La vieja casita de campo donde renació la felicidad
Javier invitó a sus amigos a su casa de campo. Por sus caras se notaba que las expectativas no se cumplieron. Alguno incluso torció el gesto al ver las paredes desconchadas y el jardín lleno de maleza.
“¿Qué esperaban?”, pensó Javier, observando sus reacciones. “¿Creían que los llevaba a un chalet de lujo? Esto es la humilde casa de la abuela, no una mansión…”
Pero pronto el asador echó humo, la carne chisporroteó y los altavoces soltaron música. Risas, bromas, carne a la brasa y el aroma de la leña hicieron que la tarde fluyera con más alegría. Las brochetas quedaron perfectas, la cerveza corrió y el ambiente se animó.
También hubo sitio para dormir. Algunos se acomodaron en el viejo sofá, otros en colchones de la terraza. A la mañana siguiente, todos se fueron a casa, satisfechos y con el estómago lleno.
Javier se quedó. No tenía ganas de volver al bullicio de la ciudad. Estaba en silencio, mirando la vieja vajilla en el armario, cuando de pronto escuchó una voz desde fuera:
“¡Eh, habitantes! ¿Hay alguien?”
Salió al porche y se quedó paralizado. En el sendero había una chica—guapa, con una mirada algo tímida—que lo observaba con cautela.
“¿Tú… eres el dueño? Antes vivían aquí Ana Isabel y Vicente. ¿Quién eres tú?”
“¿Y tú quién eres?”, replicó Javier con brusquedad. “¿Parezco un estafador o qué?”
Pero entonces la chica sonrió, suave, casi con dulzura.
“No, es solo que… hace mucho que no venía. Solía ser amiga del nieto de Ana Isabel. Y la verdad, no te pareces en nada a él.”
“¿Que no me parezco?”, resopló Javier. “Pues ese nieto soy yo—Javier. Lo que pasa es que debes confundirme con alguien.”
La chica se sonrojó hasta las orejas.
“Yo soy Lucía. Tú eras amigo de mi hermano, Alejandro. ¿Recuerdas que me colaban en vuestras salidas? Una vez me diste un caramelo junto a la hoguera, cuando asábamos salchichas…”
Javier la miró con más atención. Había algo familiar en su rostro, sobre todo en esa mirada ilusionada. Hace diez años, ella los seguía como una sombra, y Alejandro y él intentaban escabullirse.
“¿Eras tú?”, dijo sorprendido. “¿La chiquilla con pecas?”
“Bueno, ahora ya no soy tan chiquilla”, se rio Lucía.
Entraron en la casa. Javier puso el hervidor, y Lucía sacó las tazas antiguas de la abuela del armario.
“¿Puedo? Siempre soñé con tomar té en estas. Son tan bonitas…”
Bebieron té y comieron polvorones del día anterior. El reloj de pared volvió a funcionar—Javier le dio cuerda por primera vez en años. Era como si la casa, olvidada tanto tiempo, empezara a revivir.
“Venía a buscar setas, pero me dio miedo entrar sola”, confesó Lucía, sujetando la taza con ambas manos como una niña.
“¿Te gustan las setas?”, sonrió Javier. “Pues el finde vamos juntos.”
Hasta él se sorprendió de lo fácil que era estar con ella.
Desde entonces, empezaron a quedar. Todo lo que Lucía tocaba parecía cobrar vida. Lavó las ventanas, pulió los muebles viejos, colocó la ropa en el armario—ordenada, siguiendo el sistema de la abuela.
“Parece todo nuevo”, decía asombrada. “Como si tu abuela supiera que acabaríamos viviendo aquí.”
Y era cierto. La vieja casa parecía despertar. Javier arregló el porche, pintó las contraventanas. Hasta la vieja moto del abuelo arrancó. La vida volvió a girar.
“Yo no sabía que se podía querer así”, murmuró Javier una noche junto a la hoguera.
“Yo tampoco”, admitió Lucía.
Cuando Javier decidió teletrabajar y mudarse a la casa de campo, sus padres se sorprendieron.
“¿Te has vuelto loco? ¿A ese lugar perdido?”, exclamó su madre.
Pero Javier solo encogió los hombros. Allí todo era auténtico—el bosque, el río, la vieja casa y… Lucía.
Los abuelos vinieron a visitarlos un día, solo para ver.
Ana Isabel acarició las paredes de madera.
“Es como si la casa nos hubiera estado esperando”, susurró.
Y el abuelo, ese revivió del todo. Se subió a la moto, chasqueó los dedos, bromeó. Hasta pidió que sacaran el tren de juguete que Javier había reparado hacía tiempo.
“Qué bien que no la abandonasteis”, dijo, mirando a su nieto con orgullo. “Tu abuela y yo vivimos aquí años muy felices… Y ahora volverá a haber alegría. La vida sigue.”
“Abuelos, gracias por la casita”, dijo Javier al despedirse. “Sin ella, nunca habría conocido a Lucía.”
Y Lucía, a su lado, añadió:
“Y gracias por vuestro cariño. Se ha quedado aquí. En cada tabla, en cada tic-tac del reloj…”
La casa, vieja, de madera, con el tejado desgastado, volvió a respirar. A vivir. Y en ella resonaban risas. La risa de la vida.