La batalla de la suegra por el amor de su hijo y su nieto.

La suegra que luchó contra mí por su hijo… hasta contra su propio nieto

A la madre de mi marido la llamaban doña Soledad Martínez. Desde el primer momento me pareció una mujer de carácter, y no me equivoqué. Desde el principio me vio no como a una nuera, sino como a una intrusa, una rival que le arrebataba a su único y querido hijito. Pensé que sería algo pasajero, un simple ataque de celos, esa clase de apego que siente una madre cansada y sola al ver que su lugar en el corazón del hijo ahora lo ocupa otra. Pero jamás imaginé que llegaría el día en que lucharía por su atención no solo contra mí… sino incluso contra su propio nieto.

Tras conocerse nuestros padres, mi madre me susurró con voz temblorosa, como si temiera ser oída:
— Marchaos lejos de aquí, quizá así podáis vivir en paz. Mientras ella esté cerca, no habrá tranquilidad en vuestro hogar.

Por desgracia, tuvo razón.

Vivíamos en un piso que mi marido, Alejandro, había heredado de su abuela. Y aquel piso se encontraba a apenas diez minutos a pie de la casa de mi suegra. Así que, en la práctica, vivía con nosotros. Podía aparecer a las siete de la mañana un sábado —«He hecho empanadas, había que darle de probar a mi hijo»—. O llamar a medianoche —«Me ha dado un vuelco el corazón, tenía que asegurarme de que estuvierais bien»—. Más de una vez, al volver del trabajo, la encontraba sentada en el banco del portal, esperando para acompañarnos hasta la puerta.

Aguanté mucho tiempo. Cerré los ojos, apreté los dientes, sonreí como me habían enseñado a hacer. Pero un día le dije a Alejandro:
— Cariño, esto no puede seguir así. Me ahoga, no tenemos intimidad ni un momento de calma. Háblalo con ella.

Lo habló. Me enteré al día siguiente, cuando sonó el teléfono y al otro lado de la línea se oyeron sollozos y una frase que nunca olvidaré:
— ¡No tienes vergüenza! ¿Quieres arrebatarle un hijo a su madre?

Después de aquello, doña Soledad cambió de táctica. Ya no venía sin avisar; ahora era ella quien llamaba a Alejandro. Constantemente. La presión arterial, el corazón, la soledad que la consumía… O cocinaba «su pastel favorito» —¿cómo iba a decir que no?—. Mi marido se marchaba con remordimientos y volvía una hora después, a veces más tarde.

Mi madre me decía que solo había dos salidas: el divorcio o seguir aguantando. Elegí aguantar. Cerré los ojos, me volví invisible. Hasta que quedé embarazada.

Entonces, Alejandro despertó. Atento, cariñoso, entregado… era el marido perfecto. Pero cuanto más feliz era yo, más sombría se volvía mi suegra. Y empecé a notarlo: sus celos ya no eran solo hacia mí, sino también… hacia el bebé.

El día que nos dieron el alta en el hospital, Alejandro casi llega tarde. Su madre lo llamó al amanecer, histérica: se sentía «mal», el corazón le «latía sin control», «seguro que me muero». En vez de llamar al médico, mandó buscar a su hijo. Él salió corriendo, llamó a una ambulancia, pero los médicos se encogieron de hombros: la tensión estaba apenas alterada, pero por lo demás, todo normal. Llegó al hospital el último, despeinado y lleno de culpa. Ahí lo comprendí todo.

Cuando llevamos al niño a casa, doña Soledad vino a conocer a su nieto. Pero su atención no estaba en él. Paseaba por el piso, se quejaba de lo sola que estaba, repetía lo dura que era su vida y exigía que Alejandro «visitara más a su madre en vez de encerrarse aquí». Hasta su propia hermana perdió la paciencia y le espetó:
— Soledad, ¿estás en tus cabales? ¿No ves que hay un recién nacido? Esto es una celebración. ¿Qué demonios estás haciendo?

Era solo el principio. Cada que había un cumpleaños, una fiesta o un viaje, doña Soledad sufría una nueva «crisis». Y no eran simples caprichos: montaba todo un teatro. Llamaba entre lágrimas falsas, apelaba a la compasión, armaba escenas y manipulaba sin pudor.

Cuando me despidieron por recortes, me quedé en casa con el niño. Alejandro trabajaba el doble, salía al amanecer y volvía de noche. Los únicos momentos que tenía para estar con su hijo eran los fines de semana. Pero ni siquiera esos dos días nos dejaba mi suegra. Ya fuera «arreglar un grifo», «mover un armario» o simplemente «venir a hacerle compañía».

No pude más. La llamé yo misma. Firme, pero serena, le dije:
— Doña Soledad, Alejandro solo tiene estos dos días para estar con su hijo. Irá a verla, pero más tarde. Déjelo ser padre.

¿Y saben lo que me respondió?

— Toda la vida por delante tiene para ser padre. Pero madre solo hay una. Y quién sabe si este niño será siquiera el último…

En ese momento lo entendí todo. Para ella, nadie importaba: ni el nieto, ni yo, ni siquiera los sentimientos de su propio hijo. Solo ella existía.

Luego vino el punto de no retorno. El cumpleaños del niño. Doña Soledad llamó a Alejandro para que «arreglara una tubería». Ese mismo día. Cuando se negó, armó un escándalo, entre gritos, amenazas y un «ataque» teatral. Fue la gota que colmó el vaso.

Alejandro estalló por primera vez. Le dijo:
— Madre, tengo una familia. Y no permitiré que la destruyas. Te quiero, pero no volveré a abandonar todo por un capricho.

Me culpó a mí, por supuesto. Porque la culpable nunca era ella. Pero no dije nada. Ella sola lo había destruido todo. Con sus manos. Con su avidez por ser el centro. Con su egoísmo.

A veces me pregunto: ¿y si hubiera sido simplemente amorosa, humana? Quizá hoy seríamos una gran familia. En vez de esto… solo queda tierra quemada entre nosotros.

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La batalla de la suegra por el amor de su hijo y su nieto.