**Felicidad de ser madre**
El amanecer era cálido y tranquilo en el pueblo, que descansaba junto al bosque cerca del río. Se escuchaba el mugido de las vacas, ya pocas quedaban, y algún que otro ladrido perezoso de los perros. Más allá del bosque, sobre el río, se acumulaban nubes oscuras.
A Lucía le gustaba madrugar en verano. Disfrutaba de ese silencio matutino, aunque no tenía granja, solo gallinas y un perro tranquilo, Pancho, que vigilaba el patio. Vivía sola en la casa que heredó de su madre, quien había muerto hacía diez años.
Lucía, una mujer esbelta de unos treinta años, estaba junto al pozo. Con esfuerzo, giró la polea para sacar un cubo lleno de agua. Cargó los dos pesados baldes y se alejó por el sendero hacia su casa.
**Desgracia y dolor**
Lucía estuvo casada con Javier apenas medio año. Alto y robusto, él era guardabosques de la zona. Temido por los furtivos que venían de la ciudad en coches caros. Al parecer, se cruzó con alguno en el bosque y lo mataron. La investigación duró meses, pero nunca encontraron al culpable. Lo enterraron y Lucía se quedó sola.
Algunos del pueblo vecino intentaron cortejarle, pero ella no quería una familia sin amor. Aunque le gustaba Raúl, el mecánico del lugar. Algo en él le recordaba a Javier: fuerte, tranquilo, discreto. A veces sentía su mirada cálida y bajaba los ojos, apresurada.
Cuando enterró a su marido, el dolor fue profundo.
—Qué pena no haber tenido un hijo con Javier. Ahora tendría un pedazo de él conmigo. No tuve esa suerte. No estaría sola—. Sentía el instinto maternal, pero no tenía a quién cuidar.
**El hijo del terrateniente**
Vivía en el pueblo Paco, un tipo arrogante y descontrolado, siempre borracho. Acechaba a Lucía cuando volvía del trabajo. Una vez incluso le confesó su amor, torpemente. Otra intentó abrazarla, pero ella lo apartó, entró al patio y agarró una pala.
—Si te acercas, te parto la cabeza— dijo con firmeza. Paco, al verle la mirada, se asustó y se fue.
Vivía con su padre, un terrateniente adinerado que enterró a su esposa. La gente murmuraba que la había llevado a la tumba. Paco era igual de violento, pero perezoso.
Las jóvenes del pueblo lo evitaban. Una vez golpeó a un muchacho que defendió a su novia. El chico acabó en el hospital. Vino el guardia civil, puso una multa y todo quedó ahí. Nadie quería problemas con el terrateniente. Aquella multa fue un soborno disfrazado.
Pasó el tiempo y una noche el pueblo se alarmó. Un incendio iluminó el cielo. Ardió la gran casa del terrateniente y sus graneros, aunque alguien liberó a los animales. Hubo otra investigación, pero no encontraron responsables. Lo atribuyeron a un cortocircuito. El terrateniente no salió de la casa. Paco, por su parte, pasó la noche en otro lugar.
Lucía respiró aliviada cuando corrió la voz de que Paco se había ido a la ciudad, donde tenía amigos.
—Gracias a Dios. Se acabó el problema.
**Una visita inesperada**
Un día, Lucía subió al porche con los baldes y vio la puerta entreabierta.
—Debí olvidar cerrarla— pensó. Pero al entrar, notó un olor a tabaco y alcohol. Dejó los cubos y vio a un hombre dormido en el catre. Retrocedió asustada, pero al mirar mejor, reconoció a Paco.
—Al menos no es un ladrón— pensó.
Lo empujó con fuerza.
—¡Lárgate de aquí! ¿Desde cuándo te crees dueño?— gritó—. ¡Levántate o grito al pueblo entero!
—¿Dónde andabas tan temprano? ¿No dormiste en casa?— gruñó él.
