La Amiga

Alicia cerró el archivo y lo envió a su correo del trabajo. El lunes en la oficina lo abriría, lo imprimiría, le pondría el sello y entregaría el informe. ¡Listo! ¡Libertad!

Trabajaba como contable en una pequeña empresa de Madrid. La carga de trabajo era pesada, pero el sueldo era bueno, y la oficina estaba a dos pasos de su casa. No perdía tiempo en transporte público apretujada en hora punta. Un paseo al trabajo y punto.

El departamento de contabilidad era mayormente femenino. No intimaba con nadie. Casi todas tenían familia, hijos, y ella estaba sola. Cuando le pedían ayuda, que asumiera parte del trabajo de alguien, no se negaba. Trabajaba en casa por las noches y los fines de semana, como ahora.

Se levantó temprano el sábado y fue directa al portátil. Revisó todo una última vez y envió el archivo. Ahora podía arreglarse y desayunar, pero… Un timbre del teléfono cortó su tren de pensamientos.

—¡Alicia, hola! —dijo una voz femenina alegre al otro lado.

—Hola… —respondió Alicia con cautela—. ¿Quién es?

—¡Vaya, qué despistada! Soy yo, Mari Carmen.

—¿Mari Carmen? —repitió, incrédula—. ¿Estás en Madrid?

—Todavía no, pero casi —respondió la voz entre risas.

Alicia no supo qué decir. De todas las personas que esperaba escuchar, la menos era su antigua amiga del instituto. Tras su traición quince años atrás, no habían vuelto a hablar. Ahora lamentaba no haber cambiado de número.

—Alicia, no conozco a nadie en Madrid más que a ti —rompió el silencio Mari Carmen—. ¿Puedes venir a recibirme? Por favor. Me divorcié de Javier hace tiempo. Quiero empezar de nuevo. —Su voz sonaba apagada, culpable.

Alicia no quería verla. Pero tantos años habían pasado… Todo estaba superado. Además, le picaba la curiosidad por saber noticias de su pueblo. Bueno. La recibiría, la acompañaría a donde fuera y se despedirían.

—¿A qué hora llega tu tren? —preguntó sin entusiasmo.

—En dos minutos. ¿Vendrás? —la voz de Mari Carmen se iluminó.

—Tardo veinte minutos en autobús y luego en metro. Una hora como mínimo. ¿Vas a esperarme? Pues quédate en la sala principal. No te muevas. —Alicia escuchó sus propias palabras y no podía creer que fuera a ir a recibirla.

—Te esperaré —prometió la otra.

Con resignación, Alicia miró la tetera fría. Se lavó la cara, se maquilló rápido, se vistió y salió de su pequeño piso de soltera en un barrio humilde de Madrid. Era modesto, pero suficiente para una.

Al llegar a la estación, dudó. ¿Cómo encontraría a Mari Carmen entre tanta gente? No la veía desde hacía quince años. Caminó por el centro de la sala, tratando de ser visible.

—¡Alicia! —la llamó una voz alegre.

Desde los puestos de periódicos, una mujer reconocible pero cambiada se acercó a ella. Había engordado, llevaba el pelo teñido de rubio, y el maquillaje cargado la avejentaba, pero Alicia la reconoció al instante.

Mari Carmen corrió hacia ella y la abrazó con fuerza.

—Por fin. Casi me desmayo de esperar —dijo, enlazando el brazo de Alicia y arrastrándola hacia sus maletas.

—No puedes dejar tus cosas así. Te las roban —murmuró Alicia, buscando algo que decir.

—No lo han hecho. Además, solo hay ropa. El dinero y los documentos los llevo conmigo —Mari Carmen bajó la mirada hacia su escote generoso.

Alicia negó con la cabeza y miró alrededor. Todos iban a lo suyo.

Mari Carmen apiló su bolso sobre la maleta y miró a Alicia con expectación.

—¿Adónde tienes que ir? —preguntó.

