La ambulancia avanzaba a toda velocidad por las calles de Sevilla, mientras la sirena resonaba como un grito desesperado. Dentro, María yacía inconsciente, entre la vida y la muerte. El médico principal, un hombre canoso llamado doctor Martínez, le revisaba el pulso constantemente y ordenaba con firmeza a las enfermeras:
¡Más rápido! Presión constante, no dejen que pierda más sangre. ¡El bebé aún tiene posibilidades!
A su lado, Lucía se retorcía las manos, murmurando plegarias. Sentía el corazón apretado por la culpa de no haber intervenido antes, en la finca. Recordaba la mirada fría como el acero de Isabel, aquella frialdad que le heló la sangre, y finalmente entendió la verdad.
**La sala de urgencias**
Cuando llevaron a María en camilla a urgencias, Javier se abalanzó sobre los médicos, los ojos enrojecidos por las lágrimas y la rabia.
¡Se lo suplico, sálvenla! Ella y nuestro hijo ¡No puedo perderlos!
El doctor Martínez lo miró con severidad, con la firmeza de quien sabe que no hay tiempo para dramatismos.
Señor Delgado, le ruego que espere afuera. Haremos todo lo humanamente posible.
Javier se quedó inmóvil un instante, pero al final cedió, derrotado, y se desplomó en un banco del pasillo. Se cubrió el rostro con las manos y, por primera vez en su vida, aquel hombre seguro de sí mismo sintió que el suelo se le hundía bajo los pies.
Tras las puertas cerradas, el equipo médico luchaba por la vida de María. Su respiración era débil, pero su corazón aún latía. El bebé, sin embargo, estaba en estado crítico. Los aparatos pitaban rítmicamente, y la tensión había alcanzado su límite.
**En la sala de espera**
Isabel entró en el hospital, flanqueada por dos amigas cercanas, llamadas apresuradamente para fingir preocupación. Su rostro parecía de piedra, pero su voz temblorosa impresionaba a quienes la escuchaban:
Pobre chica ¿cómo pudo resbalarse así? Solo quería que fuéramos una familia unida.
Lucía, que estaba en un rincón, la miró fijamente, con odio contenido. Si hubiera tenido el valor de decir la verdad en ese momento, quizá todo habría terminado. Pero el miedo al poder de Isabel, a su influencia en la ciudad y a cómo podía destrozar vidas la paralizaba.
**Javier y su madre**
¡Madre! estalló Javier, levantándose de golpe. ¿Dónde estabas tú cuando pasó esto? ¡Lucía dice que estabas junto a ella!
Isabel le tocó el brazo con un gesto falso de ternura:
Hijo, estaba arriba, en el piso de arriba. Solo vi cómo caía Todo ocurrió tan rápido. ¡Dios mío, si hubiera podido cogerla!
Lágrimas falsas le rodaban por las mejillas, pero Javier ya no estaba seguro de creerla. Una pequeña grieta, pero profunda, se abría en su confianza.
**Noticias del quirófano**
Tras horas de tensión, la puerta se abrió. El doctor Martínez, con el rostro marcado por el cansancio, se acercó a Javier.
Señor Delgado, su esposa está viva. Ha sido una lucha dura, pero hemos logrado estabilizarla. Sin embargo el bebé
Las palabras se le cortaron un instante, y Javier entendió sin necesidad de más explicaciones. Su mundo se derrumbó. Se tambaleó y se apoyó en la pared, las lágrimas cayendo sin control.
Doctor quiero verla.
La trasladarán a la habitación en breve. Necesita descansar. Pero debo decirle que hemos encontrado marcas en su pecho y brazos. No parecen ser solo por la caída. Estaré obligado a informar a las autoridades.
Isabel, que había escuchado la conversación, se quedó petrificada un instante. Luego reaccionó y abrazó a su hijo, tratando de dominarlo con falsa dulzura:
No les hagas caso, cariño. Sabes cómo surgen los rumores. Solo necesitas tranquilidad ahora.
**El despertar de María**
Horas después, María abrió los ojos. Estaba pálida, apenas podía respirar. Javier le besó la mano e intentó contener las lágrimas.
María mi amor estás aquí conmigo.
Ella lo miró largo rato, y luego sus ojos se llenaron de lágrimas. Intentó llevar la mano al vientre, pero lo entendió todo en la mirada de su esposo. Un gemido desgarrador escapó de sus labios.
Nuestro hijo
Javier la abrazó con fuerza, susurrándole:
Superaremos esto juntos. Te tengo a ti, y eso es lo que importa.
Pero en el alma de María nacía otro dolor: no solo la pérdida del bebé, sino la certeza de que tras la tragedia estaba la misma mujer que debería haberla protegido.
**La confesión de Lucía**
Días después, Lucía no pudo seguir callando. Encontró a María sola en la habitación y, con voz temblorosa, confesó:
Doña María debe saber la verdad. No se cayó sola. Doña Isabel la empujó. Yo lo vi todo.
María sintió que la sangre huía de su rostro. Era la verdad que ya sospechaba, pero ahora tenía confirmación.
Lucía ¿por qué me lo dices ahora?
Tenía miedo. Sabe el poder que tiene en la ciudad Pero ya no puedo vivir con esta culpa.
María le tomó la mano y, con una fuerza inesperada para su estado, susurró:
Te juro que no quedará impune.
**La investigación**
Días más tarde, la policía abrió una investigación oficial. Las declaraciones de los médicos, las marcas en el cuerpo de María y el testimonio de Lucía encajaban como piezas de un macabro rompecabezas.
Isabel, sin embargo, no era mujer que se rindiera fácilmente. Sus abogados ya preparaban estrategias, y amigos influyentes intentaban sofocar el escándalo.
Javier estaba destrozado entre el amor por su madre y la cruda verdad. Lo atormentaba la mirada de María, su dolor mudo, y las palabras de Lucía, imposibles de ignorar.
**El enfrentamiento final**
Una noche, Javier entró en el salón de la casa, donde Isabel lo esperaba, elegante y fría como siempre.
Madre, dime la verdad. ¿Empujaste a María?
Isabel levantó la barbilla con orgullo.
Hijo, todo lo hice por tu bien. Ella no es digna de ti. Te habría arruinado la vida. Yo salvé a esta familia.
Javier la miró con horror.
No tú lo has destruido todo. Mataste a nuestro hijo. Y por eso no te perdonaré jamás.
Sus palabras cayeron como un rayo. Isabel se quedó inmóvil, pero en sus ojos brilló una llama de odio impotente.
**Epílogo**
El juicio que siguió conmocionó a toda Sevilla. Los periódicos escribían diariamente sobre “la tragedia de los Delgado”, y la gente debatía en las calles.
María, aunque frágil, encontró fuerzas para testificar. Lucía respaldó cada palabra. Los médicos presentaron pruebas irrefutables.
Isabel Delgado, antes respetada y temida, fue condenada a años de cárcel por intento de homicidio.
Javier y María, aunque marcados de por vida, hallaron consuelo en los brazos del otro. Juraron empezar de nuevo, sin dejar que las sombras del pasado destruyeran su futuro.
Pero en lo más profundo del alma de María, la herida de perder a su hijo nunca cerraría. Y cada vez que pisaba los escalones de mármol de la finca, sentía un escalofrío y recordaba: el amor puede salvar, pero el odio de una madre celosa mata más que una hoja afilada.