La alegría de ser madre

**La felicidad de ser madre**

La mañana amaneció cálida y tranquila en el pueblo, ese que se alarga junto al bosque bordeando el río. Se oía el mugido de las pocas vacas que quedaban y, de vez en cuando, el ladrido perezoso de algún perro. Al otro lado del río, sobre el bosque, se amontonaban nubes oscuras.

A Ágata le gustaba madrugar en verano. Disfrutaba de ese silencio matutino, aunque no tuviera granja—solo unas gallinas y Paco, su perro tranquilo, en el patio. Vivía sola en la casa que heredó de su madre, quien había muerto hacía casi diez años.

Ágata, una mujer esbelta de unos treinta, estaba junto al pozo, girando con esfuerzo la manivela para sacar un cubo lleno de agua. Cargó los dos pesados cubos y caminó por el sendero hacia su casa.

**Desgracia y dolor**

Ágata estuvo casada con Zacarías solo seis meses. Alto y fuerte, él era el guardabosques de la zona. Un azote para los furtivos que llegaban del pueblo en coches caros. Pero un día, seguramente se topó con alguno en el bosque… y lo mataron. La investigación duró meses, pero no encontraron a nadie. Zacarías fue enterrado, y desde entonces, Ágata vivió sola.

Hasta vinieron pretendientes de pueblos cercanos, pero ella no quiso formar una familia sin amor. Aunque sí le gustaba Gregorio, el mecánico del pueblo. Tenía algo que le recordaba a Zacarías: esa misma complexión robusta, sereno, sin ser pesado. A veces, Ágata notaba su mirada cálida y bajaba los ojos rápidamente.

Cuando enterró a su marido, el dolor la consumió.

—Lástima no haber tenido un hijo con Zacarías—pensaba—. Ahora tendría un pedacito de él conmigo. No sería tan sola. Sentía el instinto maternal, pero no tenía a nadie a quien cuidar.

**El hijo del granjero**

En el pueblo vivía Santi, un tipo arrogante y sin control. Bebía demasiado, se pasaba el día al acecho, esperando a que Ágata regresara del trabajo. Una vez hasta le declaró su amor, aunque de forma burda. Otra vez intentó abrazarla, pero ella lo rechazó de un empujón, entró corriendo al patio y agarró una pala.

—Si das un paso más, te parto la cabeza en dos—dijo con voz firme. Santi, al verle esa mirada, se acobardó y se marchó.

Vivía con su padre, un granjero adinerado y cruel. Todos en el pueblo decían que había llevado a su mujer a la tumba. Santi había heredado su carácter, pero no sus ganas de trabajar.

Las chicas del pueblo le tenían miedo. Una vez golpeó a un muchacho que defendió a su novia. Lo dejó tan mal que lo tuvieron que llevar al hospital. Vino el guardia civil, investigó y puso una multa… que en realidad fue un soborno para que nadie hablara.

Pasó el tiempo, y una noche, el pueblo se despertó con el resplandor de un incendio. Se quemó la gran casa del granjero y los almacenes, aunque alguien tuvo el detalle de sacar al ganado. Hubo otra investigación, pero al final lo achacaron a un cortocircuito. El granjero no salió de la casa esa noche. Y Santi no estaba, pasó la noche con alguna mujer.

Ágata respiró aliviada cuando corrió la voz de que Santi se había ido a la ciudad, donde tenía amigos.

—Gracias a Dios—suspiró—. Por fin se largó.

**La visita inesperada**

Pasó más tiempo. Ágata subió al porche con los cubos de agua y vio la puerta entreabierta.

—Debí dejarla mal cerrada—pensó. Pero al entrar, la puerta de la casa también estaba abierta.

Con cuidado, cruzó el umbral y olió a tabaco y alcohol. Dejó los cubos y entró en la habitación. En un rincón, un hombre dormía en la cama. Retrocedió asustada, pero al fijarse mejor, reconoció a Santi.

—Menos mal que no es un ladrón—pensó.

Lo empujó con fuerza.

—Lárgate de aquí. ¿Quién te crees que eres?—gritó—. Si no te vas ahora mismo, grito a todo el pueblo.

—¿Dónde andabas a estas horas? ¿No dormías en casa?—murmuró él, medio dormido.

—¿Y tú quién eres para pedirme cuentas? ¡Fuera!—replicó Ágata, furiosa.

—No chilles, que vas a despertar al niño—dijo, señalando hacia la habitación pequeña.

Ágata miró tras la cortina y vio una pequeña figura dormida, acurrucada en el sofá.

—¿Qué niño? ¿De quién es?—preguntó, confundida.

—Es mío. Jorgito.

—¿Tuyo? ¿Desde cuándo tienes un hijo?—no podía creer que un tipo como él fuera padre.

**Jorgito**

Se acercó al niño. Era flaco y sucio, como un cachorro abandonado.

—Sí, es mi hijo. Su madre murió. Hace dos meses que vive conmigo.

—¿Cuántos años tiene?

—Cinco, creo…

—¿No sabes la edad de tu propio hijo?—preguntó, asombrada.

—Oye, ¿podemos quedarnos un par de días?—preguntó Santi de pronto—. Tengo unos asuntos que arreglar.

—Ni hablar—respondió Ágata, firme.

Entonces oyó una vocecita detrás de ella:

—Seño, tengo sed.

Al volverse, vio al niño. Se le cayó el alma a los pies.

—Vamos a la cocina, cielo—dijo suavemente.

—No soy cielo, soy Jorgito—contestó él con voz débil.

—Vale, Jorgito, vale.

Después de darle agua, lo llevó a la habitación, lo tapó con una manta y volvió a la cocina. Santi, sin afeitar y maloliente, estaba encorvado en la mesa.

—Ágata, si hace falta, me arrodillo. No nos eches, por el amor de Dios. Solo unos días. Sé que eres buena, que me vas a ayudar. No te fallaré—farfulló.

Ágata, por compasión, dejó que se quedaran, pero solo por el niño. Jorgito era callado y serio para su edad. Solo sonreía cuando jugaba con Paco en el patio.

Santi tampoco se pasó de listo. Ayudaba, cortaba leña, traía agua. Ágata no sabía qué asuntos tenía en el pueblo, pero no podía echarlos así como así.

—Tú tienes un piso en la ciudad, dinero—le dijo un día.

—No me queda nada. Lo perdí todo. Hasta el piso. Quizá por eso murió su madre—miró al niño—. Tenía el corazón débil. Déjanos quedarnos un poco más. Encontraré trabajo.

Ágata no le creyó. En el pueblo se rumoreaba que Santi andaba en malos pasos en la ciudad. Al principio no bebía, pero luego volvió a oler a alcohol.

—¿Qué hago?—pensaba Ágata. Se daba cuenta de que se encariñaba con Jorgito. Le daba pena el niño. ¿Qué futuro le esperaba con un padre así?

**Ahora tenía un hijo**

Jorgito también se apegó a ella. Hacía preguntas de niño, la hacía reír. Una vez se acurrucó en su regazo mientras ella estaba en el sofá. Con cada día que pasaba, Ágata sentía que ese niño la necesitaba. Y ella a él. Lo bañaba, lo alimentaba, le leía cuentos antes de dormir. Hasta le compró ropa nueva.

Jorgito ya no era un niño ajeno. Era suyo. A veces lo llevaba a trabajarY así, entre risas, abrazos y los ladridos alegres de Paco, Ágata descubrió que la felicidad no siempre llega como uno la espera, pero cuando llega, lo llena todo.

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La alegría de ser madre