¡Ay, qué historia te voy a contar! Es de esas que te hacen ver que la familia a veces no es como uno espera. Resulta que la abuela, que se llama Carmen Jiménez, una mujer de 75 años llena de vida, tenía un piso enorme en el centro de Zaragoza, un tres dormitorios que era la envidia de muchos.
Pues bien, su nieto, Javier, el hermano de mi marido, estaba más pendiente del piso que de ella. Él, su mujer Lucía y sus tres hijos vivían apretados en casa de la suegra, pero en vez de ahorrar para algo propio, tenían la idea fija de que “total, la abuela no va a durar para siempre”. Nunca lo decían abiertamente, pero se notaba en sus sonrisas falsas y en cómo miraban el piso.
Carmen, sin embargo, no tenía ningún plan de quedarse sentada a esperar. Iba al teatro, visitaba museos, hasta salía con amigos. Hasta que un día, Javier se atrevió a soltarlo: “Abuela, sería mejor si firmas el piso a mi nombre y te vas a una residencia. Así tendrás cuidados y no estorbarás”.
¿Te imaginas? Ella ni siquiera contestó. Fue a su habitación, cerró la puerta y al día siguiente vino a casa de mi marido y mía. Ya antes le habíamos dicho que podía vivir con nosotros y alquilar su piso para cumplir su sueño: viajar a Japón. Pero fue esa grosería la que la decidió.
En dos días, alquiló el piso a unos inquilinos serios, y empezó a guardar dinero. Javier, cuando se enteró, se puso hecho una furia. Nos llamó, nos gritó, acusó a mi marido de manipularla, ¡hasta quiso parte del alquiler! Y Lucía empezó a aparecer por casa, fingiendo preocupación: “Ay, Carmen, ¿cómo estás?” Pero todos sabíamos lo que realmente querían.
Pero la vida da vueltas. Carmen se fue a Japón, nos mandó fotos feliz entre los cerezos en flor de Tokio. Y al volver, dijo: “Quiero más”. Le propusimos vender el piso, comprar algo más pequeño en las afueras de Madrid y usar el resto para viajar. Así lo hizo. Vendió el tres dormitorios, se compró un pisito modesto y, con lo que sobró, se fue a Europa.
En París, en una excursión, conoció a un francés viudo, Jean-Pierre. Un mes después… ¡se casaron! Volamos para la boda, una ceremonia pequeña pero preciosa.
Y Javier, ¿qué hizo? Volvió a llamar, esta vez pidiendo el pisito nuevo: “¡Somos una familia de cinco, no tenemos dónde vivir!”. Carmen solo sonrió: “Si queréis visitarnos, tenéis una habitación en casa de Jean-Pierre y mía”.
Ahora hablo con ella a menudo. Nunca ha sido tan feliz. Lo peor no es que Javier quisiera su herencia antes de tiempo, sino que nunca la vio como persona, solo como un metro cuadrado.
Moraleja: No es lo que tienes, sino el corazón lo que importa. Si pones lo material por encima de la familia, al final te quedarás solo. Punto.