba. Tú sigues igual de hermosa.

Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Arturo había envejecido: entradas en el pelo, barba incipiente, manos callosas de mecánico. Hablaron hasta medianoche, y ella lo despidió.

—¿Me das tu dirección? Quizá te visite. ¿Te importaría?

Leti se la dio, sin creer que iría. ¿Para qué? Habían perdido demasiado tiempo. Decidió posponer la venta de la casa y volvieron a Madrid.

Menos de un año después, Arturo apareció en su puerta. Alto, bien afeitado, vestido con elegancia, pero con tristeza en los ojos.

Lo dejó pasar, y una oleada de calor removió los recuerdos: su amor, su propuesta de matrimonio, su huida. ¿Era posible recuperar veinte años perdidos?

Lo era. Arturo se divorció de Ofelia y suplicó otra oportunidad. Se ganó al hijo de Leti, ya casi un hombre. Y cuando ella comprendió que era su destino tardío, aceptó.

Se casaron sin ceremonia. Arturo se mudó con ellos y, aunque con dos décadas de retraso, por fin fueron felices.

El tiempo perdido dolió, pero lo mejor estaba por venir…

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La belleza inesperada de una hija.