La Amiga Inesperada

Lucía cerró el archivo y lo envió a su correo del trabajo. El lunes en la oficina lo abriría, lo imprimiría, le pondría el sello y entregaría el informe. ¡Listo! ¡Libertad!

Trabajaba como contable en una pequeña empresa de Madrid. La carga de trabajo era alta, pero el sueldo bueno, y además la oficina estaba a dos pasos de casa. No tenía que perder tiempo en el transporte público, apretujada en horas punta. Iba caminando, respirando aire fresco.

El equipo de contabilidad era femenino. No tenía mucha relación con nadie. Casi todas tenían familia, hijos, y Lucía estaba sola. Si le pedían ayuda, hacerse cargo de parte del trabajo de alguien, no se negaba. Trabajaba en casa por las noches y los fines de semana, como ahora.

Se levantó temprano el sábado y fue directa al portátil, revisó todo una última vez y envió el archivo. Ahora podía arreglarse y desayunar, y luego… Pero un timbrazo del teléfono la interrumpió antes de decidir qué haría después.

—Lucía, ¡hola! —dijo una voz femenina alegre al otro lado.

—Hola —respondió Lucía con cautela—. ¿Quién eres?

—Vaya, no me reconoces. ¡Soy Marisa!

—¿Marisa? —repitió Lucía, incrédula—. ¿Estás en Madrid?

—Todavía no, pero casi —respondió la otra, riendo.

Lucía no supo qué decir. De todas las personas, Marisa era la última que esperaba oír. Tras su traición quince años atrás, no habían vuelto a hablar. Ahora lamentó no haber cambiado de número.

—Lucía, en Madrid no conozco a nadie más que a ti —rompió el silencio Marisa—. ¿Puedes venir a recibirme? Por favor. Me divorcié de Roberto hace tiempo. Quiero empezar de cero. —Su voz sonaba apagada y culpable.

Lucía no quería ver a su ex amiga. Pero tantos años habían pasado, todo estaba superado. Y además, tenía curiosidad por las noticias de su pueblo. Bueno. La recibiría, la acompañaría a donde fuera necesario, y listo.

—¿A qué hora llega el tren? —preguntó sin entusiasmo.

—En veinte minutos. ¿Vendrás? —la voz de Marisa sonó esperanzada.

—Tardo unos veinte minutos en autobús y luego en metro. Como mínimo, una hora. ¿Esperarás? No te muevas del vestíbulo principal.

—Te esperaré —prometió Marisa.

Lucía miró con pena la tetera fría, se lavó la cara, se maquilló rápido, se vistió y salió. Vivía en un pequeño piso de alquiler en un barrio de Madrid. Era justo para una persona, pero barato.

Al entrar en el vestíbulo de la estación, Lucía se sintió perdida. ¿Cómo encontraría a Marisa entre tanta gente? No la veía desde hacía quince años, ¿la reconocería? Caminó por el centro del vestíbulo para que la vieran desde todos lados.

—¡Lucía! —la llamó una voz alegre.

Desde los quioscos, una figura reconocible pero cambiada se acercó corriendo. Marisa había engordado, se había aclarado el pelo, el maquillaje exagerado la avejentaba, pero Lucía la reconoció al instante.

Marisa corrió y la abrazó con fuerza.

—Por fin. Estaba agotada. —La tomó del brazo y la arrastró hacia un quiosco, donde había una maleta con ruedas y un bolso enorme.

—No puedes dejar así tus cosas, te las roban —dijo Lucía, sintiendo que debía decir algo.

—No lo hicieron. Además, no llevo nada valioso, el dinero y los documentos los tengo conmigo. —Y Marisa bajó la mirada hacia su escote pronunciado.

Lucía movió la cabeza y miró alrededor. Nadie les prestaba atención.

Marisa colocó el bolso sobre la maleta y miró a Lucía con expectativa.

—¿Adónde necesitas ir? —preguntó Lucía, suspirando.

