**Martita y sus ratoncitos**
Llevo un diario y, como psicóloga, escribo sobre mí.
Hace unas semanas conocí a una niña en el parque, sentada en un banco, dando migas de pan a las palomas.
Era muy comunicativa. Al verla por tercera vez, supe a quién me recordaba: a mí.
Sus padres se separaron. Su madre se volvió a casar y se fue a otro país; su padre vive con otra mujer (según Martita, así se llama la niña).
Con esa mujer, Alba, tuvieron un niño llamado Hugo.
Miré a esa pequeña y vi mi reflejo.
¿Cómo ayudarla? ¿Cómo evitar que a los treinta y cinco escriba textos como este?
—Martita, trabajo en ***. ¿Te gustaría aprender a pintar?
—Sí —asiente con entusiasmo.
Voy a su casa y le propongo a su agobiada madrastra que la niña venga a nuestro taller. Finjo no saber que no es su madre.
—Es totalmente gratis, solo necesito el permiso de los padres —miento.
—Yo no soy su madre. Mi marido vendrá luego y lo hablaremos.
Al día siguiente, Martita llega al taller.
La guío con cuidado. Tiene verdadero talento para el dibujo… y para cantar.
Hablé con los demás y la incluimos en todas las actividades posibles.
No me digan que es imposible. Si uno quiere, todo se puede.
Intento darle lo que a mí me faltó: compañía, la certeza de que también importas en este mundo, y no solo ser “la niña que sobran”.
Nos entendimos al instante. Su padre y madrastra creen que soy una trabajadora social asignada a su caso.
¿Ingenuos? ¿O indiferentes?
Seguramente lo segundo. Martita es el recuerdo de una vida pasada para él. ¿Qué hace con ella? La tolera.
Su madre se borró. Envía dinero, ropa, visita una vez al año, pero no la lleva consigo.
¿Por qué?
Porque tiene un marido que no quiere hijos ajenos. Él tendrá los suyos.
Y su padre… “la quiere”. Es el héroe que carga con su cruz: Martita.
Para nosotros, en el centro, es una maravilla. Pero no sabemos cómo es en casa.
Quizás es insoportable, huraña, porque es “la que sobra”.
Como yo.
—Alba, ¿por qué no te casas con Javier?
—¿Qué? ¿De qué hablas? —la miro confundida.
—Bueno… —encoge los hombros—, todos ven que él te quiere, pero tú eres como… la Reina de las Nieves.
Trabajo en *** por vocación. Bueno, en realidad, me estoy curando. O lo intento.
Pero no puedo ayudarme a mí misma. Abrí este diario, me arriesgué a contar todo porque necesito ayuda. Me desvivo por los demás, pero no por mí.
En Martita vi a la niña que necesitaba auxilio.
Intenté, de verdad, acercarme a mis dos familias.
Mi padre, su esposa y mi media hermana… bueno, no es mi hermana. Al final, él tuvo el valor de decirme:
—No llames, no vengas, no escribas.
—A Sandra no le gusta —murmuró, evitando mi mirada.
Yo tenía trece años. Rodillas huesudas, manos grandes en muñecas delgadas como pinzas de cangrejo.
Me sentía la niña más fea del mundo. Un monstruo.
—Papá… pero soy tu hija. Sandra es hija de tu mujer —intenté razonar.
—Es adolescente, está en una etapa difícil. Hasta la llevamos al psicólogo. Necesita amor, ¿entiendes?
—Sí, papá. Claro.
Mi madre, mi padrastro y mi hermano vivían su vida. Reían juntos, pero enmudecían cuando yo aparecía.
Fingían alegrarse de verme, pero notaba su incomodidad. Era la intrusa.
Siempre estuve sola.
Pero anhelaba que me vieran, que me quisieran.
Mi padre dijo que Sandra iba mal en clase.
Entonces estudié más. Para que viera que yo era mejor.
Pero ni lo notó.
—Seré psicóloga —me dije—. Así me valorará.
No lo hizo. Desapareció de mi vida.
Toda mi vida busqué agradar, ser “cómoda”, como le gustaba a mi madre.
—Alba es tan práctica —presumía con sus amigas—. Cocina, limpia, cuida a Hugo.
No puedo tener relaciones estables.
Porque ahogaba a mis parejas con amor, celos, sospechas…
Ayudaba a otros, pero no a mí.
Sabía que no me habían amado lo suficiente. Pero no podía seguir así.
Hasta pensé en tener un hijo sola.
Pero… ¿y si no lo amo?
Soñaba con una niña. Otra niña olvidada.
Vuelvo al presente.
—Alba, ¿irás con Javier al restaurante?
—¿Qué restaurante, Martita?
—Ay, se me escapó… Él te invitará. Finge sorprenderte.
—Vale.
Javier me invitó. Y no tengo miedo. Martita me tejió un amuleto: un ratoncito con un trozo de queso.
Lo hicieron en manualidades. Me lo regaló.
Con ella, aprendo a vivir de nuevo.
No sé ser ligera. No coqueteo, no sé hablar con “chispa”. Pero con Javier… es fácil.
No espera nada de mí.
Estamos en un restaurante pequeño, con fotos en blanco y negro en las paredes.
—¿Te gusta? —pregunta.
—Es acogedor. —Bebo un sorbo de vino—. Me siento como si tuviera dieciséis y me hubiera escapado de clase.
Sonríe.
—Alba… —hace una pausa—, no tienes que ser fuerte. No conmigo.
Guardo silencio. Por primera vez en años, solo quiero escuchar. No discutir, no defenderme. Simplemente ser.
Al día siguiente, llegué temprano al taller.
Entró Martita, radiante.
—¡Ayer jugamos a las palabras con papá y Alba! ¡Gané!
—Genial.
—¡Y luego hicimos tortitas! Y… —duda—, Alba dijo que soy como su hija.
Se me cierra la garganta.
—¿Sabes por qué pasó?
—Porque me enseñaste que si ves lo bueno en alguien, ellos lo sienten.
Entonces lo entendí: yo también he cambiado.
A través de Martita.
Porque pude sentirme necesaria, no por “salvar”, sino por estar ahí.
Esa noche escribí en mi diario.
Sin pulir, sin perfección psicológica. Solo vivo.
A veces el camino a uno mismo pasa por otro.
No sé cómo terminará mi historia.
Pero hoy solté una mochila pesada.
Gracias, Martita.
Sin saberlo, cambiaste mi vida.
Publiqué el texto… y no tuve miedo.
No por seguridad, sino por ser auténtica.
Martita llenó mis vacíos.
Incluso, por su consejo, fui a ver a mi madre.
Fue así:
Martita pintaba una postal de Pascua cuando preguntó:
—¿Hace cuánto no ves a tu mamá?
—Mucho.
—¿Por qué?
—Nos perdimos.
—Pues ve.
—No es fácil.
—¿Por qué? Tienes carnet y coche.
Tiene razón. Solo era cuestión de ir.
Pero…
—Martita, a veces no es el coche, sino el miedo.
—Pues lleva al ratoncito. Ahuyenta el miedo.
Ahora conduzco.
El amuleto de Martita cuelga del retrovisor.
Tres horas y media de viaje.
Su voz repite en mi mente: “Eres adulta”.
Pero dentro sigo siendo la niña que esperaba un halago por su dibujo, y su madre decía:
—Bonito. Pero no serás artista.
El patio es casi igual. SoloEl árbol del patio ya no está, pero al abrir la puerta y ver los ojos de mi madre, supe que, aunque el tiempo no vuelve atrás, algo nuevo podía comenzar.