—¿Quién eres tú para pedir cuentas? ¡Vete!— se encendió Lucía.
—No chilles, despertarás al niño— murmuró, señalando hacia una habitación pequeña.
Lucía miró tras la cortina y vio a un niño dormido, enroscado como un ovillo. Quiso protestar, pero Paco insistió:
—Es mi hijo. Juanito.
—¿Tú tienes un hijo? ¿De dónde?— No creía que alguien como él pudiera ser padre.
**Juanito**
Se acercó al niño. Era flaco y sucio, como un perro callejero.
—Sí, es mío. Su madre murió. Lleva conmigo solo un par de meses.
—¿Cuántos años tiene?
—Cinco, creo…
—¿No sabes la edad de tu hijo?— se sorprendió Lucía.
—¿Podemos quedarnos un par de días?— preguntó Paco de pronto—. Tengo asuntos que resolver.
—Ni hablar— respondió ella.
Entonces, un vocecilla dijo:
—Señora, tengo sed.
Al volverse, Lucía vio al niño y se le ablandó el corazón.
—Ven a la cocina, cariño.
—No soy cariño, soy Juan— respondió él con voz débil.
—De acuerdo, Juan, de acuerdo.
Le dio agua, lo llevó a la cama y lo arropó. Volvió a la cocina, donde Paco, desaliñado y borracho, esperaba.
—Lucía, si quieres, me arrodillo. No nos eches, por caridad. Solo unos días. Sé que eres buena, ayudas. No te haré daño— balbuceó.
Ella ignoraba qué negocios turbios tenía. Por piedad, permitió que se quedasen, solo por el niño. Juanito era callado y reservado, maduro para su edad. Solo sonreía jugando con Pancho en el patio.
Paco no se aprovechó. Ayudó a cortar leña y a sacar agua. Lucía no sabía qué tramaba, pero no podía echar a un niño. Decidió hablar con él.
—Tienes piso en la ciudad, dinero…
—No me queda nada. Lo perdí todo. Tal vez por eso murió su madre— señaló a Juan—. Tenía el corazón débil. Déjanos quedarnos, buscaré trabajo.
Lucía no le creyó. Los vecinos decían que en la ciudad se juntaba con maleantes. Al principio no bebía, pero pronto olía a alcohol otra vez.
—¿Qué hago?— se preguntó. Se encariñaba con Juanito. Le daba lástima que un padre así lo criara.
**Ahora tenía un hijo**
Juanito la miraba con cariño. Hacía preguntas inocentes que la hacían reír. Una vez, apoyó la cabeza en su regazo mientras ella cosía. Cada día sentía que el niño se apegaba más a ella, y ella a él. Lo bañaba, alimentaba, leía cuentos antes de dormir. Le compró ropa nueva.
Pronto entendió que aquel niño ajeno era ya suyo. A veces lo llevaba al campo. Su padre desaparecía días enteros, reaparecía sin aviso. Ignoraba a su hijo, ocupado en sus asuntos oscuros. Dormía una noche y se iba de nuevo.
Hasta que un día, Lucía volvió con Juanito y encontró la casa revuelta: cajones abiertos, cosas tiradas. El dinero del armario, su abrigo nuevo y otras pertenencias habían desaparecido.
Las lágrimas le rodaban sin darse cuenta. Juan tiró de su mano.
—Señora Lucía, ¿por qué lloras? No llores. Fue mi padre. Se fue con sus amigos. No volverá. ¿Ahora soy tuyo?— la miró fijamente.
—Sí, Juanito. Ahora eres mi niño.
—¿Para siempre?
—Para siempre.
Vino el guardia civil. Hubo investigación, pero a Lucía le preocupCon el paso de los años, Lucía y Raúl criaron a Juanito y a su hermano pequeño con amor, y aunque nunca más volvieron a saber de Paco, encontraron en su hogar la paz y felicidad que siempre anhelaron.