Esta es la historia de Lucía y sus ratoncitos.
Escribo en mi diario, soy psicóloga y cuento sobre mí. Hace unas semanas conocí a una niña en el parque, sentada en un banco, dando migas de pan a las palomas. Era muy habladora, y al verla por tercera vez, me di cuenta de a quién me recordaba: a mí.
Sus padres se separaron. Su madre se volvió a casar y se fue a vivir a otro país. Su padre está con otra mujer, según me contó Lucía, que así se llama la niña. Con su nueva pareja, Alba, tuvieron un niño, al que llamaron Hugo.
Al mirarla, veía mi reflejo. ¿Cómo ayudarla? ¿Cómo evitar que a los treinta y cinco escriba textos como los míos?
—Lucía, trabajo en un centro cultural. ¿Te gustaría aprender a pintar?
—Sí —asintió con entusiasmo.
Fui a su casa y le propuse a su cansada madrastra que la niña viniera a nuestro taller. Fingí no saber que no era su madre.
—Es completamente gratis, solo necesitamos el permiso de los padres —mentí.
—Yo no soy su madre. Bueno, cuando llegue mi marido, lo hablamos.
Al día siguiente, Lucía apareció en el taller. Intenté guiarla con cuidado, y la verdad es que dibuja de maravilla. También canta bien. Hice arreglos con otros profesores y la incluimos en todas las actividades posibles.
No me digan que no se puede. Si uno quiere, todo es posible.
Traté de darle lo que a mí me faltó: compañía, la certeza de que también es importante en este mundo, no solo una niña que de pronto sobran. Nos entendimos al instante. Su padre y madrastra creen que soy una trabajadora social asignada a su caso. ¿Ingenuos? No, indiferentes.
Lucía es un lastre del pasado de su padre. ¿Qué hacer con ella? Pues aguantar. Su madre desapareció, solo manda dinero, ropa, y viene una vez al año. Pero no se la lleva. ¿Por qué? Porque su nuevo marido no quiere hijos ajenos. Él tendrá los suyos.
Y el padre… bueno, “quiere” a Lucía. Qué héroe, cargando con esa cruz…
Para mí, Lucía es una maravilla. Para los demás también. Pero en casa, ¿cómo será? Quizá insoportable, quizá amargada. Porque es un estorbo. Igual que yo.
—Rosa, ¿por qué no te casas con Javier?
—¿Qué? ¿De qué hablas? —la miré confundida.
—Bueno —encogió los hombros—, todos ven que él te quiere, pero tú eres… como la Reina de las Nieves.
Trabajo en el centro por vocación, pero en realidad me estoy curando a mí misma. Ayudo a todos, menos a mí.
En Lucía vi a esa niña que necesitaba ayuda. Intenté reconciliarme con mis dos familias. Mi padre, su mujer y mi media hermana… bueno, ni siquiera eso. Mi padre tuvo el valor de decirme que no llamara, ni escribiera, ni apareciera.
—Silvia no quiere —murmuró, evitando mi mirada.
Tenía trece años, rodillas huesudas, manos grandes en muñecas delgadas como pinzas de cangrejo. Me sentía fea, un monstruo. ¿Quién podría quererme?
—Papá, pero soy tu hija. Silvia es la hija de tu mujer —intenté explicar.
—Es que está en una edad difícil. Hasta la llevamos al psicólogo. Necesita cariño, ¿entiendes?
Claro que sí, papá.
Mi madre, mi padrastro y mi hermano vivían su vida. Se reían, pero enmudecían cuando entraba yo. Fingían alegría, pero se notaba que mi presencia les pesaba.
Siempre estuve sola. Quería que me vieran, que me quisieran. Mi padre dijo que Silvia sacaba malas notas. Entonces yo me esforcé, para que él notara que yo era mejor. No lo hizo.
“Seré psicóloga”, pensé. Quizá así me valoraría. Tampoco. Desapareció de mi vida.
Siempre intenté agradar, ser cómoda, como le gustaba a mi madre. Fui la hija perfecta: cocinaba, limpiaba, cuidaba a Hugo. Pero no sé tener una relación. Porque ahogaba a los hombres con amor, celos, sospechas…
Ayudaba a otros, pero no podía conmigo. Sabía que me faltó amor, pero no sabía vivir así. Hasta pensé en tener un hijo sola. Pero, ¿y si no lo quería? Imaginaba una niña. Otra niña no querida, otro estorbo.
Desperté de mis pensamientos.
—Rosa, ¿irás con Javier al restaurante?
—¿Qué restaurante, Lucía?
—¡Uy, se me escapó! Bueno, él te invitará. Finge sorpresa, ¿vale?
Y así fue. Javier me invitó. Y no tuve miedo, porque Lucía me había regalado un amuleto: un ratoncito de trapo con un trozo de queso. Lo hizo en clase.
Con Lucía aprendo a vivir de nuevo. No sé ser ligera, coquetear, tener esa “chispa”. Pero con Javier es fácil. No espera nada de mí.
Estábamos en un restaurante pequeño, con fotos en blanco y negro en las paredes. Una farola se mecía fuera.
—¿Te gusta aquí? —preguntó.
—Es acogedor —dije, tomando un sorbo de vino. Bebo poco, pero hoy era especial—. Me siento como si tuviera dieciséis y me hubiera escapado de clase.
Él sonrió.
—Rosa —hizo una pausa—, llevo tiempo queriéndote decir algo. No tienes que ser fuerte. No por mí.
Callé. No por falta de palabras, sino porque, por primera vez en mucho tiempo, solo quería escuchar. No explicar, ni discutir, ni parecer inteligente. Solo ser.
Al día siguiente llegué temprano al taller. Limpiaba pinceles, ordenaba papeles…
Entró Lucía, radiante.
—¡Rosa! Anoche mi padre y Alba jugaron conmigo a las palabras. ¡Gané!
—Qué lista eres.
—¡Y luego hicimos tortitas! Y… —hizo una pausa dramática— Alba dijo que soy como su hija.
Se me cerró la garganta.
—¿Sabes por qué pasó eso?
—Porque me enseñaste que si ves lo bueno en la gente, ellos lo sienten.
Ahí lo entendí: yo también había cambiado. A través de Lucía, de cuidarla, de sentirme necesaria. No por salvar, sino por estar.
Esa noche escribí en el blog. No fue un texto perfecto, ni muy profesional. Fue honesto.
“A veces, el camino a uno mismo pasa por alguien más”.
No sé cómo terminará mi historia. Pero hoy solté una mochila pesada.
Gracias, Lucía. No sabes cuánto cambiaste mi vida.
Al publicar, no sentí miedo. No por seguridad, sino porque por fin fui auténtica. Lucía llenó mis vacíos.
Incluso, siguiendo su consejo, fui a ver a mi madre.
Fue así:
Lucía pintaba una postal de Pascua y de pronto preguntó:
—¿Hace cuánto que no ves a tu mamá?
—Mucho.
—¿Por qué?
—Nos perdimos.
—Pues ve.
—No es fácil.
—¿Por qué? Tienes carné de conducir y coche.
Era cierto. ¿Tan simple era? Solo subir y manejar. Pero…
—A veces no es el coche, es el miedo.
—Pues llévate al ratoncito. Aleja los miedos.
Y fui. El amuleto de Lucía colgaba del espejo. Tres horas y media de viaje. Sus palabras resonaban: “Eres adulta”. Sí, pero dentro sigo siendo la niña que esperaba que su madre alabara un dibujo y solo recibió un “está bien, pero no serás artistaAhora, cada vez que miro al ratoncito, sé que el amor más pequeño puede llenar los huecos más grandes.