Luisa disfrazada de hermana: cómo mi marido montó un circo en casa de mi madre
Antonio —mi todavía legítimo esposo— no es de aquí. Hace años lo enviaron a hacer el servicio militar a nuestra ciudad. Cumplió su tiempo y, en vez de volver a su tierra, se quedó. Primero vivió con una chica que conoció en el ejército, pero no funcionó — se separaron. Él alquiló un piso, encontró trabajillos y, aunque su familia (su madre, dos hermanos mayores y una hermana) lo llamaban para que regresara, nunca hizo caso.
Antonio y yo nos conocimos hace siete años. Yo vivía entonces con mi madre, que ya era mayor —soy hija tardía, y dejarla sola no entraba en mis planes—. A él le pareció bien y se mudó con nosotras. Eso sí, mi madre desde el principio se negó a empadronarlo. Así que vivía con nosotros, pero figuraba en otro municipio.
Tengo una hija de un matrimonio anterior, Laurita, que ahora tiene nueve años. Antonio y yo nos casamos sin pompa: ni boda, ni invitados, ni festejo. Él estaba mal de salud, sin trabajo, y no tenía sentido gastar en celebraciones. Yo, en cambio, trabajaba sin parar, a veces incluso sin días libres —lo de “dos días sí, dos no” se convirtió en “siete días sí, cero no”—.
Mientras, Antonio se dedicaba a hacer reformas en casa. Con el dinero de la pensión de mi madre y mi sueldo, pegaba papel pintado, cambiaba azulejos, puertas, arreglaba la fontanería… Los techos los pusieron profesionales, pero todo lo demás salió de sus manos. Con mi madre se llevaba bien —sin peleas, sin dramas—. Él dormía en una habitación, mi madre con la niña, y yo, como no podía ser menos, en el trabajo.
Además de mi sueldo, recibía la pensión alimenticia de mi exmarido. Ese dinero era solo para Laurita: comida, ropa, colegio, actividades, y un poco lo guardaba para su futuro —una vivienda o los estudios—. Su padre no es tacaño y cumple religiosamente. Antonio casi no interactuaba con ella. Yo no le insistía —Laurita tiene un padre presente—.
No tuvimos hijos en común. Yo no quería.
Y ahora, al grano.
Hace un mes, Antonio —que para entonces ya llevaba medio año trabajando— se arregló para salir una noche. Le pregunté:
—¿A dónde vas?
—Viene mi hermana con su hijo. Voy a recibirlos.
Pensé que los recogería y se irían a un hotel o a casa de algún conocido. Pero no. Una hora después, entraba en el piso una rubia de unos cuarenta años con un adolescente. La mujer dijo:
—Soy María, y este es mi hijo Pablo.
Antonio, como si nada, les respondió:
—Pasad, poneos cómodos.
Y salió a por las maletas.
Me quedé de piedra. Les ofrecí un té y fui a hablar con Antonio. Él, tranquilamente, soltó:
—A María la dejó su marido, no tienen donde vivir. Los he traído aquí.
—Fantástico. ¿Y no pensaste en preguntarme? Esto es el piso de mi madre. ¿Dónde van a dormir?
Él ya lo tenía todo decidido: yo y Laurita nos íbamos con mi madre a su habitación, el chaval se quedaría en la de Laurita, y la “hermana” María… con él. Así, sin más. Discutimos. Le propuse lo lógico —que madre e hijo compartieran habitación—, pero él no cedió.
Mi madre se quedó en shock. Fue clara: “Como mucho, un par de días”. Y le recordó a Antonio:
—¿Se te olvida quién manda aquí? Al menos podías haber preguntado.
A lo que él estalló:
—¡Yo he convertido este zulo en un palacio! ¡Si me presionáis, iré a los tribunales a pedir mi parte del piso!
A mi madre se le disparó la tensión. Yo me enzarzé con él, pero solo amenazaba:
—¿Quieres que arranque el papel pintado o que rompa los azulejos?
Esa noche dormí con Laurita en la habitación de mi madre, mientras Antonio compartía cama con su “hermana”. Me temblaba el pulso de la rabia.
A la mañana siguiente, mientras él roncaba, me colé en redes. Busqué a su verdadera hermana —usando el apellido que él había mencionado alguna vez—. La encontré. La auténtica María era morena, de 35 años, con un hijo de 14, y su perfil estaba lleno de publicaciones: “Amo a mi marido”, “Famila feliz”… Entonces, ¿quién era esa rubia?
Obvio: la amante. Y todo cobró sentido. Mi primer impulso fue montar un numerito, pero me contuve. Mandé a Laurita al colegio, le dije que después de clase se fuera a casa de una amiga y esperara mi llamada. Con mi madre, nos vestimos y fuimos al abogado.
Allí nos tranquilizaron: las reformas no dan derecho a reclamar propiedad. Así que podíamos echarlo. Luego, a la policía. Allí se encogieron de hombros: “Hasta que no rompa algo, no podemos hacer nada”.
Dejé a mi madre en casa, pasé por el juzgado a pedir el divorcio y llamé a mis amigos. Varios hombres se ofrecieron a ayudarme con el “desalojo”. Por la tarde, después del trabajo.
Al volver, calmé a mi madre. Pasé el día observando a “María” y su “hijo”. El chaval tenía 17 años, ni estudiaba ni trabajaba. Hice preguntas inocentes sobre su infancia, el colegio, la familia… Ellos y Antonio se miraban nerviosos, se contradecían. Era asqueroso. Pero aguanté.
Y por la noche llegó el acto final de este ridículo sainete.
Llegaron mis amigos. A Antonio, a la calle. A “María”, detrás. Al chico le sugerimos amablemente que saliera. Las maletas, al portal. Yo, ya sin paciencia, le di una patada en el trasero a “María”. Antonio, desde la puerta, empezó a sollozar:
—Vale, es Luisa. Mi amante. Su marido la echó. Me dio pena. Y… pues… me equivoqué. Perdón. Los hombres somos así. ¡No se puede comer tortilla de patatas todos los días!
Sí, Antonio. Pero se te olvidó que no estabas en tu casa. Y la tortilla no la estabas friendo tú. Estabas en el piso de mi madre. Y te hemos sacado de él a patadas.
Igual no lo habría contado. Pero que sirva de recordatorio: existe una mujer cuyo marido metió a su amante en casa de su madre y durmió con ella al otro lado de la pared. Y esa mujer no se rindió. Todo se arregla. Lo importante es no tener miedo. Y recordar: los abusos de otros no son vuestra cruz. Vosotras podéis. Yo pude. Y vosotras también.