La anciana más humilde del barrio halló 300 mil pesos; al devolverlos, el dueño afirmó que ‘faltaban’ más de 100 mil y, confundida, tuvo que pedir un préstamo al banco para completar la suma.

La mujer más humilde del vecindario halló 300 mil euros; al devolverlos, el dueño afirmó que “faltaban” más de 100 mil. Confundida, no tuvo más remedio que pedir un préstamo para completar la suma.

Doña Carmen, quien vivía al final de la callejuela, era adorada por todos. Viuda desde joven, con sus hijos lejos, habitaba sola en una casita con goteras, subsistiendo de unas tierras alquiladas y de recolectar botellas y cartón para vender.

Una mañana, mientras recogía latas junto al río, vio un bolso de piel abandonado. Al abrirlo, encontró un fajo grueso de billetes. Contó rápido: 300 mil euros. Nunca en su vida había tocado tanto dinero. Le temblaban las manos y el corazón le golpeaba el pecho. Pero recordó: “lo ajeno no es tuyo”. Lo envolvió con cuidado y corrió a la casa de don Ramón, el dueño de la maderera más próspera de la comarca.

Don Ramón contó el dinero y frunció el ceño:
¿300 mil? En este bolso había más de 400 mil. ¿Dónde está el resto? ¡Devuélvemelo!

Doña Carmen se quedó petrificada, balbuciendo, pero él insistió. Para no ser tachada de ladrona, apretó los dientes y pidió un préstamo urgente de más de 100 mil euros. En el barrio cuchicheaban: unos la defendían, otros dudaban.

Tres días después, al alba, un estruendo sacó a todos a la calle. Frente a la casa de doña Carmen había diez coches relucientes, repletos de regalos, electrodomésticos y sobres con dinero. Un hombre de traje, con los ojos húmedos, bajó de uno:
¡Madre! Llevo veinte años buscándote Soy el niño que recogiste y criaste cuando me abandonaron. Hoy vuelvo para agradecerte todo.

Detrás de él apareció don Ramón, pálido y temblando, al ver la sonrisa helada del recién llegado.

¿Me reconoce? preguntó el hombre, cada palabra cortante. Cuando mi madre me llevaba en brazos, usted le arrebató las tierras de sus padres y la obligó a vivir junto al río.

Los murmullos crecieron, y todas las miradas se clavaron en don Ramón con reproche.

El hijo miró a doña Carmen con ternura:
Madre, ahora tengo éxito. Estos coches y regalos son tuyos. Y la nueva casa está en la mejor zona del pueblo.

Doña Carmen acarició su rostro, llorando.

Él se volvió hacia don Ramón:
Su deuda no es de dinero, sino de honor. Acusó a mi madre falsamente. He comprado su deuda. Ahora, usted me debe a mí.

Mostró un documento con intereses abusivos, iguales a los que él imponía. Don Ramón palideció, las rodillas flaqueando.

No quiero su dinero dijo el hijo. Quiero que vaya casa por casa, cuente la verdad y pida perdón.

Don Ramón bajó la cabeza, derrotado.

Entonces, doña Carmen habló con calma:
No necesito que me devuelva nada. Solo recuerde: el dinero se recupera, pero la dignidad perdida no tiene precio.

El silencio inundó la calle. Don Ramón se quedó mudo, mientras el hijo llevaba a su madre entre aplausos.

Desde aquel día, el patio de doña Carmen siempre olía a comida recién hecha, con risas y coches de lujo aparcados, recordando que la bondad siempre triunfa.

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MagistrUm
La anciana más humilde del barrio halló 300 mil pesos; al devolverlos, el dueño afirmó que ‘faltaban’ más de 100 mil y, confundida, tuvo que pedir un préstamo al banco para completar la suma.