La enfermera volcó el orinal sobre la cabeza del jefe de servicio, que se negaba a atender a un mendigo herido y malvestido.
La noche en el servicio de cirugía se arrastraba insoportablemente lenta, como si el tiempo se hubiera espesado junto con el aire cargado de antisépticos y medicinas. En un rincón de la sala de enfermería, apenas iluminado por una lámpara tenue, estaba Lucía Mendoza delgada, con ojos brillantes y pelo rubio despeinado. Sobre sus rodillas, un libro abierto: Lorca, su consuelo, su escape de la realidad.
Los días los pasaba estudiando en la escuela de enfermería, las noches trabajando como auxiliar, y esos escasos minutos de silencio eran su pequeño tesoro. Leer no era solo un hábito, sino su manera de mantenerse entera entre cubos de fregona y camas por hacer.
Bueno, bueno, ¿y esto qué es? ¿Un club de lectura?
La voz, cortante y molesta, rompió el silencio. Lucía se sobresaltó. El libro desapareció. Alzó la vista y allí estaba Javier Fernández, el jefe de servicio. Aparecía siempre sin hacer ruido, como acechando para pillar a alguien en un momento de debilidad. Bajito, con pelo escaso y una expresión perpetua de irritación, sostenía el libro con dos dedos, como si fuera algo sucio.
¿Lorca? esbozó una sonrisa burlona. Muy noble, inspirarse en los clásicos. Pero usted, Mendoza, no está en el salón de una marquesa, sino en un hospital. Aquí se viene a trabajar, no a soñar. ¿O cree que le pagamos por fantasear?
Lucia se levantó despacio. No sentía miedo, solo esa rabia antigua que llevaba años acumulando.
Primero, me pagan tan poco que no llego a fin de mes. Segundo, ya he terminado mi turno. Las habitaciones están limpias, los pacientes atendidos. ¿No tengo derecho a un descanso?
¡Ah, conque así! su voz subió de volumen. ¿Encima le replica a su superior? Una palabra más y la despido sin miramientos.
En ese momento, la puerta se abrió. Apareció Sofía, su amiga y compañera. Con un vistazo, entendió la situación.
Lucía, ¡rápido, a la habitación seis! El abuelo empeora, necesita ayuda.
La agarró del brazo y la sacó al pasillo, añadiendo con falsa dulzura:
Disculpe, doctor Fernández, ahora lo solucionamos.
Una vez lejos, Sofía suspiró.
¿Te has vuelto loca? susurró, apretándole el hombro. ¿Para qué le llevas la contraria? ¡Es capaz de arruinarte! Ya sabes cómo es. Cállate, por el amor de Dios.
No puedo callarme cuando veo cómo pisotean a la gente respondió Lucía, firme. Él no es un médico. Es un carcelero.
Tus palabras no cambiarán nada. Pero a ti te harán daño. Sé prudente.
Prudente. La palabra le sonó amarga. Desde los quince, Lucía vivía bajo otra ley: la de actuar, arriesgar, luchar. Cerró los ojos y por un instante escapó del hospital: vio la casa de su infancia.
La luz del sol entrando por el salón. La risa de su padre fuerte, seguro, exitoso. Él la alzaba en brazos, le regalaba una muñeca de porcelana. Aquel juguete era el símbolo de un mundo lleno de amor, estable, donde todo parecía eterno.
Pero ese mundo se derrumbó en una noche. Su padre fue apaleado en el portal no por robarle, sino como advertencia. Competencia. Los médicos salvaron su vida, pero una lesión en la columna lo dejó inválido. De hombre alegre pasó a ser un ser amargado que descargaba su dolor en los suyos.
Su madre, Carmen Ruiz, no lo soportó. Tras la muerte de su marido, un infarto la dejó postrada los médicos hablaron de agotamiento nervioso. Lucía, con quince años, se quedó sola. Vendió la muñeca, luego todo lo de valor, para comprar medicinas. Después, empezó a trabajar: primero como limpiadora, luego como auxiliar.
Vio cómo los enfermos sufrían, los médicos pasaban de largo, la vida perdía valor. Entonces, recordando el dolor de sus padres, juró: sería médica. De verdad. De las que escuchan, ven, no dan la espalda. No como Javier Fernández. Esos recuerdos eran su fuerza.
Cerca de las dos de la madrugada, cuando el hospital dormía, Lucía volvió a adormilarse con el libro en las piernas. Un alboroto en urgencias la despertó. Corrió hacia allí.
En la camilla había un hombre ropa rota, cara sucia, pelo enmarañado. Olía a alcohol y sudor. Se agarraba el costado, y entre sus dedos brotaba sangre.
¿Qué pasa? preguntó Lucía, acercándose.
Me han apuñalado arrastró la voz. Por no tener ni un duro…
Javier Fernández salió de su despacho, atraído por el jaleo. Miró al hombre con desprecio.
¿Y este quién es? ¿Un vagabundo de la calle?
Tiene una puñalada dijo la enfermera de guardia. Necesita cirugía urgente.
El jefe ni se acercó. Lo escaneó con la mirada y negó con la cabeza.
¿Y yo tengo que lidiar con esto? Está sucio, borracho, sin papeles. ¿Quién va a pagar? No pienso ensuciar el quirófano por un mendigo.
¡Pero puede morir! saltó una enfermera joven.
Javier esbozó una sonrisa fría.
Que muera. Es selección natural. Gente así elige su destino. Llamen a la policía. Yo no gasto recursos en desechos.
Se dio la vuelta y se marchó. El personal quedó paralizado. El hombre en la camilla gemía, palidecía, perdía el conocimiento. El tiempo se escapaba.
Y entonces, algo en Lucía estalló. Le resultaba demasiado familiar. Su padre. La ambulancia que tardaba. El médico indiferente. “Espera, que terminamos el café.” El miedo se evaporó. Solo quedó la rabia.
Tenía en las manos un orinal limpio vacío, solo olía a lejía. En ese momento, parecía casi un arma. Sofía se abalanzó sobre ella:
¡Lucía, para! ¡Piensa en tu madre!
Pero Lucía ya no escuchaba. Entró en el despacho sin llamar. Javier estaba leyendo una revista.
¡Usted no es un médico! gritó, y su voz sonó tan afilada que él tambaleó la revista. ¡Usted juró ayudar! ¡Da igual si es rico o pobre, limpio o sucio! ¡Usted es un asesino por omisión!
El jefe se levantó despacio. Su rostro se deformó por la furia.
¿Tú quién eres para darme órdenes? silbó. ¡Tu trabajo es fregar y vaciar orinales! ¡No leer ni meterte donde no te llaman! ¡Fuera! ¡Ahora mismo!
Fue la gota que colmó el vaso.
¿Vaciar orinales? repitió Lucía, con una calma helada. De acuerdo. Permítame cumplir con mi deber.
Y, antes de que nadie reaccionara, volcó el contenido del orinal afortunadamente vacío sobre la cabeza de Javier Fernández.
El silencio fue absoluto. Las gotas resbalaban por su sien, por el cuello de la chaqueta. Luego, gritó un alarido animal.
¡DESPEDIDA! ¡Fuera! ¡Te arruinaré! ¡Te demandaré! ¡