La anciana más humilde del barrio halló 300 mil pesos; al intentar devolverlos, el dueño afirmó que “faltaban” más de 100 mil, y ella, desconcertada, tuvo que pedir un préstamo en el banco para completar la cantidad.

En el barrio más humilde de Salamanca vivía la abuela más querida: Doña Carmen, una viuda de pelo blanco como la nieve que malvivía en una casita con más goteras que tejas. Sus hijos andaban lejos, así que se las ingeniaba como podía, vendiendo hierbas del campo y juntando cartones para sobrevivir.

Una mañana, mientras paseaba junto al río Tormes recogiendo botellas, encontró una cartera de piel abandonada. Al abrirla, casi se le escapa un “¡Ave María Purísima!” al ver un montón de billetes de 50 euros. Contó rápido: 3.000 euros. En sus 80 años de vida, jamás había tocado tanto dinero. Le temblaban las manos como hoja al viento, pero recordó el refrán: “Lo ajeno, aunque sea un céntimo, pesa más que una losa”. Así que envolvió el dinero en su pañuelo y fue directa a casa de Don Rodrigo, el hombre más adinerado del pueblo dueño de la maderera.

Don Rodrigo, al ver el dinero, lo contó con prisas y frunció el ceño como si le hubieran puesto vinagre en el vino:
¿3.000 euros? Aquí faltan 1.000 más. ¡Debes de haberte equivocado, mujer!

Doña Carmen se quedó más tiesa que un poste, balbuceando que no había tocado ni un céntimo. Pero Don Rodrigo, terco como una mula, insistió. Para no quedar como una ladrona, la pobre tuvo que ir al banco a pedir un préstamo y completar “lo que faltaba”. El pueblo no paraba de cuchichear: unos decían que Don Rodrigo era un sinvergüenza, otros murmuraban que quizá la abuela se había quedado con algo.

Tres días después, al amanecer, un estruendo sacudió el barrio. Diez coches de lujo, brillando como espejos, se plantaron frente a la casa de Doña Carmen. De uno bajó un hombre alto, trajeado, con los ojos humedecidos:
¡Madre! Llevo veinte años buscándote. Soy el niño que recogiste del portal de la iglesia y criaste como tu hijo.

Detrás de él, pálido como el queso fresco, apareció Don Rodrigo. El hombre lo miró con una sonrisa que heló la sangre:
¿Le sueno? Hace años, cuando mi madre me cargaba en brazos, usted le arrebató las tierras de su familia y la dejó en la miseria.

El pueblo enmudeció. El hombre volvió a Doña Carmen, abrazándola:
Madre, estos coches están llenos de regalos y dinero para ti. Y una casa nueva en la mejor zona de Salamanca.

Luego, se giró hacia Don Rodrigo y sacó un papel:
Su deuda no es de euros, sino de vergüenza. Compré su préstamo al banco. Ahora debe usted… y el interés es el mismo que cobraba a los pobres. Pero no quiero su dinero. Quiero que vaya casa por casa pidiéndole perdón a mi madre.

Don Rodrigo, temblando como un azogado, bajó la cabeza. Entonces, Doña Carmen, con voz serena como el atardecer en el campo, dijo:
No necesito que me devuelvas nada. Solo recuerda: el dinero vuelve, pero la honra, una vez perdida, no se compra con todo el oro del mundo.

El pueblo estalló en aplausos. Y desde ese día, en la plaza no se habló de otra cosa: cómo la bondad de Doña Carmen, más duradera que el granito, acabó venciendo a la avaricia. Ahora, su casa huele a cocido y rosquillas, y en la puerta, los coches relucientes son testigos de que la vida, tarde o temprano, devuelve lo que das.

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MagistrUm
La anciana más humilde del barrio halló 300 mil pesos; al intentar devolverlos, el dueño afirmó que “faltaban” más de 100 mil, y ella, desconcertada, tuvo que pedir un préstamo en el banco para completar la cantidad.