—¿Sigues enfadada conmigo? Quería pedirte… ¿Puedo quedarme en tu casa unos días, hasta que alquile un piso? —Mari Carmen se mordió el labio.

«Qué cara más dura. Me robó al novio y ahora quiere alojarse. Debí negarme, no contestar…», pensó Alicia.

—Vamos —dijo, caminando hacia la salida.

Mari Carmen hablaba sin parar, pero Alicia fingía concentrarse en esquivar a la gente. Al llegar al piso, Mari Carmen frunció el ceño.

—Pensé que vivías en el centro. Esto ni parece Madrid —dijo decepcionada—. No te preocupes, me iré pronto. ¿Vives sola? Hay zapatillas de hombre en la entrada.

«Maldita sea. Debí guardarlas», pensó Alicia.

—Vivo sola. Son para las visitas.

Mari Carmen se tiró en el sofá y estiró las piernas.

—¡Estoy en Madrid! No me lo creo.

Alicia calentó el té, sacó pan y jamón del frigorífico y preparó bocadillos.

—¿Tienes vino? Brindemos por el reencuentro —propuso Mari Carmen.

Alicia sacó una botella ya abierta y sirvió dos copas. Mari Carmen bebió sin notar que Alicia apenas mojó los labios, y comenzó a hablar. Con Javier se divorció pronto. Guapo, pero insoportable. Su segundo marido era mayor, rico, pero ella no lo quería. Lo engañó con su chófer y la echaron de casa. El divorcio fue agotador, pero al menos tenía dinero. Por eso vino a Madrid, para empezar de cero.

—Tú tienes suerte. Te fuiste de nuestro pueblo enseguida. Allí no hay nada…

Alicia no había venido a Madrid por necesidad. Con Javier eran novios desde los quince. Planeaban casarse cuando ella terminara sus estudios. Pero tras la graduación, Mari Carmen lo emborrachó y se acostó con él. Después mintió diciendo que estaba embarazada. Javier no lo sabía y se casó con ella.

Alicia lloró durante semanas y decidió irse. Cuando se supo la verdad, Mari Carmen y Javier se divorciaron.

—No importa, hija. No dejes que Mari Carmen vuelva a tu vida. Y Javier… Si te olvidó tan fácil, no te quería de verdad. —Las palabras de su madre resonaron en su mente mientras escuchaba a Mari Carmen hablar.

Se alegró de no haberle mencionado a Sergio.

Lo conoció seis meses atrás en el metro. Era madrileño, con piso propio. Sus padres eran exigentes con sus novias, pero Alicia les cayó bien. «Una chica seria, con dignidad, algo raro en las de fuera», dijo su madre.

Desde Javier, Alicia no había tenido nada serio. Hasta Sergio. Con él imaginó una vida: casarse, envejecer juntos, ir los fines de semana al campo, tener hijos…

Ahora Sergio estaba de viaje hasta el martes. Esperaba que para entonces Mari Carmen ya se hubiera ido.

Pero pasaron los días y Mari Carmen seguía allí. No parecía buscar piso. Salía de fiesta, volvía al amanecer, borracha. Dormía cuando Alicia trabajaba. Nunca coincidían.

—¿Quieres que hable con ella? —preguntó Sergio un día.

—No, yo lo haré —respondió Alicia, temiendo que se conocieran.

Una noche, al volver del trabajo, encontró a Mari Carmen dormida en el sofá, vestida con su ropa, luciendo su pulsera. Alicia ardió de rabia.

—¡Mari Carmen, despierta! —gritó.

—¿Qué pasa? —murmuró, sin abrir los ojos.

—¿Por qué llevas mis cosas?

—¿Te molesta? —gruñó.

—¡Son mías! Dijiste que buscarías piso…

—¿Me echas? —preguntAlicia, con el corazón roto pero firme en su decisión, cerró la puerta para siempre a Mari Carmen aquella misma noche y se juró nunca más permitir que nadie pisotease su vida ni su felicidad.

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