La maleta antigua
Lucía salió furiosa al porche, cerrando la puerta con tal fuerza que los perros del cobertizo comenzaron a ladrar. Otra vez, discutiendo con su abuela. Siempre lo mismo: «Riega las plantas», «Ayúdame con la mermelada», «Deja el móvil». ¡Como si una chica de dieciocho años no tuviera nada mejor que hacer en verano!
—¡Lucía! ¡Vuelve ahora mismo! —le gritó su abuela, Leonor María, pero su nieta ya caminaba por el polvoriento camino del pueblo, sin mirar atrás. No tenía adónde ir, pero menos ganas de volver a casa.
Llegó hasta el lago, se sentó en la orilla y observó cómo el sol se escondía lentamente detrás del bosque. La amargura la ahogaba por dentro: sus padres, que se habían ido a trabajar a Suiza dejándola sola; su abuela, que en vez de dejarla marchar a la ciudad, la trajo a este pueblo perdido. Lucía ya había entrado en la universidad, tenía una nueva vida por delante, y aquí estaba, cargando tarros en el sótano.
A la mañana siguiente, su abuela llamó a su puerta:
—Lucía, ¿me ayudas? Hay que bajar los tarros de cristal al sótano. Con estas escaleras viejas, yo sola no puedo.
Con fastidio, Lucía se levantó, se lavó la cara y bajó. Los tarros pesaban, y las escaleras crujían bajo sus pies. Hizo varios viares. En el último descenso, en un rincón del sótano, vio una maleta vieja, cubierta de polvo.
—¡Abuela! ¿Qué hace aquí esa maleta?
—Ni idea… Quizás la dejó tu abuelo. Desde que se fue, no he vuelto a bajar.
La curiosidad invadió a Lucía. Sin escuchar las protestas de su abuela, arrastró la maleta hasta la luz. La tela estaba gastada, la cerradura, oxidada.
—Déjalo estar, solo es basura —refunfuñó Leonor María—. Quién sabe qué hay dentro.
Pero Lucía ya rebuscaba entre camisas viejas, fotos y papeles amarillentos. En el fondo, había un sobre con letra pulcra. Decía: «Para Carmen. Perdón y comprensión». La letra era inconfundible: la de su abuelo.
—¿Puedo abrirlo? —preguntó Lucía, mirando a su abuela.
Ella asintió. Lucía comenzó a leer. La carta era desgarradora. En ella, su abuelo José pedía perdón a una tal Carmen. Hablaba de su amor y de cómo lo había destruido con sus celos. La fecha: 1972. Su abuela palideció.
—Eso fue… un año después de nuestra boda —susurró.
—Quizás es mejor dejarlo pasar —dijo Lucía con suavidad.
—No. Ahora necesito saber. ¿Dónde está ese lugar del que habla, «donde arruiné sus sueños»?
Esa noche, Leonor María le pidió a su nieta que buscara trenes a un pueblo cerca de Toledo.
—Hazlo, por favor. Necesito ver esa calle.
Al día siguiente, viajaron juntas. El trayecto fue largo, y su abuela no dejó de hablar: de su juventud, de cómo conoció a José, de cómo se casó por amor. Pero siempre había sentido una sombra, la duda de que él nunca estuvo del todo con ella.
Al llegar, tomaron un taxi y siguieron la dirección de la carta. La casa era de madera, bien cuidada. Mientras estaban en la puerta, una voz las sobresaltó:
—¿Buscan a alguien? ¿Son del centro de jubilados?
Se dieron vuelta. Una mujer de unos ochenta años, fuerte y de mirada clara, las observaba.
—Buenos días. Perdone, ¿conoce a Carmen Ruiz? —preguntó Leonor María.
—Mi hija —sonrió la anciana—. Pero vive en Bilbao desde hace años.
—¿Y a José Martínez? Yo soy su viuda…
La mujer, que se presentó como Doña Asun, las invitó a pasar. Contó que José había estado destinado allí. Carmen, su hija, trabajaba de enfermera. Estaban enamorados, iban a casarse, pero alguien sembró la mentira de que Carmen le era infiel. José se lo creyó y se marchó. Carmen no lo perdonó, pero siguió queriéndolo. Dos años después, iba a casarse con otro. Un mes antes de la boda, llegó una carta de José. Pero Doña Asun la abrió, la leyó, y la devolvió.
—Quería que empezara de cero. Y no me arrepiento. Es feliz. Tiene una buena vida. Y tú, Leonor, has vivido con dignidad. Tal vez todo pasó como debía.
Salieron en silencio. Su abuela tenía lágrimas en los ojos.
—¿Y si lo hubiera perdonado?… —murmuró en el hostal. Lucía le tomó la mano.
—Abuela, la vida no se vive con «qué hubiera pasado» —respondió con ternura—. Fuiste su esposa. Él te quiso. Y tú a él.
Leonor María asintió, abrazó a su nieta y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió. **A veces, el pasado duele, pero mirarlo de frente nos libera, enseñándonos que el amor verdadero no se mide en segundas oportunidades, sino en la paz que dejamos en el corazón de los demás.**