—¿Sigues enfadada conmigo? Quería pedirte… ¿Puedo quedarme en tu casa unos días, hasta que alquile un piso? —Marisa se mordió el labio.

«Qué descaro. Me robó al novio y ahora quiere vivir conmigo. Debí negarme, no coger el teléfono…», pensó Lucía, demasiado tarde.

—Vamos —dijo, dirigiéndose a la salida.

Marisa hablaba, hacía preguntas, pero Lucía no respondía, fingiendo concentrarse en esquivar gente y maletas. Marisa calló y jadeó detrás, esforzándose por no quedarse atrás.

—Pensaba que vivías en el centro. Esto ni parece Madrid —dijo decepcionada al llegar al pequeño piso—. No te preocupes, encontraré algo y me iré. ¿Vives sola? Hay zapatillas de hombre en la entrada.

«Lo notó. Debí guardarlas», pensó Lucía, pero dijo:

—Vivo sola, son para visitas.

Marisa se desplomó en el sofá y estiró las piernas.

—¡Estoy en Madrid! No me lo creo.

Lucía calentó agua, sacó pan y jamón de la nevera y preparó bocadillos.

—¿Tienes vino? Brindemos por el reencuentro —propuso Marisa.

Lucía sacó una botella empezada y sirvió dos copas.

Marisa bebió, ignorando que Lucía solo dio un sorbo, y habló. Con Roberto se divorció enseguida. Guapo, pero de carácter horrible. Su segundo marido era mayor, pero no lo amaba, se casó por dinero. Lo engañó con su chófer y la echaron de casa. El divorcio fue agotador, pero al menos tenía dinero. Decidió venir a Madrid a empezar de nuevo.

—Tú tienes suerte de haberte ido enseguida. Nuestro pueblo es un agujero. Solo aburrimiento…

Lucía no necesitaba venir a Madrid para estudiar contabilidad. Con Roberto eran amigos desde los quince. Antes de la graduación, planeaban casarse cuando ella terminara sus estudios. Pero tras la fiesta, Marisa lo emborrachó y se acostó con él. Luego dijo que estaba embarazada, mintiendo. Roberto, sin saberlo, se casó con ella.

Lucía lloró y decidió irse. No era de las más brillantes, no quería universidad. Necesitaba formarse y trabajar. No podía vivir de sus padres para siempre. Cuando se supo la verdad, Roberto y Marisa se divorciaron.

—No pasa nada, hija. No dejes que Marisa entre en tu vida otra vez. Y Roberto… Si te olvidó tan fácil, no te quería. Mejor ahora que después.

Escuchando a Marisa en la cocina, Lucía recordó las palabras de su madre. Al menos no le había hablado de Javier.

Lo conoció hacía medio año en el metro. Era de Madrid, sus padres le compraron un piso, pero eran exigentes con sus novias. A ellos les gustó Lucía. «Una chica seria, con dignidad, algo raro en forasteras», dijo su madre.

Tras Roberto, Lucía no tuvo relaciones serias. Pero con Javier quería una familia, envejecer juntos, ir los fines de semana a la casa rural, criar hijos, nietos…

Ahora Javier estaba de viaje hasta el martes. Esperaba que para entonces Marisa encontrara piso y se fuera.

Pero pasaron los días y ella seguía allí. Y no buscaba piso, no tenía tiempo. Salía de fiesta, volvía al amanecer, muchas veces borracha. Dormía cuando Lucía salía a trabajar y desaparecía hasta la noche. No había modo de hablar.

—¿Quieres que hable con ella? —ofreció Javier una vez.

—No, yo lo haré —respondió Lucía rápido, temiendo que se conocieran.

Una tarde, al volver del trabajo, Lucía encontró a Marisa en casa. Dormía enLucía cerró la puerta con firmeza, respiró hondo y supo que, por fin, había aprendido a poner límites y a elegir su propia felicidad.

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