La Anciana Desapareció de la Parada, pero lo que Sucedió Después Conmovió a Todos

**La Señora Mayor Desapareció de la Parada de Autobús — Pero Lo Que Hizo la Ciudad Derritió Corazones**

La parada de autobús en la esquina de Olivo y Tercera tenía su propio clima. En las mañanas de verano, las hojas tejían encajes de luz sobre el pavimento. En invierno, el vapor de la panadería de enfrente envolvía la marquesina como un suspiro cálido. Era un lugar sencillo: tres bancos, un mapa de rutas con las esquinas dobladas y una papelera abollada. Pero los vecinos de Puentemaple habían convertido ese rincón en un pequeño ritual cotidiano.

Todos los días laborables a las 8:15 de la mañana, llegaba la señora Ada Villalba con su abrigo azul de lana —incluso en verano— porque los bolsillos eran justo del tamaño de dos libros de bolsillo y una bolsa de migas para los gorriones. Llevaba un sombrero con una florecita de seda y saludaba al conductor por su nombre. A veces subía al autobús; otras, no. Lo importante era que siempre estaba allí: sonriente, tranquila y constante como el reloj de la plaza.

Hasta que un martes soleado de septiembre, no apareció.

Al principio, nadie lo notó. La gente llegaba tarde, el autobús se adelantaba, la panadería tenía cola. Pero cuando el autobús arrancó con un siseo, una barista del café —Lucía Torres, diecinueve años y siempre corriendo contra el reloj— cruzó la calle para dejar una taza de té caliente en el banco. «Para usted, señora V», dijo al aire, como siempre hacía cuando veía el abrigo azul acercarse. Esta vez, solo encontró el banco vacío, unas migajas del día anterior y algo suave y doblado junto al reposabrazos.

Una bufanda. Azul como el cielo despejado, con una etiqueta cosida en un extremo: *«Si tienes frío, esto es tuyo. —A.V.»*

Lucía miró arriba y abajo por la calle Olivo. Ni rastro del sombrero, los libros o la señora Villalba.

Al otro lado de la ciudad, Sofía Méndez clavaba la vista en un cursor parpadeante. Era una periodista junior en *El Cronista de Puentemaple*, encargada de las actas del ayuntamiento y un listado de baches que se rellenarían «según el presupuesto». Su móvil vibró.

*Lucía T: Algo pasa.*
*Sofía M: ¿Qué?*
*Lucía T: La señora V no ha venido. Nunca falta. Y dejó una bufanda.*

Sofía no necesitó explicaciones. Todo el mundo en cinco manzanas a la redonda sabía quién era «la señora V». Si la parada tuviera una santa patrona, sería Ada Villalba.

Colgó la cámara al hombro. «Salgo un momento», le dijo a su editor, Adrián —canas, aliento a café y corazón de oro—, que ni siquiera levantó la vista. «Asegúrate de que el humano esté interesado.»

Afuera, el aire picaba. Sofía llegó a la parada y encontró a Lucía con los brazos cruzados bajo el delantal y la bufanda azul anudada al cuello. La taza de té seguía en el banco, el vapor dibujando espirales perezosas.

«La dejó aquí», dijo Lucía, tocando la bufanda. «Nunca había dejado una así. Las regala. ¿Recuerdas al hombre que duerme detrás de la biblioteca? ¿O al niño que esperaba sin chaqueta el invierno pasado? Se las pone ella misma. Pero dejarla aquí…». Su voz se quebró.

Sofía miró alrededor. En la panadería, las campanillas de la puerta sonaban. El cartero, Javier Ruiz, hizo una pausa en su ruta y asintió. Él también era parte del paisaje de aquella parada.

«¿La has visto esta semana?», le preguntó Sofía.

Javier se rascó la barbilla. «Ayer estaba dando migas a los gorriones. Me dio un caramelo de menta y dijo que el aire estaba “fresco para pensar”. Siempre dice cosas así. Le contesté que no tenía un pensamiento fresco desde el instituto. Se rió.»

Sofía sonrió, pero el banco le pareció desnudo sin el abrigo azul apoyado junto al mapa.

«Esta mañana no subió al autobús», dijo una voz. El número 7 volvía a parar, y el conductor —un hombre de cincuenta años con las mangas remangadas— asomó la cabeza. «Me llamo Pepe. Llevo ocho años en esta ruta. Los martes y jueves siempre sube. Hoy frené por si acaso. Nada.»

«¿Sabes adónde iba cuando subía?», preguntó Sofía.

Pepe se encogió de hombros. «A veces a la biblioteca. O al parque. Una vez me dijo que el autobús era un río y que le gustaba dejarse llevar. No le pedí explicaciones.»

Bajo el banco había otra bufanda, color miel. Sofía la sacudió para quitarle el polvo. Tenía la misma etiqueta: *«Si tienes frío, esto es tuyo. —A.V.»*

«Dos bufandas», murmuró Sofía. «Esto no es casualidad.»

Lucía tenía los ojos vidriosos. «¿Y si le ha pasado algo?»

«¿Y si simplemente está… en otro sitio? Vamos a averiguarlo.» Sofía miró a Pepe. «¿Puedo subir en la siguiente vuelta? Volveré antes de las 10:05.»

Pepe señaló el autobús con el pulgar. «Todos a bordo del río.»

Sofía sonrió, pero se detuvo. «Lucía, pon un cartel: “¿Alguien ha visto a la señora Villalba?” O mejor… “Buscamos a Ada. Cuéntanos tus historias.” Pon el número del café. La gente confía en ti.»

Lucía asintió, seria de repente. «Y pondré una tetera aquí. Para quien espere.»

El autobús 7 recorrió Puentemaple como una cuenta en un hilo. Sofía observó la ciudad en fotogramas: el señor Delgado barriendo la entrada de su peluquería; dos *runners* con chalecos reflectantes; niños corriendo hacia el centro cultural, las mochilas saltando. Preguntó a tres pasajeros si conocían a Ada. Los tres dijeron que sí.

«Me dio un lápiz», dijo un niño de ocho años. «Dijo que era para escribir lo que sé pero olvido decir.»

«Me dijo que no esperara al día perfecto para llamar a mi hermana», contó una mujer con abrigo rojo, sacando el móvil. «La llamé esa tarde. Fue la mejor conversación en cinco años.»

«Le tejió un gorro a mi hijo», dijo un hombre con ojos cansados. «Lo usó todo el invierno. No había nota. Supimos que era ella porque mi mujer reconoció el punto en zigzag.»

En la parada de la biblioteca, Sofía corrió hasta el mostrador, donde la bibliotecaria, la señora Ortiz —pendientes de aro y aire de quien perdona las multas pero no los retrasos— había montado una exposición titulada *«Viajes sin moverse»*.

«¿Ada?», dijo al oír el nombre. «Ayer devolvió dos novelas y un libro sobre pájaros. Dijo que volvería la semana que viene con algo “de la parada”.»

«¿Qué sería?», preguntó Sofía.

La señora Ortiz golpeó ligeramente el mostrador. «Guardaba una caja de zapatos en el buzón de devoluciones. “Para guardar cosas”, decía. Está llena de papeles.»

«¿”Los papeles de Ada”?», repitió Sofía. «¿Puedo verla?»

La bibliotecaria abrió un cajón y sacó una caja atada con un lazo. En la tapa, letras infantiles decían: *LA CAJA DE LA PARADA*. Dentro había

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