La vieja casa de campo donde renació la felicidad
Andrés invitó a sus amigos a su casa en el pueblo. Por sus caras se notaba que las expectativas no se habían cumplido. Alguno incluso torció el gesto al ver las paredes descascarilladas y el jardín lleno de maleza.
—¿Qué esperaban? —pensó Andrés—. ¿Que los llevaba a un chalet de lujo? Esto es la humilde casita de la abuela, no una mansión…
Sin embargo, pronto el asador echó humo, la carne chisporroteó y los altavoces empezaron a sonar. Risas, bromas, carne a la brasa y el aroma de la leña hicieron que la velada se animase. Las brochetas estaban deliciosas, la cerveza fluyó y el ambiente se volvió jovial.
Hubo sitio para todos a la hora de dormir. Unos se acomodaron en el viejo sofá, otros en colchones en el porche. Por la mañana, todos se marcharon a casa, satisfechos y con el estómago lleno.
Andrés se quedó. No tenía ganas de volver al bullicio de la ciudad. Estaba sentado en silencio, mirando la vajilla antigua en el aparador, cuando de repente escuchó una voz desde fuera:
—¡Eh, dueños! ¿Hay alguien?
Salió al porche y se quedó petrificado. En el camino había una chica, guapa, con una mirada algo tímida. Parecía desconfiada.
—¿Tú… eres el dueño? Antes vivían aquí Ana María y Vicente. ¿Quién eres tú?
—¿Y tú quién eres? —replicó Andrés, algo brusco—. ¿Parezco un estafador acaso?
Pero la chica de repente sonrió, con dulzura, casi con cariño.
—No, es solo que… hace mucho que no vengo. Hace años era amiga del nieto de Ana María. Y, la verdad, no te pareces en nada a él.
—¿Que no me parezco? —bufó Andrés—. Pues soy ese mismo nieto. Andrés. A menos que me hayas confundido con alguien.
La chica se sonrojó hasta las orejas.
—Soy Lucía. Tú eras amigo de mi hermano, Álex. ¿Te acuerdas? A veces me dejaban unirme a vuestras reuniones. Una vez me diste una piruleta junto a la hoguera, cuando asábamos salchichas…
Andrés la miró con más atención. Había algo familiar en su rostro, sobre todo en esa mirada entusiasta. Hacía una década, ella los perseguía a él y a Álex por todas partes, y ellos intentaban escapar de la “pequeña pesada”.
—¿Eras tú? —se sorprendió—. ¿La niña pecosa?
—Bueno, ahora ya no soy tan pequeña —se rió Lucía.
Entraron en la casa. Andrés puso la tetera y Lucía sacó del armario las tazas antiguas de la abuela.
—¿Puedo? Siempre quise tomar el té en estas. Son preciosas…
Bebieron té y comieron los mantecados del día anterior. El reloj de la pared volvió a dar tictac: Andrés lo había puesto en marcha por primera vez en años. Era como si la casa, olvidada durante tanto tiempo, hubiera despertado.
—Iba a buscar setas, pero me dio miedo ir sola —confesó Lucía, sosteniendo la taza con ambas manos como una niña.
—¿Te gustan las setas? —sonrió Andrés—. Pues el fin de semana vamos juntos.
Hasta él se sorprendió de lo cómodo que se sentía con ella.
A partir de entonces, empezaron a verse. Todo lo que Lucía tocaba parecía cobrar vida. Limpió los cristales, abrillantó los muebles viejos y ordenó la ropa en el armario siguiendo el sistema meticuloso de la abuela.
—Aquí todo está como nuevo —decía maravillada—. Como si tu abuela supiera que vendríamos a vivir juntos.
Y era verdad. La casa, vieja y de madera, parecía haber despertado. Andrés arregló el porche, pintó las contraventanas. Hasta la vieja moto del abuelo volvió a funcionar. La vida, una vez más, seguía su curso.
—Nunca supe que se podía querer así —dijo Andrés en voz baja una noche, junto a la hoguera.
—Yo tampoco —susurró Lucía.
Cuando Andrés decidió teletrabajar y mudarse definitivamente al pueblo, sus padres se sorprendieron.
—¿Te has vuelto loco? ¿A ese lugar perdido? —exclamó su madre.
Pero Andrés solo se encogió de hombros. Allí todo era auténtico: el bosque, el río, la casa vieja… y Lucía.
Los abuelos vinieron a visitarlos un día, solo para ver cómo estaba el lugar. Ana María acarició las paredes de madera.
—Es como si la casa nos hubiera estado esperando —susurró.
Y el abuelo, Vicente, parecía rejuvenecer. Se subió a la moto, chasqueó los dedos y bromeó. Hasta pidió que enchufasen el tren de juguete que Andrés había reparado.
—Qué bien que no la abandonasteis —dijo, mirando a su nieto con orgullo—. Tu abuela y yo vivimos años felices aquí… y ahora volverá a haber alegría. La vida sigue.
—Abuelos, gracias por la casa —dijo Andrés al despedirse—. Sin ella, nunca habría conocido a Lucía.
Y Lucía, a su lado, añadió:
—Y gracias por vuestro cariño. Sigue aquí. En cada tablón. En cada hora que vuelve a marcar el reloj de la pared…
Y la casa, vieja, de madera, con el tejado desgastado, volvió a respirar. A vivir. Y en ella resonaban risas. La risa de la vida.